El druida del César (59 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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Al poco tiempo César liberó a los prisioneros eduos y arvernos movido no por la benevolencia del vencedor, sino por la necesidad. César necesitaba apoyo celta, aliados. El resto de prisioneros se lo regaló a sus legionarios, los cuales les ataron sogas al cuello y se los llevaron como ganado al gran mercado de esclavos que había en medio de la ciudad de tiendas que se había formado ante Alesia. Los mercaderes habían erigido altos estrados de madera a los que se accedía desde todos los lados por medio de unos escalones. Debió de ser una ironía del destino que los dioses me concedieran una excelente visión del escenario de los esclavos desde mi agujero de lodo, ya seco, para asistir día tras día al mismo espectáculo: miles de esclavos eran conducidos hasta allí, con objeto de cerrar su venta. Si hubiese que creer a los vendedores, en ningún lugar del mundo había tantos celtas sanos y cultos como en Alesia. Algunos contubernios y cohortes vendían sus esclavos a docenas; los traficantes de esclavos lo preferían así. No obstante, algunos necios llegaban a creer que hacían el negocio de su vida con un solo esclavo celta.

Un día, un fornido legionario de cuello robusto hizo subir al estrado de madera a un tipo grande y atlético, pidiendo por él la cantidad de mil sestercios. ¡Era inconcebible! En pocos días se habían vendido allí más de cien mil celtas, y hacía tiempo que los precios estaban por los suelos. ¡Y aquel legionario de poca monta con hocico de perro de pelea massiliense exigía mil sestercios! Los mercaderes y los curiosos chillaban entusiasmados, aunque eso no ofendía al orgulloso celta, que no cesaba de bramar que él era el hombre más valiente de la Galia y se enfrentaría sin problemas a cualquier gladiador de Roma. De algún modo su voz me resultó familiar, pero la memoria se me había ahogado. Yo estaba totalmente borracho. Me rasqué la mugre de las mejillas y me esforcé por mirar al estrado donde se perpetraba la venta. El tipo tenía sentido del humor y ahora daba un discurso, informando al público entusiasta de que él era un príncipe rauraco y su hermano era un importante druida, hasta el punto de haber trabajado en el despacho de César. ¡Me desperté de golpe!

—¿Qué pasa? —preguntaron los dos muchachos que había a mi lado—. ¿Necesitas más vino?

—No —dije—. ¿Alguna vez habéis comprado esclavos?

—No, eeeh… —respondió uno, dubitativo.

—Que sí —lo contradijo su amigo—. ¡Danos dinero y compraremos lo que quieras!

Extraje con cuidado un par de monedas del zapato derecho; me había repartido el dinero por el cuerpo. Nadie debía saber que aún me quedaba una bonita cantidad. Los muchachos extendieron las manos.

—¡Pero cuidado! —exclamé con ira—. No penséis que no me he dado cuenta de que me diluís el vino desde hace un par de días. Os pago un odre entero y vosotros debéis de comprar medio y llenáis el resto con agua.

Los muchachos se ruborizaron. Uno quiso disculparse, pero el más descarado tomó de inmediato la palabra:

—¡Verás, lo hemos hecho por tu salud! ¡Si te mueres, perdemos a nuestro mejor cliente!

—¡Largo, y compradme a ese loco de allí arriba!

Los muchachos cogieron el dinero y echaron a correr mientras alguien ofrecía ya cuatrocientos sestercios. Otro ofreció quinientos. Basilo perdió definitivamente los nervios. Alborotaba y bramaba y tiraba de sus ataduras. ¡Como mínimo valía dos mil sestercios! Alguien exclamó que se podía comprar a un poeta griego por mucho menos. De pronto se hizo el silencio y al cabo de unos momentos todos prorrumpieron en grandes risotadas. Escuché la voz de uno de los muchachos, sin entender lo que decía. Entonces vi que subían al estrado de madera entre las risas de los mercaderes y los mirones.

—¡No os riáis, idiotas! —exclamó colérico un muchacho—. Nuestro amo es un distinguido druida. Está allí, en la posada, y nos ha encargado que le compremos al celta.

Basilo se reía perplejo. Todos parecían estar algo perplejos. El legionario reflexionaba mientras algunos gritaban que se diera prisa. Al pie de los escalones hacían cola cientos de legionarios con sus esclavos. Mientras que la mañana pertenecía a los traficantes de esclavos profesionales que compraban cohortes de presos, la tarde era de los particulares.

—¡Tómalo o déjalo! —le gritó al legionario aquel muchacho que siempre tenía una respuesta.

Vi que el romano cogía el dinero y lo contaba con cuidado.

—¿Cómo os las vais a arreglar solos con este tipo?

Algunos volvieron a reír.

—Será el primer oficial de la guardia personal druídica —fantaseó el otro.

No sé de dónde sacaban esas tonterías. Al muchacho lo estaban confundiendo con esas historias de druidas y oficiales y guardias personales. Sin embargo, Basilo levantó la cabeza con el pecho henchido de orgullo. Aquello parecía gustarle.

—Bueno, ¿dónde está ese distinguido druida? —preguntó con orgullo cuando los dos jóvenes se detuvieron ante mí.

Los muchachos se sonrieron. Basilo volvió a tirar de las ataduras que le retenían los brazos a la espalda.

—¿No me habré convertido en vuestro esclavo? —gritó—. ¿De dónde habéis sacado el dinero?

—Es mi dinero, Basilo —dije con cansancio al tiempo que agachaba la cabeza, avergonzado. No vi que Basilo se volvía despacio hacia mí y se ponía en cuclillas.

—¿Corisio? —preguntó con incredulidad.

—Humm —murmuré, y le di a uno de los jóvenes mi cuchillo para que cortara las ataduras de Basilo—. ¡Ya te dije que un día volveríamos a vernos!

Las ataduras de Basilo cayeron al suelo. Movió los omóplatos y agitó los brazos.

—Pero me ocultaste que entonces sería tu esclavo —replicó con una tímida sonrisa.

Se sentó a mi lado en el barro y me abrazó con delicadeza. Estaba muy emocionado. Yo también. Pero allí, en Alesia, todos habíamos olvidado cómo llorar.

—Olvídalo —musité—. ¡Por supuesto, eres libre y puedes hacer lo que te venga en gana!

—Ya te gustaría a ti —murmuró Basilo—. ¡Seré tu esclavo hasta que te compre mi libertad! ¿Has entendido, amo?

De ese modo mi amigo de la infancia, Basilo, se convirtió en Alesia en mi esclavo. Desde luego, nunca lo traté como a tal. A fin de cuentas éramos amigos. Sin embargo, él insistía en llamarme «amo». Se lo prohibí e incluso nos peleamos, pero él insistía. ¡Basilo, mi esclavo! Primero me llevó a una buena posada que había tras las murallas de Alesia. Allí renuncié al vino y bebí leche de cabra fresca. No es que de pronto quisiera hacerme druida, en absoluto, pero sí que quería ir a Massilia. Mi esclavo me apremiaba, me infundía valor. Decía que si yo quería, robaría a Wanda y mataría a Creto. Unos días después compramos caballos, acémilas y víveres, y partimos hacia el sur entre las numerosas caravanas de mercaderes, en dirección a Massilia.

Poco antes de marchar me encontré a Aulo Hircio en un mercado. Nos quedamos inmóviles, contemplándonos con melancolía. Después se me acercó y me dio un abrazo. Me dijo que César quería retirarse a Bibracte y terminar allí el séptimo libro. Le deseé mucha suerte. Cuando me disponía a seguir camino con Basilo, de pronto me llamó:

—Druida, ¿no me debes aún dinero?

Aquello me tomó por sorpresa. Ciertamente, en su día, Aulo Hircio me había prestado dinero para comprarle a Creto mi libertad. Le di las monedas de oro que le correspondían.

—Tienes suerte, druida, pues de lo contrario hoy te habrías convertido en mi esclavo. Y te habría ordenado escribir el libro séptimo —dijo, riendo.

* * *

Con la caída de Alesia terminó la gran guerra gala, la lucha de liberación celta contra los invasores romanos. César había protagonizado treinta batallas y había conquistado ochocientas aldeas y ciudades, aniquilando a un millón de celtas y esclavizando a un millón de personas. Y todo ello para gloria de Roma, para gloria de César. La Galia estaba saqueada y sus riquezas extinguidas. El tributo anual ascendía a unos modestos cuarenta millones de sestercios. Más era imposible, pues la guerra había hundido la economía gala. César, por contra, era millonario. Había robado tanto oro y tanto había lanzado al mercado, que el precio del oro en Roma cayó un treinta por ciento. Mientras que el tributo anual galo ascendía a cuatro millones de sestercios, César le envió a su amigo Cicerón sesenta millones con los que éste le compraría el terreno para la construcción del foro que planeaba. César obsequió a sus amigos y enemigos, concedió préstamos desorbitados a todas las personas imaginables y erigió ostentosos templos y edificios. El oro celta robado le permitía hacer todo aquello.

10

Massilia, la colonia mercantil griega del sur de la Galia, era el torno de cambio del Mediterráneo. De todas partes llegaban esos géneros de canje tan apreciados por los celtas: vino romano, cristal de colores y recipientes de metal. A cambio, la Galia no sólo le entregaba a Massilia sal, cobre, ámbar, estaño, pieles, cuero, oro, resina, betún, leña resinosa, cera, quesos y miel, sino también el típico tejido de lana roja a cuadros que toda la República Romana nos envidiaba. Por eso —y porque inventamos la guadaña además del tonel de madera— los romanos siguen extendiendo el rumor de que sólo estamos dispuestos a hacer un trueque por vino. Dicen que nos gusta la bebida y que por eso inventamos el tonel, y aseguran que cambiaríamos a dos jóvenes esclavos por una sola ánfora de vino. ¡Como si conseguir esclavos fuese difícil! No obstante, contra las calumnias romanas todavía no ha crecido ninguna hierba, pues lo que afirman los romanos queda recogido por escrito para la posteridad. Lo que contestamos nosotros, acaso lo oigan los dioses. Si es que quieren.

Era agradable ir montado junto a Basilo. Nos explicábamos lo que habíamos vivido en esos años una y otra vez, adornándolo en cada ocasión con colores más suntuosos. Por las tardes nos sentábamos junto a la hoguera de los mercaderes, asábamos carne y bebíamos vino, pues en el trayecto la leche de cabra era escasa, y con gran placer poníamos de vuelta y media al Imperio romano. No lo hacíamos por celos ni envidia, sino porque los celtas tenemos una opinión bastante lúdica de la vida y la muerte: participar es más importante que sobrevivir. Con todo, lo que siempre nos ha molestado de Roma es esa arrogancia insoportable con la que imponen su voluntad a los no romanos.

Cuando un día divisamos las murallas de Massilia con sus numerosas torres, yo ya estaba con los nervios bastante desquiciados. El posible reencuentro con Wanda no me había dejado dormir durante las últimas noches. Cuanto más nos acercábamos a Massilia, más miedo tenía de llegar a la ciudad pero a la vez seguir estando a una eternidad de Wanda. ¿Y si Creto la había vendido ya? Wanda podía ser bastante obstinada, y a lo mejor también había intentado matar a Creto. Los mercaderes que iban hacia el sur nos habían explicado que en Massilia había unas leyes asombrosas. Cierto era que estaba en la provincia romana de la Galia Narbonense, pero era totalmente autónoma. Después de que Roma protegiera antaño la ciudad contra los celtas, la extensa franja costera de Nicaea hasta el Ródano se entregó a la metrópolis del Mediterráneo. Como contrapartida, Massilia asumió el mantenimiento de la vía Domicia y la vigilancia de las Fossae Marianae, un canal lateral del Ródano. Los aranceles del canal enriquecían a Massilia, cuyos campos habían sido fertilizados una vez con los teutones caídos en Aquae Sextiae, y la hacían poderosa y soberbia. De manera que se podían permitir su propia administración de justicia, prohibirles a las mujeres el consumo de vino, exigir una autorización estatal para el suicidio y promulgar otras leyes exóticas y extravagantes. Sin embargo, para la nobleza celta Massilia había sido y era el gran centro griego de formación donde les gustaría educar a sus hijos. Para un celta, Massilia era el ombligo del mundo, el centro de la cultura y la sabiduría, y no Roma. También Massilia había sido mi sueño.

* * *

Massilia se extiende sobre una península prominente al norte del viejo y resguardado puerto de Lakydón, cuya estrecha entrada entre rocas tiene muy buena defensa. La fuerza de Massilia radicaba en su flota. En el puerto se alineaban enormes astilleros con almacenes y oficinas. Preguntamos primero por Creto, el mercader de vinos. No era desconocido en la ciudad; decían que en el puerto tenía almacenes de hierro, estaño y plata. Sin embargo, su villa estaba detrás de la acrópolis, donde residían los hombres importantes de la metrópoli.

No quería perder más tiempo. Ya había discutido con Basilo todas las circunstancias posibles. Sólo quería comprar a Wanda. De ser necesario, le daría todo mi oro. En una caseta de la calle nos hicimos con algo para comer y beber. Allí, en el centro, había incontables puestos de comida, bodegas, panaderías, tiendas de tejidos y alfarerías, y todos estaban abiertos a la calle. Cerca del foro se sucedían elegantes establecimientos, comercios que vendían magníficas ropas, muebles, perfumes y libros. Allí nos vestimos con ropa nueva, todo era de bellos colores y estaba limpio. Hasta los esclavos apestaban a perfume. Nos lavamos en una fuente y nos pusimos la nueva vestimenta; luego subimos los escalones hacia la acrópolis sonriendo y bromeando como ciudadanos romanos. Por doquier reinaba una intensa actividad, nada que ver con la apatía o el caos de un
oppidum
celta. Los ciudadanos llevaban togas blancas, las mujeres túnicas sin mangas con una estola romana ribeteada a modo de sobretodo; algunas, a pesar de las cálidas temperaturas, se habían echado una
palla
por encima. También llamaba la atención la gran cantidad de joyas que lucía la gente. Algunas mujeres tenían el pelo teñido de rojo o de rubio, como si quisieran emular a las bárbaras del norte. Me dio la sensación de que esas mujeres causaban mucha impresión entre los hombres que pasaban.

Nos sentamos en una escalera entre los templos de Artemisa y Apolo y discutimos de nuevo la forma en que procederíamos. Basilo volvió a ofrecerme sus más oscuras visiones. No sé cómo, siempre se le ocurría una variante aún más endemoniada de cómo abortar los planes de Creto. Yo ya me agitaba como un pez fuera del agua. Todas las esclavas llamaban mi atención mientras se paseaban por las escaleras con sus sencillas túnicas de un solo color. ¿Habría cambiado mucho Wanda?

* * *

Creto poseía algo más que una simple casa. Se trataba de una enorme villa de dos pisos con un jardín que apenas se abarcaba con la vista. Debía de contar con docenas de esclavos que mutilaran día y noche cada uno de los arbustos, porque todo el jardín ofrecía un aspecto desvalido: setos angulosos, arbustos redondos, ordenados geométricamente en medio de manantiales y pilas con agua. ¡Aquello parecía la obra de un desequilibrado! Estoy seguro de que los dioses no se encontraban a gusto entre arbustos amputados en forma de cono. ¡Y luego estaban todas aquellas estatuas! Creto había llegado a hacerse construir representaciones de sus dioses, llevado por el más puro disparate. Lo único bonito eran los mosaicos de estilo griego que engalanaban la amplia entrada de la villa, aunque representaban cacerías, leones que desgarraban ciervos. Basilo y yo no dejamos de criticarlo todo mientras avanzábamos por el sendero que conducía hasta la puerta de Creto. Entonces enmudecimos de golpe. Apenas lograba respirar.

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