César bullía de rabia. Lo que Ariovisto estaba declarando era agua para el molino de aquellos oficiales que afirmaban que él libraba una guerra privada. César había subestimado a Ariovisto por completo. Ese bárbaro, al parecer, mantenía unas extraordinarias relaciones con Roma y Massilia.
A pesar de que las afirmaciones falsas no se vuelven más ciertas por el hecho de repetirlas una y otra vez, César volvió a insistir en que debía apoyar a sus queridos aliados de la Galia. De modo sorprendente se sacó de la manga a un tal Quinto Fabio Máximo que, hacía ya sesenta y tres años, había luchado contra los arvernos y los había vencido. Roma, sin embargo, había cuidado bien a los arvernos, les había concedido la libertad y no les había exigido tributo. Por eso, pues, los romanos tenían derechos y reivindicaciones mucho más antiguas.
Los caballos se ponían cada vez más nerviosos. Todos sentían de manera instintiva que la conversación se estaba complicando. Abajo, en la llanura, algo no marchaba bien. Germanos y romanos no dejaban de insultarse; algunos cabalgaban hasta encontrarse a pocos pasos de los otros y les tiraban piedras. Casi a la vez, detrás de Ariovisto y de César aparecieron jinetes y comunicaron los sucesos. Colérico y crispado, César interrumpió la reunión, dio media vuelta a su caballo sin despedirse de Ariovisto y se precipitó colina abajo acompañado de sus oficiales e intérpretes. Allí le aguardaba la legión décima a caballo, que lo acompañó a galope tendido hasta el campamento, donde los eduos recuperaron sus caballos.
Por la tarde César convocó a los legados y oficiales y les informó en detalle sobre su conversación con Ariovisto. A causa de los numerosos testigos, apenas era posible tergiversar nada importante. No obstante, daba la impresión de que no estaba realmente enfadado por el desarrollo de los hechos. Deseaba con ansia la guerra contra Ariovisto. Cada día podía volver a encenderse la oposición entre los oficiales. Sólo una guerra pondría fin a las habladurías y aportaría hechos consumados. Por lo demás, hasta entonces los acontecimientos se habían desarrollado con demasiada lentitud para el gusto del procónsul, pues en su pensamiento él ya había llegado al norte y mandaba reunir con diligencia unidades militares entre las tribus belgas.
* * *
Dos días después volvieron a presentarse en el campamento emisarios germanos: Ariovisto deseaba otro encuentro y le pedía a César que propusiera una fecha o que enviara a personas de confianza. César aceptó, para guardar las apariencias. Mientras que él ya estaba preparando la batalla, Ariovisto debía seguir pensando que habría más negociaciones. El hecho de que César nos mandara como emisarios precisamente al noble Valerio Procilo y a mí lo consideramos una distinción, al menos al principio.
Los jinetes germanos nos condujeron al campamento de Ariovisto. Ambos estuvimos orgullosos de ser presentados como internuncios de Roma al cabecilla germano de los suevos.
El campamento de Ariovisto no tenía ninguna clase de fortificación. Al contrario que en los campamentos itinerantes o fijos romanos, no se discernía ningún tipo de orden. Toda la llanura parecía haber sido transformada en pocas horas en una gigantesca ciudad de tiendas. En algunos lugares había carros dispuestos en círculos; por lo visto, los germanos también acampaban ordenados según clanes y familias. Nuestra aparición apenas causó revuelo en el campamento. De vez en cuando nos rozaba las orejas algún hueso roído, ya que por doquier había gente sentada alrededor de hogueras, asando y comiendo carne. Una vez más nos impactó la estatura en verdad extraordinaria de los germanos, su complexión ancha y huesuda, esa piel clara que se frotaban con sebo y cenizas para aclararla más aún, y las melenas de aquel rubio rojizo que apenas se conocían en el sur. A su manera, estos germanos eran mucho más exóticos que los nubios o los egipcios de piel oscura. Pero, sobre todo, eran aterradores.
La tienda de Ariovisto estaba abierta de par en par. En el interior se apilaban pieles, paños y mantas de lana como en un comercio de Massilia. Numerosas jóvenes, tal vez rehenes eduas, estaban sentadas entre alegres guerreros ante una opulenta comida. De pronto un guerrero se levantó de entre cajas y toneles y se acercó a nosotros. Hasta entonces no nos dimos cuenta de que era Ariovisto, pues su vestimenta era más modesta que la de algunos de sus huéspedes.
—¡César nos envía celtas! —vociferó—. ¡Teme por sus oficiales romanos!
—Ariovisto, yo soy Procilo, príncipe de los helvios y…
—¡Encadenad a estos espías!
No tuvimos tiempo de ofrecer resistencia. Mientras Ariovisto nos daba la espalda y regresaba con sus huéspedes, tiraron de nosotros de mala manera de la montura y nos encadenaron. Unos cuantos guerreros nos arrastraron a una plaza en la que cuatro carros habían sido dispuestos formando un rectángulo, en cuyo interior había un árbol al que estaban encadenados más prisioneros. Algunos estaban heridos y moribundos. También en los cuatro carros que servían de barrera yacían heridos que gemían en voz baja e imploraban a sus dioses. Procilo también estaba estupefacto. Nos habíamos sentido orgullosos de ir a hablar ante Ariovisto como internuncios de Roma, y ahora él nos convertía en sus prisioneros. Celebré que Wanda no me hubiera acompañado.
—Druida —susurró Procilo—, tú conoces los usos y costumbres de los germanos mejor que yo. ¿Qué piensan hacer con nosotros?
—Eso aún no lo saben ni ellos mismos, Procilo, pero acabo de comprender algo muy diferente…
Procilo me miraba con impaciencia.
—Poco a poco voy entendiendo por qué César no ha enviado a un legado ni a un tribuno, sino a nosotros dos. Nos ha sacrificado. Sabía que sus negociadores no regresarían.
Procilo parecía sentirse ofendido; su próxima muerte no le preocupaba tanto como el que César hubiese herido su honor. Busqué a
Lucía
con la mirada, como si eso fuera de algún modo importante.
Entre cada uno de los carros había centinelas germanos. Sobre el campamento flotaba el aroma de carne de cerdo emparrillada con hierbas. Me senté, mientras que Procilo se quedó de pie, orgulloso. El germano que teníamos más cerca roía un hueso y a veces nos miraba, sin ningún interés. De pronto se movió algo detrás de él, en uno de los carros, y reconocí la melena blanqueada y encrespada con agua de cal de un celta. En efecto, poco a poco se alzó un joven celta que, al parecer, había permanecido tumbado boca abajo en la carreta. Arrodillado detrás del germano, que se hurgaba con la uña entre los dientes, el joven celta lanzó raudo las cadenas que le ataban las manos por encima de la cabeza de su vigilante y le oprimió la garganta. Sin producir un solo sonido, el germano se desplomó, dejando caer el
pemil
al suelo. El joven celta llevaba una torques de oro; debía de ser un noble eduo al que habían tomado como rehén. Saltó ágilmente de la carreta, con las manos aún encadenadas, y cuando iba a rodear el carro a hurtadillas una lanza le atravesó el pecho. Detrás del carro apareció un gigante rubio. Mientras el joven celta luchaba todavía contra la muerte, con el rostro desfigurado por el dolor, el germano le dio un puñetazo en la cabeza. El celta cayó al suelo y quedó tumbado boca arriba; entonces el germano le arrancó la lanza de las costillas, limpió la punta manchada de sangre en los pantalones a cuadros de su víctima y desapareció como si nada hubiera pasado. Ningún prisionero se había movido. No se escuchó ni una palabra. Entre los carros divisé a
Lucía
, que mordisqueaba con ansia el pernil que se le había caído de las manos al centinela muerto.
Pocas horas después nos cargaron en los carros y nos apretujaron junto a otros rehenes. Ariovisto marchaba contra César. Por el camino murieron algunos de los últimos rehenes; nuestros guardianes se limitaban a quitarles los grilletes de los pies o de las manos y a tirarlos de las carretas.
Lucía
seguía a nuestro carro y se mostraba algo nerviosa, como si tuviera miedo de perderme entre todas esas piernas, rastros y olores. A pesar de que me encontraba en una posición bastante desesperada, no dejaba de preocuparme cada vez que
Lucía
desaparecía de mi vista, y me alegraba como un niño cuando la veía de nuevo al cabo de unas horas.
A la vista de la muerte, Procilo se había distanciado de mí. No sé por qué. Cada vez buscaba menos conversación. El apuro común no parecía habernos unido. Al parecer había tomado conciencia de que su gran amigo César lo había sacrificado. En definitiva no era más que un celta, un galo, aunque hubiese recibido educación y enseñanza en Roma.
* * *
Por la tarde apareció entre los rehenes una anciana desdentada, encorvada y nudosa como una vieja raíz, que apestaba a manteca de cerdo. No obstante, los nobles que iban con ella la trataban con extraordinario respeto. Se puso delante de un joven celta que estaba encadenado a nuestro lado y le esparció de repente por el pecho unas cenizas que llevaba guardadas en el puño cerrado, para luego arrodillarse y mezclar las cenizas con tierra. Tras emitir unos cuantos sonidos guturales, se marchó otra vez. Justo a continuación aparecieron portadores de antorchas que desataron al joven celta y se lo llevaron a rastras. Escuchamos sus chillidos mientras lo sacrificaban al dios del fuego.
Al día siguiente, Ariovisto dejó atrás el campamento de César con sus tropas y acampó al otro lado. Así le cortaba al procónsul las rutas de avituallamiento. La línea de conexión Bibracte-Genava-Massilia quedaba interrumpida. Ariovisto había aprendido muchas cosas de los romanos: por ejemplo, que el hambre vence al hierro. De ese modo no pasaría mucho tiempo antes de que César tuviera que marchar al encuentro del campamento de avituallamiento más próximo.
Ariovisto jugaba con el tiempo. Evitaba todo combate.
Durante ocho días, ambos intentaron mejorar su posición de salida para la inminente batalla, y por eso no cesaban de cambiar de emplazamiento. Ese continuo avance y retroceso siempre iba acompañado de refriegas de la caballería. De hecho, también los helvecios que regresaban a su hogar le habían cedido a César un contingente montado, aunque los jinetes germanos eran muy superiores. Ariovisto retenía a sus tropas de infantería en el campamento. Todavía no quería ninguna batalla a campo abierto; le bastaban esas escaramuzas diarias de las que siempre salía vencedor, pues reforzaban la moral de sus tropas y aplastaban la de los romanos. César se vio obligado a actuar. No podía esperar hasta que sus hombres escaparan a causa de la derrota diaria en las refriegas de jinetes y la agravada situación del abastecimiento. Necesitaba una decisión rápida. Además, ya estábamos a finales de septiembre. Las lluvias y las tormentas no tardarían en convertir campamentos, campos de combate y caminos en barrizales. César escogió un lugar apropiado para acampar; allí debía construirse un segundo pequeño campamento que sólo facilitaría lo más necesario para la batalla inminente. A continuación dispuso el ejército en tres columnas; mientras la última fortificaba el campamento, las dos primeras marcharon contra Ariovisto. Éste envió a su encuentro a dieciséis mil hombres y toda la caballería, pero César resistió el ataque, prosiguió con la fortificación del pequeño campamento y lo proveyó con todo lo que necesitaba para la próxima batalla. Dejó a dos legiones en ese campamento junto con el grueso de las tropas auxiliares eduas. Las cuatro legiones restantes las condujo de vuelta al campamento principal. Seguramente allí Wanda aguardaba mi regreso; también su vida dependía entonces de las artes bélicas de César y de la suerte.
Esa noche, mi supervivencia dependía de una anciana. Esta vez la vieja me lanzó a mí las cenizas al pecho, se arrodilló y hurgó con una horcadura en la mugre. De pronto retrocedió horrorizada al tiempo que se protegía los ojos con las manos, y se fue. Decepcionados, los nobles abandonaron la plaza con sus portadores de antorchas. Al amanecer escuché a dos guardias germanos conversar acerca de las predicciones de sus videntes. Esa noche habían profetizado que Ariovisto sólo podría triunfar después de la luna nueva. Al parecer, en el campamento de César las cosas no eran diferentes. La mayoría de los romanos tenía con ellos a sus gallinas blancas e interpretaban la forma en que éstas picoteaban el grano.
* * *
Al día siguiente, César avanzó con todas las legiones a la vez y dispuso a sus soldados en posición de combate. Con todo, Ariovisto no se movió. César estaba sorprendido de que el bárbaro valorase la táctica y los cambios estratégicos de posición tanto como la valentía y el coraje en el campo de batalla. ¿Pero no habría tenido que contar con ello, tratándose de un bárbaro que hablaba latín y celta con facilidad? Más o menos al mediodía, las legiones de César volvieron a replegarse hacia ambos campamentos. Poco después Ariovisto tomó por sorpresa el campamento menor, que sólo estaba defendido por dos legiones. Ambas partes lucharon encarnizadamente, con ímpetu y sin piedad. Romanos y germanos caían unos sobre los otros como perros molosos de pelea a los que hubiesen tenido demasiado tiempo encadenados. La batalla acabó por convertirse en una auténtica carnicería: no bastaba con matar al enemigo, no, había que rajarlo y mutilarlo. Los germanos se retiraron con la puesta del sol. En ambas partes las bajas eran considerables.
Los centuriones se enteraron por los prisioneros de las profecías de las videntes. Los dioses otorgarían a los germanos la victoria después de la luna nueva.
En consecuencia, César salió de nuevo con todas sus legiones a la mañana siguiente. En ambos campamentos dejó sólo a unos pocos. Delante del campamento menor desplegó a las tropas auxiliares para aparentar, avanzando después hacia la posición de Ariovisto con tres líneas de combate. Ariovisto no tenía elección; debía luchar. A izquierda y derecha de las filas germanas, y también detrás, mandó colocar carros y carretas muy juntos entre sí para que ningún guerrero lograra darse a la fuga. También para Ariovisto sólo había una divisa: victoria o muerte. Nuestra carreta de prisioneros se situó en el lado izquierdo, atrapada entre cientos de carros que se obstaculizaban entre sí. Las mujeres y los niños se hallaban de pie en las carretas, excitados, a la espera del inicio de la batalla.
Lucía
me había vuelto a encontrar, saltó basta mí y se hizo un ovillo bajo mi brazo, temblorosa.
César inauguró la batalla por el flanco derecho. Fuertes toques de tuba dieron la señal de ataque. Los legionarios romanos avanzaban en impecables formaciones de combate. Por encima de sus resplandecientes cascos de bronce ondeaba la bandera del general y, poco después, la señal de ataque sonó en todos sus cuernos y trompetas. Los legionarios marchaban a paso ligero mientras voceaban su grito de guerra. Los germanos se opusieron con decisión a los romanos en la acostumbrada formación de falange, una disposición que adolecía de falta de imaginación puesto que un muro de hombres apretados en columnas de a diez era inamovible y no permitía maniobrar. Los legionarios romanos, por el contrario, marchaban en una línea cerrada que se podía dividir rápidamente en ágiles y pequeños manípulos, para dirigirlos luego según las necesidades. La batalla fue igual de brutal que el día anterior. Con un odio inimaginable y una crueldad extrema se masacraron unos a otros. Los dioses, empero, no decidían a quién otorgarle la victoria. Mientras que a los germanos del flanco izquierdo se los hizo retroceder con facilidad, los del derecho penetraban cada vez más en las líneas romanas. De ello se percató el joven legado Publio Craso, el eficiente hijo del triunviro millonario. Era jefe de la caballería y tenía órdenes estrictas de no entrar en batalla por el momento. No obstante, Publio Craso obró por cuenta propia; envió a luchar a la tercera fila de combate, que César había guardado como reserva, y al mismo tiempo atacó con su caballería el flanco derecho. Los germanos quedaron tan sorprendidos por ese inesperado ataque que retrocedieron en el ala derecha hasta que al final le volvieron la espalda al adversario, dándose a la fuga de modo incontrolado. Las mujeres de las carretas se descubrían los pechos y les gritaban a sus hombres que siguieran luchando para que no las humillaran los enanos romanos. Aquello no dio resultado y el pánico se propagó como el fuego. Cada vez apartaban más carros de la barrera y se los llevaban a toda prisa. Mientras que algunas unidades se lanzaban con tanta temeridad como falta de juicio contra el avance de las disciplinadas legiones, otras se habían dado ya a la fuga. Supliqué a los dioses que nuestro carro de prisioneros permaneciera más tiempo frenado allí, pero al parecer mis gritos de auxilio daban el resultado opuesto; aunque otros carros no se movían de su sitio o se quedaban parados por la rotura de un eje, nuestra carreta traqueteaba poco después en medio de los germanos que huían en dirección al Rin. La huida iba a durar entre dos y tres días. El río todavía quedaba muy lejos. No obstante, la caballería romana perseguiría a los germanos. No se trataba de ganar la batalla. César había exigido la aniquilación de los suevos. No debían volver a estar en situación de cruzar el río. El Rin constituiría a partir de entonces la frontera del mundo civilizado. La caballería al completo participó en la persecución de los germanos. Les abrían la espalda a los que huían por detrás, sin hacer distinción entre guerreros, mujeres o niños.