El druida del César (42 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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Advertí un leve tono de burla en su voz. Con soberbia apretó los delgados labios y miró lleno de menosprecio por encima de las cabezas de sus legionarios. Parecía estar más allá de lo terrenal. Aquel hombre era diferente.

—En realidad pretendía quedarme aquí unos días más —prosiguió—, pero en tal caso levantaremos el campamento la noche próxima, después de la cuarta guardia nocturna, para comprobar cuanto antes si en vosotros prevalecen la vergüenza, el sentido del deber o el miedo. Y, si a la hora de la verdad nadie me sigue, entonces partiré solo con la legión décima, puesto que de la décima no he dudado nunca y por eso en el futuro me proporcionará a los hombres de mi guardia personal.

César bajó los cuatro escalones de su podio. Un pretoriano apartó la lona de la tienda y el procónsul desapareció en su interior. Me hizo llamar y me pidió que le hiciera compañía. Estaba enojado. La diosa Fortuna parecía haberlo abandonado; estaba descontento con los dioses. ¿Había sobrestimado la movilidad de sus oficiales? ¿Era él demasiado rápido, demasiado autoritario para ellos? Siempre había detestado que cualquier persona o circunstancia lo demoraran. Labraba su poderoso surco en el campo de la historia a una velocidad asombrosa, y lo seguiría labrando mientras pudiera.

—¿A qué se debe, druida? Si lo sabes, dímelo.

—Remas demasiado rápido, César, y te sorprendes de que los demás no sigan tu ritmo. ¿Para qué van a esforzarse si en tierra sólo uno será vencedor?

—Sí —murmuró César—, un Bruto mató al último tirano hace cuatrocientos cincuenta años. ¿Pero qué nos han traído el consulado y la República? ¡Una tiranía renovada! La tiranía de la legislación republicana. No en vano «Bruto» significa «necio».

César guardó silencio. Le hubiese gustado provocar de inmediato la batalla contra Ariovisto. Crear situaciones extremas para él y para los demás, ése era uno de sus puntos fuertes.

—¿Tú qué opinas, druida? ¿Qué harán?

—Te seguirán, César, arrastrándose como caracoles y dejando a su paso el rastro de baba de la hipocresía. Afirmarán que nunca tuvieron miedo y que jamás cuestionaron tus facultades. Te dirán que arden en deseos de ir a la lucha por Roma y por el pueblo romano.

—¿Lo dices por darme gusto?

—Eso sería estúpido, César, puesto que en breves instantes lo sabrás.

De hecho, un pretoriano anunció poco después al
primipilus
Lucio Esperato Úrsulo, que hizo una reverencia ante César y le dio las gracias en nombre de la legión décima por el juicio favorable que emitiera públicamente sobre ellos. Era típico de un centurión romano hablar de «juicio favorable» en vez de halagos. Haber hablado de halagos, exultante, se habría considerado una petulancia deshonrosa. El centurión era el corazón de cada legión. Al fin y al cabo se trataba de hombres que se habían afanado para ascender desde muy abajo con valentía, coraje y resistencia, y a causa de su baja procedencia no tenían ningún tipo de perspectiva de hacer carrera civil. La legión era su vida, su única oportunidad. Estaban orgullosos de esa viril forma de vida. Lo que contaba era el reconocimiento de los legionarios, la ambición de los oficiales de más alto rango por satisfacer a sus generales.

—César, apenas vemos el momento de empezar a luchar por ti. Por ti, la décima caminaría sobre fuego.

César se acercó al
primipilus
y lo tomó del brazo.

—Te lo agradezco, Lucio Esperato Úrsulo. Desde ahora gozas del favor de César. Si alguna vez tú, o alguno de los tuyos, tenéis un deseo que un Julio pueda cumplir, dirígete a mí.

Para el viejo centurión aquello era demasiado. Estaba a todas luces emocionado, carraspeaba y tragaba saliva, nervioso. Después se inclinó brevemente y le pidió a César que no le otorgara ningún favor, puesto que actuaba llevado por los sentimientos del deber y el honor. Ésa era la tarea de un
primipilus
y por ello no había que recompensarlo. Una recompensa significaría que César no habría creído natural su comportamiento y eso lo ofendería, mermando además su reputación entre los legionarios.

—Que tu deseo te sea concedido —dijo César con un tono en apariencia conmovido.

El
primipilus
elevó hacia lo alto el brazo estirado y exclamó desahogando su alma:

—¡Ave, César!
Ave, imperator
!

Con el «Ave, imperator», claro está, había dejado caer otra, ya que cuando los soldados saludaban a sus generales con esa fórmula significaba que pedían para ellos una marcha triunfal en Roma.

Poco después llegaron los tribunos y los legados, y todos juraron eterna lealtad a César. César no había tenido miedo de enfrentarse a Ariovisto con una sola legión, no, sino que las otras cinco habían tenido miedo de que César las hubiera dispersado. Cuando el último oficial se hubo marchado, César esbozó una amplia sonrisa y me miró con reconocimiento.

—Ven, druida, la guerra de la Galia continúa. Te dictaré otro breve párrafo, pues mañana partimos.

César mencionó todos los acontecimientos en su dictado y enumeró también las causas. Sin embargo, evitó indicar que el desencadenante no había sido sólo el miedo a los germanos, sino la opinión de los oficiales de que en la invasión de César en la Galia no veían una guerra lícita, una guerra romana, una guerra oficial. Tampoco mencionó que numerosos oficiales le habían reprochado que desencadenara esa guerra innecesaria debido a una ambición desmesurada, un ansia enfermiza de gloria y una codicia sin límites. No obstante, César no habría sido César si se hubiera ocupado un instante más de lo necesario con la resistencia aplastada. Mandó a Diviciaco, uno de los pocos galos en los que confiaba, a explorar un camino seguro y después partió durante la cuarta guardia nocturna. Antes redacté un informe comercial para Creto y se lo mandé con un explorador romano que salía para Genava.

* * *

Tras siete días de marcha, César recibió de sus exploradores la noticia de que Ariovisto se encontraba con sus tropas a tan sólo veinticuatro millas de distancia.

A duras penas habíamos montado el campamento itinerante cuando llegaron galopando hasta nosotros negociadores germanos. Ariovisto había escogido auténticos gigantes. Calzaban botas romanas de oficial y se ataban los oscuros pantalones de lana a los tobillos con tiras de cuero; sobre la azulada túnica de montar llevaban otra túnica oscura, muy corta y de manga larga, y la espalda iba cubierta con un manto de lana largo y tupido que se sujetaba al cuello con gruesos broches de oro. No obstante, la característica que más llamaba la atención era la larga melena de color rubio rojizo que llevaban anudada a un lado y que se sostenían con una banda en la frente. No lucían bigotes tan abundantes y crecidos como los celtas. También las perillas estaban recortadas por los lados y les alargaban la cara, haciéndoles parecer aún más delgados. En sus rasgos faciales se apreciaba un sosiego y una calma que irradiaban cierta serenidad. Había siete emisarios, que fueron recibidos cortésmente y conducidos ante César. Les hicieron esperar frente a la tienda del general. Los pretorianos querían llevarse los caballos, pero los gigantes se negaron a apearse. Al insistir uno de los pretorianos con demasiada energía, uno de los germanos le propinó una patada en la cara. En ese momento César salió de la tienda. Nos había elegido a mí, a Wanda y a Procilo como intérpretes y explicó que con toda probabilidad mantendría numerosas entrevistas con Ariovisto, no sólo en el campamento romano, sino también en el suyo. Por lo visto, César no quería poner en peligro a sus legados y menos aún a los jóvenes tribunos, pues eso le habría comportado la ira de sus padres en Roma. Además, ya había perdido a uno.

—¿Eres César?

—Sí —respondió Wanda—, es César.

Habló sin que se lo hubiesen pedido. Los emisarios germanos la miraron sorprendidos; no se habían esperado que una mujer de vestimenta galorromana hablara germano sin acento.

—Escucha lo que Ariovisto tiene que decirte. Puesto que has accedido a su deseo y te has acercado más, Ariovisto puede aceptar un encuentro sin ponerse en peligro. El encuentro se celebrará dentro de cinco días.

César les hizo una señal a los emisarios y dijo en latín que estaba de acuerdo. No se dignó mirar a Wanda. Como Procilo advirtió que a César le molestaba que lo tradujera una mujer, me hizo una seña para que yo prosiguiera con la traducción.

Los enviados pusieron la condición de que César no llevara infantería al encuentro. Ambas partes debían presentarse con un séquito a caballo. En caso de que César no estuviera de acuerdo, no debía acudir en modo alguno.

César dijo que aceptaba la condición.

Poco después, convocó a sus oficiales. Sólo se hallaban presentes los legados y los tribunos superiores. César estaba inquieto. ¿Se trataba de una trampa la condición de Ariovisto de presentarse sin infantería? También Ariovisto sabía que César casi no disponía de caballería romana. ¿Quería obligarlo el germano a encomendarse a los jinetes eduos? César deseaba escuchar la opinión de los altos oficiales. En realidad, seguramente sólo quería descubrir quién quería exponerlo a un peligro y quién no, quién estaba a su favor y quién en su contra. Algunos tribunos elogiaron con hipocresía la eficacia de los eduos; no obstante, al final tomó la palabra el legado Bruto y recomendó a César que les arrebatara todos los caballos a los eduos y equipara con ellos a la legión décima.

—Ya que has designado a la décima como tu guardia personal, también puedes convertirla ahora en tu caballería —bromeó Labieno—. La propuesta del legado Bruto me parece sensata.

Un tribuno señaló que con ese gesto podían ofender a los eduos, pero no se atrevió a insistir, ya que sentía que cualquier obstinación se interpretaría como signo de enemistad hacia César.

* * *

Cinco días más tarde, César salió a caballo del campamento poco después del mediodía. Lo escoltaban algunos legados, oficiales e intérpretes escogidos. La legión décima se había convertido en una legión montada. Cabalgamos una hora larga por una extensa llanura hasta que por fin llegamos a una alta colina que sobresalía del plano terreno como un abombado caparazón de tierra. La colina estaba más o menos a la misma distancia de los dos campamentos. César ordenó a los soldados detenerse a unos doscientos pies del montículo. Desde esa posición no sólo era posible abarcar con la mirada la cresta de la colina, sino también lo que se desarrollaba en la llanura del otro lado. Hasta allí había llegado ya Ariovisto con su caballería. También él les dio a sus hombres la orden de detenerse a una distancia de doscientos pes. Como si se hubieran puesto de acuerdo, tanto César como Ariovisto tomaron diez jinetes cada uno y cabalgaron hasta la cresta de la colina. Por expreso deseo de Ariovisto, la reunión se celebraría a caballo. Ambas partes llegaron casi al mismo tiempo a la cresta. Mientras los generales detenían a sus caballos, los intérpretes y los oficiales se agruparon a izquierda y derecha de ellos. Reconocí a los emisarios que unos días antes habían visitado nuestro campamento, y nos saludamos con respetuosos ademanes de cabeza. Ariovisto, por el contrario, le sonrió a César de forma tan irrespetuosa y descarada como jamás lo hiciera ningún romano hasta entonces. El germano era un fenómeno imponente, de espaldas cuadradas y delgado, y cuando reía mostraba una dentadura fuerte y sana. Debía disfrutar de una salud extraordinaria, ya que a su edad la mayoría de la gente que no ha asentado su hogar ya ha perdido gran parte de los dientes. Sí, Ariovisto rebosaba salud y seguridad en sí mismo por todos los poros. Llevaba un casco ceremonial celta cubierto de oro con cuernos plateados, como si con ello quisiera dejar claro que era el señor de la Galia. Durante toda la conversación, su mano derecha descansó sobre la empuñadura de su espada.

César fue el primero en tomar la palabra. Yo tuve el honor de traducirlo, y a veces Wanda me corregía en voz baja.

—Ariovisto, recibiste de manos del Senado el título de «Rey y amigo del pueblo romano». Has recibido de nosotros más regalos que ningún otro amigo.

Ariovisto sonrió. Saltaba a la vista que estaba decepcionado por la endeble talla de César. Vi la burla en su mirada; y toda esa sensiblería de la amistad y el título la tomaba por hipócrita y embustera, ya que sabía muy bien que Roma no era amiga de nadie.

—Ariovisto, acostumbramos otorgar títulos y riquezas sólo a quienes se han ganado de forma especial el agradecimiento del pueblo romano. Sin embargo, tú, Ariovisto, todavía no has justificado ese favor de ningún modo. Ese favor me lo debes sobre todo a mí, César.

César aludía a la antigua amistad con los eduos para legitimar su presencia fuera de la provincia romana. Citó diferentes resoluciones del Senado que legitimaban en determinados casos la actividad fuera de la provincia. De modo que, sin dejar de dirigirse a Ariovisto, al mismo tiempo intentaba convencer a sus acompañantes romanos.

—No es infrecuente —prosiguió César— que nuestros aliados y amigos no sólo no pierdan sus posesiones, sino que además ganen influencia, respeto y honor.

Por último, César entró en materia y le exigió a Ariovisto, que seguía frente a él tranquilo y sonriente, la suspensión inmediata de las acciones bélicas contra eduos y secuanos. Exigió la entrega de todos los rehenes y la garantía de que ningún germano más cruzaría el Rin.

César había concluido su discurso. Era el turno de Ariovisto. Para sorpresa de todos, el germano habló en perfecto latín. Nos quedamos mudos, anonadados por completo. Ariovisto disfrutó de la sorpresa que se dibujó en los rostros de la delegación romana. Lo habían subestimado. ¿No lo habrían hecho también en otros aspectos? ¿Habíamos caído ya en la trampa? Los romanos estaban perplejos. Se habían encontrado en unos parajes misteriosos con un bárbaro primitivo, ¡y el bárbaro hablaba latín! Es más, dominaba la retórica en todas sus facetas.

—César, yo no he cruzado el Rin por voluntad propia. Me lo han rogado. No les he arrebatado sus tierras a los secuanos; me han regalado las tierras en muestra de su agradecimiento. No he exigido rehenes de ninguna tribu gala; me los presentaron de forma voluntaria, como es costumbre en la Galia entre tribus amigas. No soy yo el que ha buscado la guerra en la Galia, sino las tribus galas que me han atacado. Aquel que prueba suerte en batalla y pierde debe pagar tributos al vencedor, según estipula el derecho de guerra vigente. Queda a voluntad del vencido volver a probar suerte en batalla otra vez. Sin embargo, prefieren pagar el tributo. ¿Qué hay de malo en ello? Es cierto que me he esforzado por ganarme la amistad del pueblo romano. Pero esa amistad debería beneficiarme y no perjudicarme. ¿No has dicho tú mismo que es el deseo de Roma aumentar el prestigio de sus amigos? Si ahora el pueblo romano me quiere disputar tributo y súbditos, con gusto renunciaré a su amistad. Con todo, seguiré trayendo a más germanos del otro lado del Rin, para mi protección. Tengo derecho sobre la Galia. Yo estaba en la Galia antes que el pueblo romano, cuando ningún procónsul romano había osado aún salir de su provincia. ¿Qué busca tu ejército en la Galia? ¿Qué haces aquí, César? ¿Por qué te internas en mi región? La Galia es provincia mía, igual que la Narbonense es tu provincia. No tienes ningún derecho a estar aquí, César. No tienes derecho a darme órdenes. Sé que llamáis bárbaros a las personas de más allá de vuestras fronteras. Pero nos subestimáis. No sólo domino vuestra lengua y la de los galos, también estoy del todo familiarizado con las conductas romanas. Y sé que todas las amistades que has citado no son más sólidas que una gota de agua al sol. ¿Acaso os ayudaron los eduos cuando atacasteis a los alóbroges? ¿Ayudasteis vosotros a los eduos, por otra parte, cuando fueron arrasados por los secuanos? Por eso debo suponer que sólo utilizas esas amistades para traer tu ejército hasta la Galia. Tu ejército no sirve a la libertad, sino al sometimiento de la Galia. Si no te retiras con ese ejército, ya no te consideraré amigo, sino enemigo. —Ariovisto dibujó una amplia sonrisa y volvió a mostrar su poderosa dentadura. La astucia refulgía en su mirada al proseguir—: Te consideraré enemigo a ti, pero no al pueblo romano ni al Senado de Roma. ¡Tengo muchos amigos entre los nobles y los grandes del pueblo romano! Les haría un gran favor a todos ellos si aquí encontraras la muerte. Numerosos son los mensajeros de Roma y Massilia que llegan a mí a diario para traerme regalos y cartas. Si te mato, César, me aseguraré el favor de todos esos hombres influyentes de Roma y Massilia.

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