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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (7 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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—Calla, Rinaldo; calla, voz sepulcral, que deberías saberlo mejor que los demás. No es hora de sarcasmos.

—Cuánto gemido, cuánta desgracia. Mira que ir a terminar así. Pero deberías haberlo sabido. La codicia te ha llevado a la tumba, Seppe.

—Al principio me empujaste tú. Y aún no estoy muerto.

—No estés tan seguro: hueles ya a cadáver, y tu tumba es negra y húmeda. De aquí no sale nadie vivo.

—No me abandones, Rinaldo.

—Te has vuelto loco.

—Es que sólo te tengo a ti. Y tu sarcasmo es mejor que nada.

—Sí, ahora temes a la locura.

—Hablemos de nuestra juventud. ¿Me oyes, Rinaldo? No te vayas, hablemos de los tiempos alegres. Si no lo haces, lo haré yo.

Al principio solía dar largos discursos, como si estuviera ante un gran tribunal, con la esperanza de que si hablaba lo suficiente, no estaría predicando en el desierto. Pero por muy alto que gritara, no le llegaba ninguna reacción. Ahora bien, cuando colocó la raya número noventa, que indicaba el paso del tercer mes, comenzó un viaje cuando una dulce voz lo llamó desde un olivo. Lo que al principio tomó por una muchacha resultó una mujer de su misma edad. Un rostro hermosísimo, bronceado por el sol y el viento, un cuerpo fuerte y opulento, adecuado tanto para el trabajo como para el amor. Se llamaba María, y cuando sacudía el árbol al que estaba subida, caía una lluvia de aceitunas. Maná del cielo. María reía con tanta intensidad que a Giuseppe se le llenaban los ojos de lágrimas. Durante muchas semanas fueron de ciudad en ciudad, y llegaron tan al norte que hubieron de arroparse con pieles para no helarse de frío. Pero por mordiente que fuera el frío, tenían la mutua compañía, y el amor de María no conocía límites. Pero una noche que Giuseppe se despertó manchado, ella lo había abandonado. La llamó durante horas y horas, pero en lugar de María, llegó un monje flaco.

Y se volvió idiota.

Giuseppe retrocedió hasta el fondo de la gruta y se tapó el rostro, porque alguien había encendido una luz. Un candelabro de tres brazos. Lo cegaba. Se oyeron varias voces, y echaron una palangana de agua sobre el prisionero, que chillaba como un cerdo. Le rasgaron las vestiduras, y él se quedó desnudo y magro delante de sus visitantes, uno de los cuales empezó a frotarlo con un cepillo. Finalmente lo vistieron con una camisa limpia, lo que hizo que rompiese a llorar, por lo maravilloso de su olor y lo suave de su lana.

Lo arrastraron escaleras arriba y atravesaron un patio, y después lo dejaron solo en una estancia clara y agradable con una ventana estrecha en lo alto de la pared desnuda.

Giuseppe se frotó los ojos y esperó pacientemente a que le volviera la vista. Al principio sólo había manchas, pequeñas y grandes, que se extendieron sobre sus párpados como una estepa de color mostaza. Pronto empezaron a aparecer los colores, primero el rojo, después el azul, el verde, el verde sombra y el marrón tierra.

—¿Estoy en Damasco? —exclamó, llorando—. No, estoy en casa, aunque mi casa nunca ha sido tan distinguida.

Sollozaba de felicidad porque podía ver de nuevo el esplendor del mundo. Giró el rostro hacia la luz y se sumergió en un cilindro de virutas de oro.

—¿Estaré muerto? —se preguntó con un estremecimiento.

Se palpó el cuerpo. Estaba terriblemente flaco, casi como un esqueleto. Se llevó la mano a la ingle, tocó el sexo, y volvió a subir por la piel del vientre hasta el pecho.

—Pero no estoy muerto, porque mi corazón late, respiro y oigo mi voz. Vamos, que estoy vivo.

Encima de la mesa había una fuente con fruta, lonchas de jamón, un pan redondo y una jarra de agua.

Giuseppe oyó su propio gimoteo y empezó a comer con las manos, se llenó la boca de fruta y se tragó el jamón, hasta que lo vomitó todo, para comenzar nuevamente desde el principio.

Cuando quedaba un solo grano de uva, se sentó en el suelo y siguió con la mirada el retroceso de la luz, hechizado por los sonidos procedentes del exterior: pezuñas de caballo, ruedas de carruajes, el tintineo de los arneses y, a lo lejos, gente conversando.

El mundo estaba vivo.

Con lágrimas por las mejillas, besó el suelo de adobe, juntó las manos y repitió los versos que recordaba del Libro de los Salmos.

—Dios existe —susurró—, ahora lo sé, Dios existe. La última uva será para Él.

Levantó la mirada y reparó en una cría de pájaro negro, posada en el ventanuco de lo alto de la pared.

Alzó los brazos.

—Recíbeme, Señor —susurró—, recíbeme, porque has de saber que la persona que una vez fui ya no existe. Nunca más volveré a dejarme tentar por el camino fácil, pues ahora sé que sólo hay un camino. Recíbeme, Señor, tuyo soy. Recibe a Giuseppe Pagamino, un pobre buhonero de Umbría.

Se hincó de rodillas.

—Muchos son mis pecados —musitó—, pero mayor aún es el perdón.
Credo in unum Deum
. Creo en un solo Dios.

Al anochecer cayó dormido, pero despertó cuando alguien abrió la puerta.

Vio a dos guardianes, que arrastraron una silla claveteada al interior de la habitación.

El perfume precedió al hombre. Un perfume a limpieza. No podía describirse de otro modo, porque no tenía aristas y era blanco como la nieve. Giuseppe se quedó mirando al hombre alto y delgado vestido con ropajes dorados que lo observaba desde el hueco de la puerta. No necesitaba preguntar quién era, pues se trataba nada más y nada menos que del padre Agostino, obispo de Lucca.

Giuseppe se echó de bruces al suelo y jadeó, temeroso de tragarse la lengua.

Mientras tanto, el obispo tomó asiento en la silla.

—¿Recuerdas tu nombre?

La mirada de Giuseppe se cruzó con la de Agostino. Una mirada firme, clara, perspicaz. Jamás se habían visto ojos tan agudos: para ellos, el mundo era transparente.

—Pagamino, excelencia, Giuseppe Pagamino, natural de Umbría.

Los ojos de lince de Agostino se deslizaron sobre el cuerpo magro del herborista y se detuvieron en el tobillo herido, sanado con gusanos. Miró un rato largo a Giuseppe a los ojos, como si quisiera comprobar algo. Él le devolvió la mirada, desdentada y complaciente, pues no había cosa que deseara más que complacer al obispo de Lucca.

—He tenido una visión, excelencia.

—¿Una visión?

—En esta estancia me ha sido mostrada la luz de Dios. Me he convertido en otra persona, un Giuseppe totalmente nuevo, y, aunque entrado en años, siento que la vida se extiende ante mí. Una vida en la gracia del Señor.

El obispo carraspeó y miró hacia el techo.

—Creo que tienes una profesión, ¿verdad, Giuseppe?

—Vendedor ambulante de ungüentos y elixires, excelencia. He estudiado en la Universidad de Salerno, aunque procedo originalmente de Umbría, donde aún recuerdan mi nombre.

—¿Qué tipo de ungüentos?

—De todo tipo, siempre que mitiguen, sanen o alegren una mente afligida.

—Ha llegado a nuestros oídos… No; voy a decirlo de otro modo —repuso, tirándose del lóbulo de la oreja—: andabas buscando al
signore
Del Sarto para un cometido muy concreto. ¿Lo recuerdas?

Giuseppe vaciló.

—No, no lo recuerdo —balbuceó—, el tiempo pasado en la gruta ha debido de borrarlo. Se me han olvidado muchísimas cosas.

Agostino se recostó en la silla.

—También yo soy experto en medicina, las hierbas no me son desconocidas, aunque no existe receta para lo que Dios no quiere sanar.

—Perdone mi franqueza, pero es como si eso hubiera salido de mi propia boca, venerable padre.

—Aun así, has buscado al
signore
Del Sarto para participar plenamente de Satanás, porque estabas poseído por la idea de encontrar la fórmula de la vida eterna —continuó, bajando la mirada—:
lacrima del diavolo.

Giuseppe lo observó fijamente tras las lágrimas.

—Si el venerable padre lo dice, debe de ser verdad, pero ese recuerdo ha desaparecido de mi mente.

—La vida eterna no la concede el Anticristo, sino el Señor Todopoderoso.

—Lo sé, padre, lo sé. Perdone mi extravío —dijo Giuseppe, humillando la cabeza.

Un sirviente susurró algo al oído del obispo.

—¿Recuerdas los primeros días de la mazmorra?

—Sí, excelencia, recuerdo todos ellos.

—¿También el primero?

—También el primero, venerable padre.

Agostino hizo una señal al sirviente y a los dos guardianes, que abandonaron la estancia. Cuando se marcharon, extendió la mano para que Giuseppe pudiera besar el anillo de piedra roja.

—Espero que hayas disfrutado la comida.

—Le doy las gracias de todo corazón, excelencia, le doy gracias por su bondad, y doy gracias a Dios por este día, que es el primero de mi nueva vida.

—Hablemos.

Giuseppe asintió en silencio mientras se secaba las lágrimas.

—Perdone el obispo que llore, pero son lágrimas de felicidad las que humedecen mis mejillas, pues llevo cuatro meses sin hablar con un alma.

—Voy a pedirte que te concentres en el primer día en la mazmorra. —Calló y se pasó el índice por los labios—. ¿Te acuerdas del muchacho con quien compartiste celda?

—Como si hubiera sido ayer, venerable padre.

—¿Te interesaba?

—De ninguna manera, porque pronto descubrí lo que ocurría.

Agostino se levantó, se dirigió a la mesa y giró entre los dedos el último grano de uva.

—Háblame de él.

—Era mudo —explicó Giuseppe—. Lo examiné y comprobé que no había nacido mudo, sino que le habían extirpado la lengua hacía poco. Estaba terriblemente asustado. Pero es comprensible.

—¿A qué te refieres?

Giuseppe agitó una mano en el aire.

—Bueno, ¿qué sé yo? A nada en absoluto. Del mismo modo en que no comprendo mi propio crimen. Perdone que lo pregunte, pero ¿aún está vivo el chico?

Agostino se sentó.

—Era hijo de una ramera que había confesado su relación con el Anticristo. El muchacho era su hijo. Fue él quien te atrajo hasta Lucca, ¿verdad?

Giuseppe se quedó mirando al vacío.

—No lo sé —susurró.

—¿No estabas poseído por la idea de conocerlo?

Giuseppe ladeó la cabeza.

—Al principio sí, pero después de pasar varias noches con él, empecé a verlo de otro modo. Pues sólo teníamos la compañía mutua, y, aunque el rapaz no podía hablar, logré mantener una especie de conversación con él. Asintiendo con la cabeza o sacudiéndola, gimiendo y llorando, logró expresarse perfectamente.

—¿Perfectamente?

—Tan cierto como que me llamo Giuseppe, venerable padre. Y así fue como supe que había nacido en lo alto de las montañas; pero lo interesante fue que sabía el nombre de su padre y de su madre, con quienes había vivido toda su vida. Me alegra y me duele decirlo, pero aquel chico no era más hijo de Lucifer que cualquier otro chico. No sabía nada de la meretriz del Diablo, y perdió la lengua cuando, durante los interrogatorios, negó tener conocimiento de obra diabólica alguna. No quisiera erigirme en juez, pero ya desde el primer vistazo me llamó la atención el estado miserable del chaval. Al fin y al cabo, uno espera otra cosa de la descendencia del Demonio.

Agostino se inclinó hacia delante y posó la mano en la delgada nuca de Giuseppe.

—Hijo mío —susurró—, has estado demasiado tiempo solo.

Giuseppe asintió en silencio y trató de dominar el llanto.

—Tanto tiempo que no soporto la amabilidad sin llorar.

—Eso te ha nublado la mente y arruinado la memoria.

—He olvidado mucho, padre.

—De ahí tu blasfemia.

—¿Mi blasfemia?

—Déjame terminar. Esa mujer de la que hablas hace tiempo que se convirtió en cenizas, igual que el hijo que engendró con Satanás. Sus urnas han sido llevadas a Roma. Y es que los hijos del Maligno pueden reconocerse por sus deformidades. Sean ciegos, lisiados o mudos. Y ¡ay de quien, por desconocimiento, locura o ánimo de burla, condena a la Iglesia por luchar contra Satán con todos los medios! Quien habla en contra de la Santa Inquisición es un hereje.

—Pero, padre, no pretendía nada malo. Yo sólo quiero lo que quiera la Iglesia, pero reconozco a un hijo de campesinos en cuanto lo veo.

—Satanás —siseó el obispo— puede alojarse en cualquier cosa, desde sapos hasta niños mudos, pero me ocuparé de que tu castigo sea tan rápido y poco doloroso como sea posible.

—¿Mi castigo, excelencia?

Agostino golpeó la puerta, que se abrió inmediatamente.

—Esta noche prenderé una vela por ti —dijo.

Es de noche, las campanas de Lucca han tañido por última vez. Giuseppe ha tratado de mantenerse despierto, pero aun así ha debido de adormecerse una hora o dos. Algo lo ha despertado. Levanta la mirada y oye un aleteo a lo lejos.

El brillo de la luna forma un cuadrado azul en el suelo.

Se pone a cuatro patas, camina gateando e inspecciona sus manos a la pálida luz. Cuántas veces ha conversado con el más introvertido de todos los astros, cuántas veces ha escuchado la dulce voz de la luna, la última vez en una colina de las afueras de Florencia.

—Luna —susurra—, ¿iluminas mi vida o mi muerte? Cuánto daría por un día más, una aurora más. Pero ¿con qué va a negociar quien ha perdido todo?

Extiende los brazos y murmura el nombre de Arturo.

—Ambos estamos viendo la luna sobre Lucca. Lo percibo, Arturo, percibo tu presencia en el suelo de piedra como un pedazo de cielo. Así es como la luna es un mensajero entre la persona solitaria y su alma perdida.

Gira la cabeza y nota que el corazón le da un vuelco.

A su izquierda hay una llave.

Se queda mirando a la puerta y al sólido cerrojo, se incorpora, se encoge, alarga la mano en busca de la llave, la toca con cuidado, pero la suelta, la toma otra vez, como si estuviera hecha de hierro candente.

Respira entrecortadamente y se apoya la llave contra la mejilla. Nota el frescor del metal contra la piel. Pasa la lengua sobre los cinco dientecillos de hierro, toda la llave se desliza al interior de su boca, donde deja un regusto de arroyo del monte y tierra de la tumba.

Sus ojos miran de soslayo al cerrojo. Sus labios se estremecen.

Percibe el llanto en la garganta, se golpea el dorso de la mano y sacude la cabeza, porque eso es la locura.

—Déjame en paz —le dice a la llave—, no merezco la pena, sólo soy el embustero de Umbría.

Mira fijamente ante sí y susurra unas palabras:

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