Read El Embustero de Umbría Online

Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (10 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
6.8Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Que tengas dulces sueños con el reino de la bahía de Nápoles —le susurraba el abuelo.

Para entonces el pequeño estaba ya dormido, saciado de leche cremosa e historias maravillosas.

—Mimas demasiado a tu nieto —le dijo el abad cuando Giuseppe cerró la puerta tras de sí.

—Es un ángel —replicó él—, y los ángeles viven de cariño y agua de manantial. ¿Voy a negarle el sustento a un ángel?

—Un chiquitín así —cacareó— nos recuerda a los viejos la infinita bondad de la vida.

—Exactamente —murmuró Giuseppe, y se dijo que si Piccolino le sugería algo a su abuelo, era el paso en falso, los embustes y la suma de crímenes; y una noche en que el frío y la humedad dejaron el convento triste y cargado, volvió a recordar su pasado, y tomó una resolución fatal respecto a su futuro.

Todo comenzó con un cambio en el tiempo.

Cae un aguacero, y el cielo está negro como la pez. La mayoría de los hermanos han partido, sólo quedan el novicio, un sirviente, Giuseppe y el rollizo abad. Aun así, el llanto del novicio domina sobre el estruendo de la lluvia. Se sabe que es una persona sensible, que en medio de sus quehaceres cotidianos de pronto se queda mirando al frente, aterrorizado por una visión que sólo él puede ver.

El abad está sentado junto a él, y pronto se han reunido todos en la oscura cocina. El sirviente remueve la olla de la sopa, como le han dicho que haga. Su candidez es contagiosa y el más afectado es el novicio, que está inconsolable.

—Ha vuelto a estar aquí esta noche —gime el criado, poniendo los ojos en blanco.

Sus palabras hacen que el novicio se abalance contra la pared.

También la mirada del abad vaga por la estancia. Propone que recen una oración.

—¿De quién habláis? —dice Giuseppe, observando primero al novicio y después al rollizo abad.

—De Lucifer —musita el sirviente—. Vive ahí abajo.

Señala la trampilla que lleva a la despensa, bajo el suelo de la cocina.

—No es más que un gato negro —murmura el abad—. Encended más velas, ¿por qué ha de estar esto tan oscuro?

Encienden tres candelabros, pero no logran mejorar el ambiente sombrío, que la tormenta acentúa. Se ponen de acuerdo en ir a la iglesia.

El abad abre la puerta de la cocina, pero se detiene cuando un fuerte estruendo estremece los cimientos. El novicio chilla, histérico. El abad mira al suelo; suena igual que si hubiera despertado un animal imponente. Las llamas de las velas de sebo vacilan.

—El príncipe de los espíritus malignos —susurra el abad—. Belcebú. —Pisa fuerte sobre las tablas del suelo—. ¡Vete, Satanás! —grita.

Enseguida llega la respuesta: un retumbar más profundo aún, más violento aún, procedente del subsuelo. El piso se mueve. Una vela se apaga. Todo está en silencio, hasta el novicio está callado.

Giuseppe se inclina sobre la trampilla y agarra la argolla de hierro.

—¿Qué haces? —le susurra el abad.

—Si está ahí abajo, quiero verlo.

Tira de la argolla de hierro y la trampilla cede, pero da la sensación de que alguien estuviera tirando del otro extremo.

Llega desde el sótano un viento aullante que barre el suelo de la cocina.

Giuseppe agarra con ambas manos. El abad le ruega que desista. El sirviente hace tiempo que se ha escondido, pero el novicio chilla, rivalizando con la tormenta. Giuseppe se aferra a la trampilla y tira todo su peso hacia atrás. Mira fijamente al frío sótano, donde el viento aúlla. Hay un fuerte olor a vino fermentado y áspero invierno.

Toma un candelabro y baja los cinco escalones, se detiene en el piso de adobe y alumbra a su alrededor. En una estantería hay un gato gordo de ojos verdes. Da un bufido y se arquea. Giuseppe separa la mano izquierda del cuerpo y golpea con la derecha, agarra la piel del cuello, encuentra el lugar adecuado entre las cervicales, que ya conoce por sus innumerables cacerías de conejos. Un tirón rápido y el gato está muerto.

Deposita al animal sobre la mesa de la cocina.

Los otros tres observan el cadáver.

—Y ahora ¿quién va a cazar nuestros ratones? —pregunta el sirviente.

Giuseppe lo agarra de la pechera, sin hacer caso de sus chillidos.

—¿Es lo único que sabes decir después de que he expulsado a Satanás?

—Ayúdeme, abad, ayúdeme —grita el hombre.

—Tienes suerte de que esté de buen humor —susurra Giuseppe—; de lo contrario habrías corrido la misma suerte que el gato. En cuanto a los ratones, habréis de encontrar otro diablo.

—No digas eso, Giotto —gime el abad—, que lo estás invocando.

Giuseppe sonríe y sus pestañas aletean.

—Creía que lo había matado.

Una hora más tarde, cuando había regresado la calma, Giuseppe estaba como tantas otras veces en la habitación del abad.

Éste revolvía las brasas del fogón.

—Tú, que has viajado por todo el mundo —murmuró—, probablemente no sepas lo ocurrido en Lucca esta primavera.

—¿En Lucca? —murmuró, dirigiendo una mirada candorosa al techo.

El monje asintió en silencio y le contó la historia de la mujer que albergó al Diablo y fue quemada en la hoguera por ello.

—Sí, suelen oírse ese tipo de historias —dijo Giuseppe con un suspiro.

—Aún no has oído lo peor —continuó el abad, atizando el fuego—. Porque la mujer se quedó embarazada y dio a luz un hijo del Maligno.

Giuseppe se santiguó.

El fraile se inclinó hacia delante.

—Como dices, Giotto, corren todo tipo de historias, y no todas son ciertas; las mejores tienen más de fábula que de verdad. El caso es que la gente suele pasar una o dos noches en el albergue para peregrinos, pero en junio llegó toda una patrulla.

—¿Una patrulla?

—Soldados de Lucca. Se desplegaron por toda la zona y registraron las casas de la gente, para después desaparecer de pronto y dirigirse a las montañas. Andaban buscando a un niño. —Bajó el tono de voz—. Un niño en concreto. El hermano Johannes suele andar por el monte, canta maravillosamente y es diestro a la hora de sonsacar a la gente. Cuenta que el chico que quemaron en Lucca… —Calló, y fue desde el fogón hasta el asiento junto a Giuseppe—. Que lo mataron siendo totalmente inocente.

—No me digas.

—No es más que un rumor, pero este verano se alojaron aquí dos soldados que contaban que la persona que buscaban… —prosiguió el abad, aspiró hondo, sacudió la cabeza y dio un profundo suspiro— era un hijo de Satanás.

Giuseppe le puso la mano en el hombro.

—Pero eso no puede ser verdad, porque significaría que el obispo ha quemado a la persona equivocada.

—No se lo digas a nadie —jadeó—, pero Agostino tiene ya un pie en Roma, y sabe que si quiere tener el otro también, no puede dejar que arraiguen rumores de esa guisa. El Vaticano ha tragado con muchas cosas, y desde luego no es la primera vez que un inocente acaba en la hoguera. Al contrario, Giotto, al contrario: puede significar mucho para la carrera de Agostino si encuentra al hijo auténtico.

—¿El hijo de Satanás?

El abad se encogió de hombros.

—La historia es a la vez demasiado grande y demasiado insignificante para mi inteligencia. Es difícil imaginar al Diablo en carne y hueso, y la frontera entre la fe y la superstición es, como se sabe, invisible. Aunque también el Hijo de Dios era de carne y hueso.

Giuseppe no respondió; se quedó mirando al vacío, recordando sus días en la mazmorra de Lucca. Todo retornó: el miedo, la soledad y la duda inquietante.

—Me voy a la cama —dijo.

—¿Demasiada maldad para una sola noche? —gruñó el abad.

—Exacto —respondió Giuseppe.

Aquella noche tuvo el sueño inquieto. Aunque no había pensado terminar en una abadía pobre, se encontraba tan a gusto que un año arriba o abajo no le importaba. Además, estaba el problema de Piccolino. El pequeño consideraba sin duda el convento como su hogar infantil.

—Un dilema creado por mí mismo —murmuró, estremeciéndose bajo las mantas—, porque ¡hay que ver con qué carga tu conciencia, sumo obispo! Si la historia es cierta y la bruja se ha refocilado realmente con el Demonio, entonces también tú has vendido el alma al mismo señor, porque sé que el chico que ordenaste quemar en la hoguera no era más demonio que el resto de los chicos de Lucca. Eso lo sé yo, lo sabes tú y lo sabe toda Lucca, porque cuando el rumor llega a este sitio apartado, debe de ser tema de conversación en toda Toscana.

Tomó la mano de Piccolino en la suya. Qué confiadamente dormía el pequeño. Sin angustia, soledad ni duda alguna sobre la bondad del mundo.

—El que duerme no peca —susurró Giuseppe—. Pero lo que impulsa a mi alma inquieta no es la angustia, que me ordena quedarme, tampoco la soledad, pues ha desaparecido, sino la duda: no hay cosa más inquisitiva que la duda de un hombre, o sea que mañana conseguiré el mejor vino de la casa y empezaré otro capítulo de esta vida que no comprendo.

—No entiendo tu candidez, Seppe. A menos que nada haya cambiado y simplemente te acose la codicia.

—Háblame tú de codicia, Rinaldo; deja que oiga la voz del maestro.

—Olvida la duda, sólo te hará mal.

—No puedo.

—No quieres.

—Estoy corrompido, sigo estando en la oscuridad y busco la luz.

—Oh, ¿sigues buscando la vida tras la muerte?

—Te equivocas, Rinaldo, busco la vida antes de la muerte.

—Demasiado tarde, viejo, se te acaba el tiempo, tú mismo diste la vuelta al reloj de arena en Lucca.

—En eso tienes razón. Pero ¿quién dice que no puedo darle la vuelta de nuevo?

Al día siguiente se llevó una botella del mejor vino de la casa al río, donde el rechoncho Johannes había echado el anzuelo.

Giuseppe sabía que al fraile le encantaba el vino, igual que le encantaba la comida que le servían en la mesa.

—Bebe tranquilo —le dijo—. El vino tinto es bueno para tu salud, también el Hijo de Dios lo sabía cuando fue a aquella boda.

—Se agradece la invitación. —Bebió con avidez de la botella y habló de sus paseos por la comarca.

—Aunque aprecio tus historias —lo interrumpió Giuseppe—, tengo un cargo de conciencia que quisiera compartir contigo, porque cuentas con mi confianza.

Estaban bajo un viejo olivo, soplaba viento sur y hacía un tiempo apacible para la época del año.

—He estado en Lucca —comenzó—, y por eso conozco ese rumor que se propaga desde mayo.

—¿Qué rumor, hermano?

—El de la mujer que quemaron en la hoguera.

Los ojos de Johannes adquirieron una expresión triste, y tuvo que recurrir nuevamente a la botella.

Giuseppe dejó que terminara de beber.

—El caso es que siguen buscando al hijo de la bruja, porque el que condenaron no era el verdadero.

La información no pareció sorprender a Johannes.

—Es lo que he oído —dijo con un suspiro—, pero no pienso en ello, porque eso significa que el hijo de Satanás en persona anda entre nosotros.

Giuseppe suspiró de forma audible y sacudió la cabeza.

—Pero ¿cómo es posible que haya sucedido eso? —murmuró—. Creo que hay muchos puntos oscuros en esa historia.

El monje se le acercó y bajó la voz.

—En las montañas vive la familia del chico. Me refiero al chico que terminó en la hoguera. De su familia sólo queda una vieja, que un día no dice más que tonterías y el siguiente lo pasa llorando. El resto está en el cementerio.

Giuseppe se santiguó.

—No soporto oír cosas así —gimió—, se me parte el corazón. Pero como dijo la embarazada a la comadrona, lo que tiene que salir tiene que salir.

—Dicen que murieron de una epidemia. La familia del chico.

—¡Caramba! ¿Una epidemia?

—Dicen también que la epidemia lleva el nombre Del Sarto.

A Giuseppe, que acababa de llevarse la botella a la boca, se le atragantó el vino, y empezó a toser violentamente.

—Parece que el nombre te resulta conocido —musitó el monje.

—Ya he dicho que he frecuentado Lucca —murmuró Giuseppe, notando cómo se extendía el sudor frío—. Pero cuéntame, ¿cómo entra Del Sarto en esta historia?

Johannes apretó los labios contra la oreja de Giuseppe.

—Del Sarto —susurró— mató a todos los miembros de la familia, pero perdonó a la vieja debido a su enfermedad mental. Aunque no está tan quebrantada como para no recordar el día en que llegaron los soldados en busca de la bruja. Las dos familias eran vecinas: una de ellas la componían la bruja y su descendencia, y la otra está en el cementerio, a excepción de una vieja que ya ha pasado sus mejores años.

—Y a pesar de eso —murmuró Giuseppe—, Lucca envía a sus soldados a las montañas.

Johannes asintió con la cabeza.

—La semana pasada los lugareños decían que habían visto allí arriba al mismísimo Tiziano.

—La lengua —murmuró Giuseppe— busca la muela que molesta.

—Es lo que suele decirse.

Giuseppe miró al río brillante y se preguntó qué sería él, si la lengua o la muela.

—No lo hagas, viejo. Escucha una sola vez a una voz juiciosa.

—Si no lo hago, pasaré el resto de mis días sin poder dormir.

—Ya conoces la historia del león y el domador: al principio metió la mano en las fauces de la fiera, después todo el brazo y finalmente la cabeza. ¿Es necesario que siga?

—Ya he evitado antes las fauces del león.

—Quien confía en milagros está casi perdido.

—Y quien te escucha se queda sin nada por qué vivir.

—¡No lo hagas, Seppe!

Giuseppe puso el brazo en el hombro del fraile rechoncho.

—Enséñame el camino —dijo—, enséñame el camino que lleva a donde vive esa vieja en las montañas.

Johannes lo miró espantado.

—Pero ¿para qué quieres ir allí, hermano?

Giuseppe alzó la vista al aire nítido.

—Para hipnotizar una mosca —respondió.

8

Acerca de los olivos de la bruja, la mujer de la cama
y el chico que se convirtió en cuervo

Giuseppe se sentó en la cama de un brinco. Fuera estaba oscuro. La noche entraba con la brisa fresca, pero aun así estaba sudando como un cerdo. De joven no soñaba nunca. Puede que soñara, puede que simplemente olvidara el sueño al despertar. No; estaba bastante seguro de que no soñaba nunca. Dormir era tumbarse en una habitación oscura que sólo se iluminaba cuando abría los ojos. Tampoco es que hubiera dormido siempre como un tronco; en absoluto. El frecuente trabajo nocturno echó a perder sus horarios. Pero desde hacía poco soñaba siempre lo mismo: se encuentra en una estancia blanca; por una u otra razón no puede salir de allí y tampoco lo intenta, aunque no le gusta estar encerrado. En lo alto de la pared hay un respiradero, no mucho mayor que la mano de un hombre, que da a la libertad. Por el hueco se filtra la luz del sol. Giuseppe se queda mirándola, y de repente divisa una llave. Está en el suelo, ante él, pero no tiene idea de cómo ha llegado allí.

BOOK: El Embustero de Umbría
6.8Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Specter (9780307823403) by Nixon, Joan Lowery
Men of Bronze by Oden, Scott
Spirited Ride by Rebecca Avery
In Their Footsteps by Tess Gerritsen
An Unexpected Match by Corbit, Dana
The Wild One by Gemma Burgess