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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (12 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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—Y ¿tuvo un niño?

—Al principio pensábamos que sería un bastardo que había engendrado con alguno de los hombres que acogía en su casa por las noches.

—Háblame de él.

—Nunca le pusieron nombre. Ni lo bautizaron. Siempre andaba con ella. No jugaba con nadie, no hablaba con nadie. Pero por fuera se parecía a los demás críos de por aquí. He visto muchos chavales raros en mi vida: deformes, retrasados, malvados, desgraciados. Aquél se semejaba a la mayoría. No hay que subestimar a Lucifer. ¿Por qué había de traer al mundo a un niño con cuernos en la frente?

Giuseppe reprimió una sonrisa de reconocimiento.

—Pero dices que podría haber sido engendrado igual que el resto de los críos. Al fin y al cabo, la mujer tenía fama de tratar con hombres, ¿no?

—Eso es lo que yo creía. Pero las habilidades del rapaz indicaban otra cosa. Atrapaba pájaros con las manos y encendía fuego cuando le daba la gana. También sabía silbar. Era un silbido que llegaba hasta la médula. Realizaba también acrobacias para los más pequeños, caminaba sobre las manos y hacía tonterías, pero, aunque su madre era una bruja, él nunca hizo nada malo.

—No parece un hijo de Satanás.

—¿Qué sabes tú de Satanás, profanador de tumbas?

Giuseppe se encogió de hombros.

—Yo creo —murmuró— que Satanás es sencillamente Dios, pero con otro humor.

—Además, eres hereje.

—Tengo muchos títulos, señora. Pero háblame del hijo de Lucifer.

—Recuerdo un día por la época de la Candelaria. Uno de esos días en que prefieres quedarte en la cama. Lluvia invernal desde la mañana hasta la noche. Llevábamos una semana sin ver a la bruja y a su hijo, y de pronto me asaltó la curiosidad. Sin decir nada a nadie, me vestí, salí y, oculta por el aguacero, fui a hurtadillas hasta su casa. Me extrañó que no tuviera la puerta cerrada. Su casa era como la mía: dos cuartos con mesa y bancos, una escoba de retama, ollas, cazos y sartenes. La vivienda estaba ordenada, y la cocina, limpia. Pero justo cuando me hallaba en su dormitorio, un trueno atravesó la montaña. La lluvia arreciaba y golpeaba el tejado, destellaban los relámpagos y resonaban los truenos, hasta sacudir los cimientos, y allí estaba él, en la entrada. No recuerdo si me asusté. Nos quedamos mirándonos. Él no dijo nada, no hizo nada, y en sus ojos no había asomo de reproche. Yo esperaba que apareciera su madre, pero por lo visto estaba en otra parte. Cuando pasé junto a él para salir, inclinó la cabeza y asintió en silencio. Después, una vez en casa, me di cuenta de lo que había querido decirme: que no sintiera vergüenza, que no estaba enfadado. Era muy extraño y al mismo tiempo totalmente normal. Sincero, aunque con una inocencia peligrosa. Pero ¿cómo iba a ser de otro modo con aquella madre?

—Por no hablar del padre.

—Exacto.

Giuseppe sacudió la cabeza.

—Cuesta trabajo creer lo que cuentas —dijo—. Naturalmente, he oído hablar de los íncubos, que tenían relaciones sexuales con mujeres dormidas. ¿Qué ocurrió con el chico?

—Aparecieron una noche de pronto. Los soldados de Lucca. Entraron en la casa de la mujer. Ella gritaba como una posesa. Hicieron falta cuatro hombres para retenerla. Prendieron fuego a la cabaña. Mi hija lo vio desde el tejado de su casa. Cómo persiguieron al hijo de la bruja pendiente abajo, hasta que llegaron al pequeño cobertizo que empleaba ella como despensa. El chico se encerró dentro, pero era una acción desesperada. Para entonces ya se habían llevado a su madre presa. Los hombres prendieron fuego al cobertizo y se plantaron a esperar delante de la puerta. Todo el pueblo estuvo contemplando las llamas que lamían el tejado. «Ya sale», gritó un niño; alargamos el cuello, pero no pasó nada. Al final sólo quedó la estructura, el resto eran cenizas. Los soldados empezaron a moverse, algunos se abrieron paso entre las brasas, y de pronto un pájaro salió de la densa humareda. Un cuervo, negro como el carbón.

La boca de Giuseppe se abrió con una sonrisa incrédula.

Monna Tesser juntó las manos sobre el pecho y asintió para sí.

—Puedes hacer lo que quieras con esa historia —gruñó.

—¿Dices que el chico se transformó en un pájaro?

—La casa se quemó completamente. El chico había desaparecido. Cree lo que quieras, viejo.

—Y ¿qué pasó después?

—¿Que qué pasó después? Pues que los soldados volvieron a Lucca, pero a los pocos días estaban otra vez aquí. Con Del Sarto a la cabeza. Todo sucedió muy rápido. Se llevaron a mis hijos, a los hijos de mis hijos, a mis nueras y a mi única hija. En una hora, en medio de la noche, desapareció toda mi familia. Sólo dos se salvaron de morir aquel día. Una anciana que debido a su gordura estaba encamada, y su nieto, un mozo flaco de doce primaveras que llevaron a Lucca y quemaron en la hoguera sin tener ni idea del porqué. Se llamaba Enrico.

—Enrico —murmuró Giuseppe, y notó una punzada en el corazón, porque había pasado muchas horas tratando de comprender lo que el chico intentaba decirle en la oscuridad de la mazmorra, una palabra que era muy importante que dijera: a saber, su nombre—. Es duro que te castiguen con tal severidad sin saber qué mal has hecho.

—¿Qué sabes tú de eso, mercachifle?

—Sí, ¿qué sé yo de eso?

—Te has quedado callado de pronto. ¿En qué piensas?

—En el infierno, señora.

—¿Conoces el infierno?

—He estado allí. Unos largos escalones descienden hasta allí, y el padre Agostino tiene la llave. —Inspiró hondo y secó una lágrima que le había asomado en el rabillo del ojo—. La historia de Enrico me ha impresionado. No es por mí por quien he derramado una lágrima, sino por Enrico el mudo. Es una historia triste, muy triste.

—Ésa es mi contribución para la posteridad —manifestó la mujer—, y cuando me lleven a la tumba, ésa será la historia de la que hablarán; entonces mi vida no habrá sido en vano. Dicen que ya han fabricado el ataúd: debe de tener el fondo reforzado. Pero ahora vete, Pagamino. Estoy cansada y lo veo todo negro. Ojalá me hubiera dado Del Sarto más crédito. Cuando no estoy diciendo disparates, cuento mi historia, y mi última esperanza es que llegue hasta Lucca, para que el verdugo pueda poner fin a una vida que yo misma soy incapaz de terminar.

Giuseppe se frotó la cara.

—Hace tiempo que llegó a Lucca —murmuró.

—Ya lo sé, porque aún siguen buscando al hijo bastardo de la bruja, que se convirtió en cuervo. Pero ¿cómo van a distinguir entre las aves del cielo? Dímelo tú, profanador de tumbas. ¿Acaso no son todos los cuervos parecidos? Pues claro. Y el hijo del Demonio es tan fácil de encontrar como la sal en el mar.

Giuseppe tomó la manita de Monna Tesser entre sus manazas.

—Mírame —susurró—, y perdona si parezco duro de mollera, pero la historia que me estás contando es igual que las demás historias que se oyen por ahí.

—Ésa es precisamente la suerte del obispo, porque corren un montón de fábulas. Y, aunque la verdad es hija del tiempo, la mentira es hija del mismo padre. Pocas historias empeoran al ser contadas de nuevo.

Giuseppe se puso en pie y se quedó un rato inmerso en sus propios pensamientos.

—Creo en Dios.

—No, no crees en Dios —dijo la mujer, jadeando—. Ningún ladrón de cadáveres cree en Dios.

—Por eso tampoco creo en el Demonio.

—Ah, mira qué listo.

Giuseppe se enderezó.

—Tengo la cabeza cargada.

—Pues si te contara yo…

—No tenías que haber bebido tanto.

—¿Acaso lo habías traído con otro propósito que desatar la lengua de una vieja?

—Adivinas mis pensamientos,
signora.

—En eso tienes razón, maldita sea. De modo que cavas en los cementerios. Sí, ya se te nota en la pinta. Das náuseas.

—Me voy —dijo Giuseppe, tomando el bastón y cerrando la cortina—. Te agradezco tu tiempo y tu confianza. Seguramente no volveremos a encontrarnos nunca.

—Pronto moriré, o sea que en eso aciertas, pero si no andas con cuidado, es posible que viajemos juntos. Aunque para ser un viejo profanador de tumbas eres bastante entretenido.

—Me alegra saberlo.

Llamaron a la puerta. Johannes asomó la cabeza.

Giuseppe miró a la mujer de la cama, que movía la cabeza atrás y adelante. Había sacado la lengua, como suelen hacer los idiotas de los mercados.

—Dios mío —suspiró el fraile—. El Señor me ampare.

—Sí —murmuró Giuseppe—, no es para menos.

9

En que Giuseppe es alcanzado por su sombra
y se lo traga la tierra

Alguien estaba gritando: «¡Lobos!».

Giuseppe se incorporó en la cama, consciente de que llevaba despierto desde mucho antes de que lo despertaran esos gritos. Algo lo había perturbado. Tal vez un sexto sentido. Una inquietud en el cuerpo. Se quedó mirando la oscuridad nocturna y oyó el sonido de cascos de caballos en el patio del convento. Inmediatamente se oyeron voces, algunas asustadas, otras más apagadas. Echó la manta a un lado y caminó sigiloso hasta el ventanuco, desde donde divisó un caballero a lomos de un semental negro y una yegua más pequeña con las alforjas rebosantes de carga. El caballero iba envuelto en un capote marrón y estaba hablando con el abad, que soportaba el calabobos junto al novicio.

—No es asunto mío —murmuró Giuseppe—. ¿A qué viene esta inquietud?

Era una noche sin luna, tan sólo las cortinas de lluvia gris verdosa destacaban sobre el fondo negro como la pez. Pero cuando se unieron al grupo varios monjes, algunos de ellos con candiles, otros con ropa seca, Giuseppe comprendió que el convento tenía una visita distinguida.

Salió al pasillo y se cruzó con sirvientes que iban a la cocina a encender el fuego.

Se oían voces en el interior. El abad dio la bienvenida, y el mayor de los hermanos llegó corriendo, con la cara enrojecida y aún confuso por el temprano despertar.

—Giotto —dijo—, ponte a trabajar enseguida. Hay que servir la mesa con todo lo que tengamos.

—¿Para cuántos, hermano?

—Para uno, hermano.

Giuseppe bajó a la cocina, donde el novicio removía el puchero de la sopa.

—El señor desea carne en la mesa —dijo el viejo fraile—. ¿Tenemos algo, aparte de conejo?

Giuseppe bajó el jamón del gancho y pidió al novicio que fuera a buscar pan, queso y uva.

—Con tan poca antelación, habrá de conformarse con lo que hay —murmuró.

El abad llegó enseguida. Se retorcía las manos mientras metía prisa a la gente de la cocina.

—El señor quiere riñones —gimoteó.

—Eso lleva cierto tiempo, abad —dijo Giuseppe—. Primero hay que ponerlos en vinagre.

—Son… —bajó la voz hasta convertirla en un susurro— son para el perro del señor.

—¿Va a comerse el perro nuestros mejores riñones?

—¿Quieres bajar la voz? Va a comer lo que quiera, y le gustan las entrañas. El animal está atado a una estaca junto al río. Si no es un lobo, es que no tengo ojos en la cara.

Giuseppe dejó el cuchillo que sujetaba y bebió apresuradamente un vaso de agua. «Aún no me he quitado las legañas —pensó—, porque ando lento de entendederas.» Aquel desasosiego indefinido había salido de la oscuridad con una misión muy concreta.

El abad se marchó corriendo de la cocina.

Giuseppe se dirigió al novicio.

—Paolo, el señor que está de visita ¿viene de Lucca?

—Sí, de Lucca. Está muy lejos. Cabalga con dos monturas.

—Pero, Paolo, ¿sabes cómo se llama?

—No lo sé. Pero ha venido desde Lucca.

Giuseppe aspiró hondo.

—¿Te has fijado en sus ojos, por casualidad?

—¿En sus ojos?

—Sí, ya sabes, hay uno a cada lado de la nariz.

—Querrás decir encima de la nariz, ¿no?

Giuseppe dio una palmada en la mejilla al novicio y se dirigió a la puerta, que dejó entreabierta. El pasillo que unía la cocina y el comedor estaba bañado en penumbra. La puerta del claustro estaba abierta, pero la del comedor estaba cerrada. Miró en torno a sí, se acercó sigiloso y oyó una voz aguda hablando de una excursión por las montañas. La voz correspondía al rollizo hermano Johannes. En aquel momento decía que siempre estaba dispuesto a servir. Parecía el cochinillo que invita al cuervo a comer tocino.

El abad volvió justo entonces con una jarra del mejor vino de la casa.

—Giotto, ¿qué haces aquí? ¿Has organizado la comida?

—Todo está dispuesto, abad; pero el cocinero ¿no debería saber el nombre del huésped?

El abad se santiguó y puso los ojos en blanco.

—Es Del Sarto, de Lucca, y espero que no se quede. Pero ¿qué puedo hacer? No se puede decir que no a un enviado del obispo.

Giuseppe sintió que le brotaba un sudor frío en la espalda.

—¿Qué lo trae por aquí?

—¡Y yo qué sé! Pregunta si nos ha visitado un boticario. Santo cielo, un boticario. ¿Qué iba a decirle yo? Por aquí pasa mucha gente; bueno, mucha gente tal vez sea mucho decir. Pero no recuerdo a ningún boticario. A no ser que se refiera a ti. —Soltó una risa aguda, pero enseguida se puso serio—. Un hombre llamado Pagamino, que vende elixires y ungüentos. Debe de ser una persona importante para hacer que Del Sarto viaje desde Lucca. Pero basta de palabrería, toma la jarra y sirve un vaso de vino a nuestro huésped. Es del barril que trajimos de Frescobaldi. ¿Adónde vas, hermano?

Giuseppe retrocedió desde la escalera.

—Voy en busca de los riñones de ternera para el perro de Del Sarto. Tú sirve el vino, abad, que vuelvo enseguida.

—Pero, Giotto —repuso, reteniéndolo—, tú que has viajado tanto, dime: ¿con qué puedo entretener a un hombre como Del Sarto? No tengo ni idea de qué decirle.

—Pregúntale por la salud del obispo. No hay cosa que interese más a Del Sarto. Porque cuando la mano derecha ha cortado la cabeza de la gente, la izquierda recibe la bendición de la Iglesia.

—No digas eso, hermano.

—Entonces di lo que quieras, pregúntale por el trabajo, pregúntale por su ojo enfermo, su aliento podrido o su piel purulenta.

—¿Lo conoces?

—¿De qué había de conocer a Del Sarto? Los únicos que lo conocen están muertos.

El monje retrocedió un paso.

—Eres un hombre extraño, Giotto —susurró.

—No digas eso, abad; son cosas que se me ocurren.

Una vez en su celda se tumbó en el camastro, tratando de enfrentarse al mareo que amenazaba con dejarlo inconsciente. La cabeza le daba vueltas, las piernas se negaban a sostenerlo, y las ideas se apretaban unas contra otras formando una especie de cera que le presionaba la frente en forma de migraña incipiente. Sintió ganas de vomitar y bebió un poco de agua, pero volvió a echarla entre toses; se recostó de nuevo en el catre y se dijo que eso era lo único que no tenía que hacer, ya que sólo había una cosa que podía hacer: a saber, marcharse.

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