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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (33 page)

BOOK: El Encuentro
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—La señora Walthers es muy popular aquí. No les entretengo más. —Y nos hizo seguir al alférez encargado de guiarnos.

Como guía turístico, el alférez era un rotundo fracaso. No contestó ni una sola de nuestras preguntas y no nos facilitó espontáneamente información alguna. Y eso que había mucho de que sorprenderse, puesto que el Pentágono mostraba señales de recientes disturbios. No se trataba de daños materiales, no hasta ese extremo, pero las celdas habían resultado dañadas en el último ataque de locura que había durado un minuto. El cierre automático había sido destrozado por los guardas de servicio, y había sido una suerte que hubiera quedado abierto; de lo contrario, unos cuantos esqueletos lastimosos habrían perecido de inanición allí dentro.

Me di cuenta de ello al pasar frente a una hilera de celdas y al poder comprobar que todas estaban abiertas, con miembros de la policía militar apostados enfrente con cara de aburrimiento para asegurarse de que quienes tenían que estar allí dentro, dentro seguían. El alférez se detuvo para intercambiar unas breves frases con el oficial de la guardia y, mientras esperábamos, Essie me susurró:

—Si no han cazado a los terroristas, ¿por qué estaba el brigadier tan risueño?

—Buena pregunta —le contesté—. Ahí va otra. ¿Qué ha querido decir con lo de que «la señora Walthers es muy popular aquí»?

Nuestra charla escandalizó al alférez. Abrevió la suya con el teniente de la policía militar y nos hizo avanzar por un pasillo hasta una celda igual a las demás, con la puerta abierta. Señaló a su interior:

—Ahí tienen a su prisionero —dijo—. Pueden preguntarle todo lo que gusten, pero no sabe gran cosa.

—Me lo imagino —contesté—, porque de no ser así, a buen seguro que no nos la dejaban ver, ¿me equivoco?

Cacé al vuelo una de las hirientes miradas de Essie después de decir aquello. Tenía razón. Si no le hubiera molestado, el alférez habría tenido la mínima decencia de retroceder unos pasos para que pudiéramos hablar con Dolly Walthers en privado, en lugar de plantarse firmes a la puerta.

O tal vez no... Me inclino por esto último.

Dolly Walthers era una mujer del tamaño de una niña, tenía una voz chillona de niña y una fea dentadura. No estaba en su mejor momento. Estaba asustada, fatigada, hambrienta y triste.

Y yo no me encontraba mucho mejor. Era absoluta y desconcertantemente consciente de que aquella mujer que tenía delante acababa de pasar dos semanas en compañía del amor de mi vida, o de uno de los amores de mi vida, o de uno de los dos grandes amores de mi vida. Decirlo es sencillo. Sentirlo no lo era. No sabía qué hacer, ni qué decir, tampoco.

—Salúdala, Robín —me indicó Essie.

—Hola, señora Walthers —obedecí—. Soy Robin Broadhead.

Todavía le quedaban buenos modales. Alargó la mano como una niña bien educada.

—Lo sé, señor Broadhead, esto sin contar con que conocí a su esposa el otro día.

Nos dimos la mano ceremoniosamente y por su cara cruzó el fantasma de una triste sonrisa. No fue hasta algún tiempo después, al ver su marioneta que me representaba, cuando supe por qué había sonreído. Pero a la vez parecía sorprendida.

—Creí que eran cuatro las personas que me habían dicho que querían verme.

—Sólo somos nosotros dos —dijo Essie, y esperó que yo dijera algo.

Pero no abrí la boca. No sabía qué decir. No sabía qué preguntarle. Si solamente hubiera estado Essie presente, quizá habría sido capaz de explicarle a Dolly Walthers lo que Klara significaba para mí y pedirle ayuda, de cualquier clase. O si sólo hubiera estado presente el alférez, tal vez habría conseguido ignorarle como si se tratara de una pieza del mobiliario. O al menos eso pensaba yo... pero allí estaban los dos, y me quedé con la lengua trabada en tanto que Dolly Walthers me miraba con curiosidad y Essie con expectación; incluso el alférez se volvió para mirar.

Essie suspiró, con un suspiro lleno de exasperación y compasión y se decidió. Tomó impulso. Se volvió hacía Dolly Walthers.

—Dolly —dijo animosa—, tienes que perdonar a mi marido. Es muy traumático para él, por razones demasiado complejas para exponerlas ahora. Tienes que perdonarme a mí también por dejar que te llevara la policía militar; también es para mí traumático por razones relacionadas con esto. Lo importante es lo que tenemos que hacer ahora, que va a ser lo siguiente: en primer lugar nos vamos a asegurar de que abandonas este sitio; en segundo lugar requerimos tu compañía y tu ayuda en un viaje en el que debemos localizar a Wan y a Gelle-Klara Moynlin. ¿Estás de acuerdo?

También para Dolly Walthers estaba todo sucediendo demasiado deprisa.

—Bueno —dijo—, yo...

—¡Bien! —dijo Essie, asintiendo—. Hay que arreglar esto. ¡Usted, alférez! Llévenos a nuestra nave inmediatamente. Es la
Único Amor.

El alférez abrió la boca escandalizado, pero me adelanté:

—Essie, ¿no crees que deberíamos consultárselo al brigadier?

Ella me apretó la mano y me miró. La mirada era compasiva. El apretón, una advertencia tipo «¡Robín, cállate la boca, so tonto!» que casi me deshizo los nudillos.

—Pobrecillo —le dijo al oficial en tono de disculpa—, hace poco sufrió una grave operación. Está desconcertado. ¡Rápido, hay que ir a la nave a por su medicina!

Cuando mi esposa Essie ha decidido hacer algo, lo mejor que puede hacerse es dejar que haga lo que tenía decidido. Yo ignoraba qué se proponía, pero sabía perfectamente qué era lo que esperaba que yo hiciera. Asumí el comportamiento de un hombre mayor aturdido por los efectos de una operación reciente, y la dejé que me guiara pasillo adelante a través del Pentágono en pos del alférez.

No avanzábamos muy deprisa porque los pasillos del Pentágono estaban abarrotados de gente. El alférez nos detuvo al llegar a una intersección mientras un grupo de prisioneros pasaba ante nosotros. Por alguna razón, estaban desalojando todo un bloque de celdas. Essie me dio un codazo y me señaló los monitores de las paredes. De éstos, unos cuantos no eran más que carteles indicadores —
Comisariado 7, Personal Autorizado, Letrinas, Muelle
V
—, pero en otro...

En otro se veía la zona de atraque, y había un objeto de gran tamaño acercándose. Era grande, pesado, construido por seres humanos; a primera vista podía decirse que había sido construido en la Tierra y que no era Heechee. No era tan sólo cuestión de líneas, ni tampoco el que estuviera hecho de acero gris en lugar del habitual metal Heechee azul brillante. La prueba radicaba en los misiles de feroz aspecto que asomaban sus narices al delicado exterior.

Yo sabía que el Pentágono había perdido seis de esas naves, una detrás de otra, en el intento de adaptar el sistema de navegación MRL Heechee a naves de factura humana. No podía reprocharles semejante derroche, porque el diseño de mi
Único Amor
se había beneficiado de sus errores. Pero las armas eran poco agradables de ver. Nunca se ven armas en una nave Heechee.

—¡Venga! —nos espetó el alférez, mirándonos—. Se supone que no tendrían que estar aquí. Sigamos.

Empezó a caminar por un pasillo realmente despoblado, pero Essie le hizo aflojar la marcha.

—Por aquí se llega antes —dijo señalando el indicador que decía
Muelles.

—¡Está fuera de mi jurisdicción! —exclamó el alférez.

—No cuando un buen amigo del Pentágono se encuentra mal —le respondió ella y, cogiéndome del brazo, hizo que nos dirigiéramos hacía el lugar en que más gente había.

Los secretos de Essie a veces guardan otros secretos, pero en esta ocasión el misterio quedó pronto desvelado. La conmoción la había causado los terroristas capturados, que el acorazado había traído, y Essie quería echarles un vistazo.

El acorazado había interceptado la nave robada por los terroristas en el momento en que abandonaba la MRL. La sacudieron a base de bien. Al parecer, los terroristas a bordo de la nave eran ocho. ¡Ocho en una nave Heechee que cinco personas abarrotaban! De los ocho, sólo tres habían sobrevivido para convertirse en prisioneros. Uno estaba en coma. Al otro le faltaba una pierna, pero estaba consciente. El tercero se había vuelto loco.

Era el terrorista loco el que más llamaba la atención. Era una joven negra de Sierra Leona, decían, y no paraba de gritar. Llevaba puesta una camisa de fuerza. Por el aspecto que ofrecía la camisa de fuerza, debía hacer rato que la joven estaba dentro, porque estaba sucia y grasienta y ella tenía el pelo revuelto y las facciones demacradas. Alguien gritaba mi nombre, pero me abrí paso con Essie para ver mejor.

—Está hablando en ruso —me explicó Essie, ceñuda—, pero no lo habla muy bien. Tiene acento de Georgia, muy marcado. Dice que nos odia.

—Ya me lo figuraba —le contesté.

Yo ya había tenido bastante. Cuando el alférez llegó, gritándole órdenes a la gente para que se alejaran de allí, le dejé que me obligara a retroceder a empellones, y de nuevo oí que alguien me llamaba.

O sea, que no era el alférez. De hecho, no era la voz de un hombre la que se oía. Procedía del grupo de prisioneros al que se estaba desalojando, y pude ver de quién era la voz. Era la joven china. Janie nosequé.

—¡Dios bendito! —le dije al alférez—. ¿Por qué la han arrestado?

Carraspeó.

—Ése es un asunto estrictamente militar que no le concierne, Broadhead. ¡Sígame, no tendría usted que estar aquí!

Es inútil discutir con alguien que ya ha tomado una decisión, de manera que no se lo volví a preguntar. Me fui directamente a la fila de prisioneros para preguntárselo a la propia Janie. El resto de los prisioneros eran mujeres también, todas ellas personal militar, arrestadas sin duda por haberse tomado más días de permiso que los debidos o por haberle cerrado la boca de un puñetazo a alguien parecido al alférez; buena gente, desde luego. Estaban todas quietas, calladas, escuchando.

—Audee se empeñó en venir porque tenían aquí a su mujer —me explicó, como si hubiera querido decir «su caso de sífilis incurable»—, así que tomamos un transbordador y en cuanto llegamos nos metieron entre rejas.

—¡Ahora mismo, Broadhead —me gritó el alférez—, va a venir conmigo, bajo arresto usted también! —Y su mano descansaba en la cartuchera, que esta vez contenía un arma.

Essie terció, conciliadora:

—Alférez, no tiene usted de qué preocuparse ya, porque la
Único Amor
está ahí esperándonos. Así que no nos perdamos en nimiedades. Queda solamente hacer venir al brigadier aquí para discutir un par de asuntos pendientes.

El alférez se echó a reír.

—¡Pero, señora, usted no puede hacer venir aquí al brigadier! —tartamudeó.

—¡Ya lo creo que puedo! Mi marido necesita atención médica, luego es aquí donde vamos a recibirle. El brigadier Cassata es un hombre cortés, ¿no?, de West Point, ¿no? Entonces, seguro que ha recibido muchos cursillos de protocolo y buenos modales, que incluyen hasta cómo estornudar en público. Ah, y por favor dígale al brigadier que aquí, donde mi pobre marido va a tener asistencia médica, tenemos un bourbon excelente a su disposición.

El alférez se alejó dando tumbos desesperado. Essie me miró y yo a ella.

—Y ahora, ¿qué? —le pregunté.

Ella sonrió y me palmeó la cabeza.

—Lo primero es darle instrucciones a Albert para lo del bourbon... y lo demás —dijo, mientras se volvía para decir un par de frases en ruso—. Y una vez hecho esto, a esperar que aparezca el brigadier.

El brigadier no tardó mucho en presentarse, pero cuando llegó, yo casi me había olvidado de él. Essie estaba conversando animadamente con el guardia que el alférez nos había dejado, y yo estaba pensando. Para variar, en lo que más estaba pensando no era en Klara, sino en la africana demente y en sus compañeros que casi lo eran también. Me daban miedo. Los terroristas me lo daban. Tiempo atrás había habido un PLO y un IRA, nacionalistas puertorriqueños y secesionistas servios, y jóvenes americanos, italianos y alemanes que manifestaban su desprecio por sus ricos progenitores, pero estaban todos separados. Era el hecho de que hubieran unido sus fuerzas lo que me asustaba. Los pobres y los furiosos habían unido sus odios y sus recursos, y no había duda de que iban a conseguir que el mundo les prestase atención. El haber capturado una de sus naves no iba a detenerles; sólo iba a hacer sus maquinaciones soportables durante algún tiempo... o casi soportables.

Pero para solucionar sus problemas, para aliviar su odio y satisfacer sus necesidades, era necesario mucho más. La colonización de planetas como Peggy era la mejor y quizás la única solución, pero era lenta. Los transportes podían llevar tres mil ochocientas de esas pobres gentes cada mes hacia una vida mejor. Pero cada mes nacían alrededor de un cuarto de millón de nuevos pobres, y la terrible operación aritmética era fácil de efectuar:

 250.000

— 3.800

—————

246.200

Ésa era la cantidad de nueva gente pobre con la que había que vérselas cada mes. La única esperanza eran cientos y cientos de nuevos y más grandes transportes. Un centenar nos dejaría con el actual nivel de miseria. Un millar solventaría el problema de una vez y para siempre. ¿Pero de dónde iban a salir esos mil nuevos transportes? Se había tardado ocho meses en construir la
Único Amor
y había costado más dinero del que yo hubiera querido gastarme. ¿Cuánto costaría construir algo mil veces más grande?

La voz del brigadier me distrajo de mis pensamientos.

—¡Eso es del todo imposible! —estaba diciendo— ¡Les he dejado que la vieran porque se me ha pedido que lo hiciera, pero que la deje ir con ustedes está fuera de toda discusión!

Me miró con ira cuando me uní a ellos y le di la mano a Essie.

—Está también la cuestión de Walthers y de la joven china —le dijo Essie—. Queremos que vengan con nosotros.

—¿Ah, sí? —le pregunté, pero el brigadier no me prestaba la menor atención.

—¿Y qué más, por amor de Dios? —preguntó—. ¿Quieren también que le dé la vuelta a mi sección del Pentágono o que les facilite un par de acorazados?

Essie negó cortésmente con la cabeza.

—No, gracias, nuestra nave es más confortable.

—¡Jesús! —Cassata se secó la frente y permitió que Essie le llevara al salón principal de la nave para tomar el bourbon prometido—. Bien, no hay ningún cargo serio en contra de Walthers y Yee-xing. No tenían ningún derecho a venir aquí sin autorización, pero si los llevan con ustedes podemos hacer la vista gorda.

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