El enemigo de Dios (46 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El enemigo de Dios
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Me daba vueltas la cabeza a causa de la fetidez y el humo, pero esperé obedientemente mientras el caldo de la olla terminaba de temblar y hacer reflejos y quedaba quieto por fin, reducido a una lámina oscura, lisa como un espejo, que sólo desprendía una finísima hebra de humo. Nimue se acercó, contuvo el aliento y supe que estaba viendo portentos en la superficie del caldo. El hombre de la yacija tosió terriblemente y se agarró con debilidad a la gastada manta que cubría a medias su desnudez.

—Tengo hambre —se lamentó, pero Nimue no le hizo el menor caso. Yo seguí esperando.

—Me has decepcionado, Derfel —dijo Nimue de pronto, rizando apenas el líquido con su aliento.

—¿Por qué?

—Veo a una reina que murió en la hoguera en una playa. Me habría gustado poseer sus cenizas, Derfel —añadió con reproche—. Me serían muy útiles las cenizas de una reina —prosiguió—. Tenías que saberlo. —Se calló y no dijo nada más del tema. El líquido volvió a quedarse quieto y cuando Nimue habló de nuevo, lo hizo con una voz desconocida y profunda que no perturbó en absoluto la superficie del caldo—. Dos reyes irán a Cadarn —dijo— pero gobernará uno que no es rey. Los muertos se casarán, los perdidos saldrán a la luz y una espada descansará sobre la garganta de un niño. —Luego lanzó un chillido espantoso que sobresaltó al hombre desnudo, el cual corrió desesperado a refugiarse en el último rincón de la choza, donde se acuclilló tapándose la cabeza con las manos—. Díselo a Merlín —añadió con su voz normal—, él sabrá lo que significa.

—Se lo diré —le prometí.

—Y dile también —continuó con fervor desesperado, apretándome el brazo con una mano llena de costras de suciedad— que he visto la olla en el líquido. Dile que pronto será utilizada. ¡Pronto, Derfel! Díselo todo.

—Sí —respondí, y entonces, incapaz de seguir respirando aquel hedor, me deshice de su mano y salí a la aguanieve otra vez.

Me siguió al exterior y me levantó un ala de la capa para protegerse de la aguanieve. Me acompañó hasta la puerta de agua animada por una extraña alegría.

—Todo el mundo cree que estamos perdiendo, Derfel —dijo—, todos piensan que esos sucios cristianos están tomando la tierra, pero no es así. Pronto se revelará la olla, Merlín volverá y desatará sus poderes.

Me detuve en la puerta y me quedé mirando hacia abajo, al grupo de cristianos que siempre se reunían al pie del Tor a rezar sus extravagantes plegarias con los brazos extendidos. Sansum y Morgana procuraban que hubiera un grupo permanentemente para que sus rezos constantes ayudaran a expulsar a los paganos de la cima incendiada del Tor. Nimue los miró burlonamente. Algunos cristianos se santiguaron al reconocerla.

—Derfel, ¿tú crees que están ganando los cristianos? —me preguntó.

—Eso me temo —contesté, escuchando las voces de rabia procedentes del pie del Tor. Me acordé de los enfervorizados adoradores de Isca y me pregunté cuánto tiempo podría mantenerse bajo control el horror de tal fanatismo—. Temo que así es —repetí con tristeza.

—Los cristianos no están ganando —dijo Nimue con voz sarcástica—. Observa. —Salió de debajo de mi capa y se levantó el sucio vestido enseñando a los cristianos su desdichada desnudez, luego movió las caderas obscenamente hacia ellos y soltó un grito quejumbroso que murió en el viento, y se bajó el vestido de nuevo. Algunos hicieron la señal de la cruz, pero observé que la mayoría, instintivamente, hacían con la mano derecha la señal pagana para ahuyentar el mal y luego escupían al suelo—. ¿Lo ves? Todavía creen en los dioses antiguos. Siguen creyendo. Y pronto, Derfel, tendrán pruebas. Díselo a Merlín.

Se lo conté a Merlín, efectivamente. Me presenté a él y le conté que dos reyes acudirían a Cadarn y que el que no era rey gobernaría allí, que los difuntos contraerían matrimonio, que los perdidos saldrían a la luz y que una espada descansaría sobre la garganta de un niño.

—Repítelo, Derfel —dijo mirándome con los ojos entrecerrados y acariciando a un viejo gato atigrado que dormitaba en su regazo.

Se lo repetí solemnemente y añadí la profecía de Nimue de que la olla se revelaría pronto y que su horror era inminente. Merlín se echó a reír, sacudió la cabeza y soltó otra carcajada. Calmó al gato que tenía en el regazo.

—¿Y dices que tiene la cabeza de un druida? —preguntó.

—La de Balise, señor.

—La cabeza de Balise —dijo, cosquilleando al gato en la barbilla —ardió hace años, Derfel. La quemaron y la molieron. La machacaron hasta reducirla a nada. Lo sé porque lo hice yo. —Cerró los ojos y se durmió.

Al verano siguiente, una víspera de luna llena, cuando los árboles que crecían al pie de Caer Cadarn estaban cargados de hojas, una espléndida mañana en que el sol que se derramaba sobre los arbustos cubiertos de brionia, correhuela, adelfilla y vidarra, Mordred fue proclamado rey en la antigua cima del Caer.

La vieja fortaleza de Caer Cadarn permanecía vacía gran parte del año, pero seguía siendo el peñasco real, el lugar de las ceremonias solemnes, el corazón de Dumnonia, y las murallas de la fortaleza se conservaban fuertes; sin embargo el interior era un lugar triste de ruinosas cabañas agrupadas en torno al lóbrego salón de los festines, donde se guarecían pájaros, murciélagos y ratones. El espacioso salón ocupaba la parte inferior de la gran cima de Caer Cadarn, y en la parte superior, hacia poniente, se levantaba el círculo de piedras, cubiertas de líquenes, que rodeaban la losa gris, que era la antigua piedra de la realeza de Dumnonia. Allí, el gran dios Bel había ungido a su hijo Beli Mawr, semidiós y semihombre, como primer rey y desde entonces, incluso durante la dominación romana, nuestros reyes acudían allí para la ceremonia de proclamación. Mordred había nacido en aquel mismo monte y también allí había sido proclamado de niño, aunque aquella ceremonia no fue más que un símbolo de su condición de rey y no le confirió deber alguno. Pero, a partir del momento de su recién estrenada mayoría de edad, sería rey y no sólo de título. La ceremonia de la segunda proclamación liberaría a Arturo de su juramento y traspasaría a Mordred todo el poder de Uther.

La multitud se congregó temprano. Habían barrido el salón de los festines, habían colgado los pendones y habían engalanado las paredes con ramas verdes. Sobre la hierba aguardaban las cubas de hidromiel, y los barriles de cerveza y humeaban las grandes hogueras donde se asaban bueyes, cerdos y venados para el banquete. Los tatuados hombres de Isca se mezclaban con los elegantes ciudadanos de Durnovaria y Corinium, ataviados con togas, y todos escuchaban a los bardos de vestiduras blancas, que entonaban canciones compuestas para la ocasión alabando el carácter de Mordred y loando las futuras glorias de su reinado. Jamás se podrá confiar en los bardos.

Yo era el paladín de Mordred, y como tal, el único entre todos los lores de la colina que llevaba armadura completa; pero no los avíos deslucidos y mal reparados que usé en la batalla de las afueras de Londres, sino una valiosa armadura nueva acorde con mi condición: fina cota romana de malla con aros de oro engastados en el cuello, en los bordes y las mangas, botas hasta las rodillas con pulidos cierres de bronce, guanteletes hasta los codos cubiertos de placas de hierro que me protegían los antebrazos y los dedos y un bello yelmo de plata cincelada con una visera movible que me protegía el cuello. El yelmo tenía también protectores de mejillas que se cerraban herméticamente sobre la cara y un remate de oro del que pendía mi cola de lobo, recién cepillada. Además, llevaba un manto verde, a Hywelbane a la cadera y un escudo que, en honor a la solemne ocasión del día, exhibía el dragón rojo de Mordred en vez de mi propia estrella blanca.

Culhwch, que había venido desde Isca, me abrazó.

—Esto es una farsa, Derfel —gruñó.

—Una ocasión feliz, lord Culhwch —dije muy seriamente.

El no sonrió sino que miró con rencor a la multitud expectante.

—¡Cristianos! —escupió.

—Diríase que proliferan.

—¿Ha venido Merlín?

—Se sentía cansado —dije.

—¿O sea que tiene el suficiente sentido común como para no venir? —preguntó Culhwch—. Entonces, ¿quién hace los honores hoy?

—El obispo Sansum.

Culhwch volvió escupir. En los últimos meses, su barba se había tornado gris y sus piernas se movían con rigidez, aunque seguía siendo una especie de oso grande.

—¿Ya hablas con Arturo? —me preguntó.

—Hablamos cuando no nos queda otro remedio —respondí evasivamente.

—Quiere renovar vuestra antigua amistad —me dijo.

—Ahora tiene amigos muy raros —respondí rígidamente.

—Necesita amigos.

—Pues que se considere afortunado por tenerte a ti —repliqué.

En aquel momento, un cuerno vino a interrumpir nuestra conversación. Unos lanceros formaron un pasillo entre la multitud empujándola hacia atrás suavemente con los escudos y las lanzas; por el pasillo avanzaba con solemnidad una procesión de lores, magistrados y sacerdotes en dirección al círculo de piedras. Me incorporé al desfile en mi puesto, junto a Ceinwyn y mis hijas.

La reunión de aquel día fue más un tributo a Arturo que a Mordred, pues se congregaron todos los aliados de Arturo. Cuneglas acudió desde Powys acompañado por una docena de lores y el Edling del reino, el príncipe Perddel, que ya era un apuesto muchacho con la misma cara redonda y atenta que su padre. Agrícola, viejo y artrítico ya, acompañaba al rey Meurig, ambos ataviados con togas. Tewdric, el padre de Meurig, aún vivía, pero el anciano rey había abdicado el trono, se había rasurado la tonsura sacerdotal y se había retirado a un monasterio del valle de Wyre, donde pacientemente coleccionaba una biblioteca de textos cristianos, dejando que su pedante hijo gobernara Gwent en su lugar. Byrthig, sucesor de su padre en el trono de Gwynedd y que conservaba únicamente dos dientes, no paraba de removerse inquieto como si las ceremonias fueran una formalidad irritante que tenía que cumplirse antes de acceder a las cubas de hidromiel que le esperaban. Oengus Mac Airem, padre de Isolda y rey de Demetia, acudió con un puñado de sus temidos Escudos Negros, y Lancelot, rey de los belgas, se presentó escoltado por doce gigantes de su guardia sajona y las funestas parejas de gemelos, Dinas y Lavaine, Amhar y Loholt.

Vi que Arturo abrazaba a Oengus, el cual correspondió dichoso. No se guardaban rencor, al parecer, a pesar de la horrenda muerte de Isolda. Arturo llevaba un manto marrón en vez de uno de sus favoritos blancos, acaso por no hacer sombra al héroe del día. Ginebra estaba espléndida con un vestido rojizo de remates plateados y un bordado con su símbolo del corzo coronado por la luna creciente. Sagramor vestía un traje negro y acudió acompañado de su esposa, la sajona Malla, que estaba encinta, y sus dos hijos varones. De Kernow nadie acudió.

Los pendones de los reyes, caciques y lores ondeaban en las almenas, donde un círculo de lanceros, armados de escudos que tenían el dragón acabado de pintar, montaban guardia. Volvió a sonar el cuerno emitiendo una nota lúgubre que cortó el aire soleado y veinte lanceros más entraron escoltando a Mordred hasta el círculo de piedras donde, quince años atrás, fuera proclamado rey por vez primera. Aquella celebración había tenido lugar en invierno y el pequeño Mordred había comparecido envuelto en pieles para dar la vuelta al ruedo de piedra sobre un escudo vuelto del revés. En aquella ocasión la maestra de ceremonias fue Morgana, cuyos pasos fueron marcados por el sacrificio de un sajón cautivo; en la segunda, se celebrarían únicamente ritos cristianos. Los cristianos habían ganado, pensé con amargura, pese a lo que dijera Nimue. Allí no había más druidas que Dinas y Lavaine, y no porque fueran a participar en la proclamación; mientras tanto, Merlín dormitaba en el jardín de Lindinis, Nimue se hallaba en el Tor y no se sacrificaría a ningún cautivo para interpretar los augurios sobre el reinado del rey doblemente proclamado. En la primera aclamación del rey sacrificamos a un prisionero sajón clavándole un lanza en el diafragma para que su agonía fuera lenta y dolorosa, y Morgana observó cada penoso traspiés y cada borbotón de sangre deduciendo las señales del futuro. Según recordaba, aquellos augurios no habían sido buenos, aunque sí aseguraban a Mordred un reinado largo. Hice un esfuerzo por acordarme del nombre del desgraciado sajón, pero tan sólo logré revivir su expresión aterrorizada y el hecho de que a mí, el muchacho me había parecido agradable, y de pronto, cuando menos lo esperaba, su nombre volvió como un gemido desde el pasado. ¡Wlenca! Pobre Wlenca, cómo temblaba. Morgana insistió en sacrificarlo, pero el día de la segunda proclamación, con la cruz que llevaba colgada por debajo de la máscara, sólo estaba presente como esposa de Sansum y no tomaría parte activa en la ceremonia.

Unos vítores apagados saludaron a Mordred. Los cristianos aplaudieron y los paganos sólo nos tocamos las manos como era de rigor y permanecimos en silencio. El rey iba completamente vestido de negro: camisa negra, calzas negras, manto negro y botas negras, una de las cuales tenía una forma espantosa para encajar en su malformado pie izquierdo. Llevaba un crucifijo de oro al pecho y me dio la impresión de que en su rostro, feo y redondo, había una especie de sonrisa forzada, o tal vez sólo el gesto que delataba su nerviosismo. No se había afeitado la barba, cuatro tristes pelos que escasamente favorecían su cara de patata con sobresalientes mechones de pelo. Entró solo en el círculo real y ocupó su puesto junto a la piedra de los reyes.

Sansum, espléndidamente cubierto de blanco y oro, se apresuró a ponerse su lado. El obispo elevó los brazos y, sin ningún preámbulo, comenzó a rezar en voz alta. Su voz, siempre fuerte, llegaba sin dificultad hasta la multitud que se apretujaba tras los lores y hasta los inmóviles lanceros de las almenas.

—¡Dios nuestro señor! —gritó—, prodíganos tu bendición por tu hijo Mordred, por este rey consagrado, por esta luz de Britania, por este monarca que ahora llevará a tu reino de Dumnonia a una nueva era de santidad. —Confieso que en parte me invento la oración porque en realidad apenas presté atención a la arenga de Sansum a su dios. Sabía arengar en tonos altisonantes, aunque sus discursos siempre parecían iguales; largos en exceso, rebosantes de loas al cristianismo
y
de burla del paganismo, de modo que en vez de escucharle me dediqué a observar a la multitud para ver quién abría los brazos y cerraba los ojos. Casi todos lo hicieron. Arturo, siempre tan dispuesto a mostrar respeto por cualquier religión, se limitó a permanecer con la cabeza agachada. Sujetaba a su hijo de la mano y, al otro lado de Gwydre, Ginebra contemplaba el cielo con una sonrisa enigmática en su bello rostro. Amhar y Loholt, los hijos de Arturo y Ailleann, rezaban con los cristianos, mientras que Dinas y Lavaine posaban con los brazos cruzados sobre sus blancas túnicas mirando fijamente a Ceinwyn, que, al igual que el día en que huyó de su prometido, no se adornó con oro y plata. Su pelo aún brillaba fino y claro y, a mis ojos, seguía siendo la criatura más adorable que jamás caminara sobre la tierra. Su hermano el rey Cuneglas estaba a su lado; cruzamos una mirada durante uno de los momentos más floridos y elevados de Sansum y me sonrió irónicamente. Mordred, con los brazos abiertos en actitud de rezar, nos miraba a todos con una sonrisa torva.

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