Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
—¿El cristianismo ha hecho cambiar a vuestro hermano? —le preguntó Ceinwyn.
Galahad se quedó mirando el rápido movimiento de las manos de Ceinwyn al llevar la hebra de la rueca al huso.
—No —dijo—. Cree que basta con decir unas oraciones una vez al día; luego se comporta a su voluntad el resto del tiempo. Pero, ¡ay! muchos cristianos son así.
—¿Y cómo se comporta? —insistió Ceinwyn.
—Mal.
—¿Deseáis que salga de la habitación —preguntó Ceinwyn dulcemente— para hablar con Derfel sin temor a ofenderme? Ya me lo contará él después, en el lecho. —Galahad se echó a reír.
—Se aburre, señora, y procura distraerse de la misma forma que siempre: cazando.
—Derfel también, y yo. Cazar no es malo.
—Caza muchachas —dijo Galahad sin inmutarse—. No las trata mal, pero en realidad no les da la menor oportunidad. A algunas les gusta y llegan a enriquecerse bastante, pero también se convierten en prostitutas suyas.
—Como ocurre con casi todos los reyes —dijo Ceinwyn secamente—. ¿Eso es todo lo que hace?
—Pasa horas con ese par de druidas pervertidos —añadió Galahad—, aunque nadie sabe por qué un rey cristiano habría de tener tales compañías; él dice que es simple amistad. Apoya a sus poetas, colecciona espejos y visita el palacio del mar de Ginebra.
—¿Con qué objeto? —pregunté.
—Dice que para hablar. —Se encogió de hombros—. Dice que hablan de religión. O mejor dicho, que discuten de religión. Ella se ha hecho muy devota.
—De Isis —añadió Ceinwyn reprobatoriamente.
En los, años que transcurrieron después del juramento de la Mesa Redonda, se había extendido la idea de que Ginebra se dedicaba más y más a la práctica de su religión, de modo que se decía que su palacio del mar era un gran templo a Isis, y que las sirvientas de Ginebra, todas ellas escogidas por su gracia y su belleza, eran sacerdotisas de Isis.
—La diosa suprema —comentó Galahad en tono desdeñoso, y luego se santiguó para ahuyentar el mal pagano—. Es evidente que Ginebra cree que la diosa tiene grandes poderes, y que puede conducirlos hacia cuestiones humanas. No creo que a Arturo le complazca.
—Está harto de todo ello —dijo Ceinwyn, devanando la última hebra y dejándola a un lado—. Ahora, lo único que hace es quejarse de que Ginebra no habla con él más que de su religión. Debe de resultarle todo muy aburrido. —La conversación tuvo lugar mucho antes de que Tristán se refugiara en Dumnonia con Isolda, cuando Arturo era todavía un huésped bienvenido en nuestra casa.
—Mi hermano dice que le fascinan sus ideas —prosiguió Galahad—, y tal vez sea cierto. Dice que es la mujer más inteligente de Britania y que no contraerá matrimonio hasta que halle otra como ella.
—Me alegro, pues, de que me perdiera a mí —comentó Ceinwyn riendo de buena gana—. ¿Cuántos años tiene ya?
—Treinta y tres, creo.
—¡Qué viejo! —exclamó Ceinwyn mirándome, pues yo sólo tenía un año menos—. ¿Qué ha sido de Ade?
—Le dio un hijo, y murió a consecuencia del parto.
—¡No! —se lamentó Ceinwyn, que siempre lamentaba la muerte de una mujer en el alumbramiento—. ¿Y dices que tiene un hijo?
—Un hijo bastardo —comentó Galahad sin ocultar su desaprobación—. Se llama Peredur. Ahora tiene cuatro años y no es mal niño. En realidad, lo aprecio bastante.
—¿Acaso ha habido alguna vez un niño que te disgustara? —pregunté secamente.
—Cabeza de cepillo —replicó, y todos sonreímos al recordar el viejo mote.
—¡Hay que ver, Lancelot tiene un hijo! —comentó Ceinwyn con ese tono de sorpresa y trascendencia con que las mujeres suelen tomarse tales noticias. Para mí, la existencia de otro bastardo real era completamente normal, pero he comprobado que las mujeres y los hombres responden de forma distinta a esas cosas.
Galahad, igual que su hermano, no había contraído matrimonio. Aunque tampoco poseía tierras, pero era feliz y se mantenía en activo sirviendo a Arturo como enviado. Procuraba mantener viva la Hermandad de Britania, aunque me di cuenta de la rapidez con que decaían los deberes que tal compromiso comportaba, y se dedicaba a recorrer los reinos britanos llevando mensajes, arreglando querellas y recurriendo a su rango real para suavizar cualquier problema que Dumnonia tuviera con otros Estados. Generalmente era Galahad quien viajaba a Demetia para detener las incursiones de Oengus Mac Airem en Powys, y también él quien, tras la muerte de Tristán, llevó las nuevas del fin de Isolda a su padre. Después de aquel suceso, tardé muchos meses en volver a verlo.
También procuraba evitar a Arturo, testaba muy enfadado con él y no contestaba a sus cartas ni asistía al consejo. Estuvo en Lindinis en dos ocasiones después de la muerte de Tristán; en ambas me mostré correcto y frío y me deshice de él lo más pronto posible. En cambio, con Ceinwyn habló largo y tendido, y ella trató de reconciliarnos, pero yo no podía olvidar a aquella criatura en la hoguera.
No obstante, tampoco podía olvidarme de Arturo para siempre. Faltaban pocos meses para la segunda proclamación de Mordred y era necesario hacer los preparativos. La ceremonia se llevaría a cabo en Caer Cadarn, a un corto paseo al este de Lindinis, y Ceinwyn y yo, inevitablemente, formábamos parte de los planes. Hasta el propio Mordred demostró cierto interés, tal vez porque se daba cuenta de que la ceremonia lo liberaría al fin de toda disciplina.
—Debéis decidir —le dije un día— quién deseáis que os proclame.
—Arturo, ¿no? —preguntó sombríamente.
—Lo normal es que lo haga un druida —dije—, pero si preferís una ceremonia cristiana, tenéis que escoger entre Sansum y Emrys.
—Sansum, supongo —dijo con un encogimiento de hombros.
—En tal caso, debemos ir a verlo.
Partimos un frío día de pleno invierno. Tenía yo otros asuntos que resolver en Ynys Wydryn, pero antes acompañé a Mordred al templo cristiano, donde un sacerdote nos dijo que el obispo Sansum estaba celebrando misa y que debíamos esperar.
—¿Sabe que su rey está aquí? —pregunté.
—Se lo comunicaré, señor —respondió el sacerdote, y se alejó pisando el helado suelo.
Mordred se había acercado a la tumba de su madre donde, a pesar del frío día, había unos cuantos peregrinos arrodillados orando. Era una fosa sencilla sin otra cosa que un túmulo de tierra con una cruz de piedra, empequeñecida por la vasija de plomo que Sansum había colocado para recibir las ofrendas de los peregrinos.
—El obispo se reunirá en seguida con nosotros —le dije—. ¿Entramos?
Mordred negó con la cabeza mirando el túmulo con el ceño fruncido.
—Debería tener una tumba más digna —dijo.
—Creo que es cierto —respondí, sorprendido de que hablara siquiera—. Vos podéis construirla.
—Habría sido más apropiado —añadió insidiosamente— que otros le hubieran rendido tal homenaje.
—Lord rey, estábamos muy ocupados defendiendo la vida de su hijo y no tuvimos tiempo de ocuparnos de los huesos de la madre. Pero estáis en lo cierto, hemos sido negligentes.
Dio un caprichoso puntapié a la vasija y se asomó a ver los pequeños tesoros que los peregrinos habían depositado. Los que estaban rezando junto a la tumba se alejaron, no por temor a Mordred, a quien no creo que reconocieran siquiera, sino a causa del amuleto de hierro que yo llevaba al pecho, pues delataba mi condición de pagano.
—¿Por qué la enterraron? —preguntó Mordred de pronto—. ¿Por qué no la incineraron?
—Porque era cristiana —dije, ocultando el horror que me producía su ignorancia. Le conté que los cristianos creían que sus cuerpos resucitarían cuando Cristo llegara definitivamente, mientras que los paganos tomaban nuevos cuerpos de sombra en el más allá y por eso no precisaban de los cuerpos terrenales, los cuales, si podíamos, incinerábamos para evitar que el espíritu quedara vagando por la tierra. En caso de no poder encender una pira, quemábamos el pelo del difunto y le cortábamos un pie.
—Le construiré un panteón —dijo, cuando terminé con mi explicación teológica. Me preguntó cómo había muerto su madre y le conté todo lo sucedido con Gundelus de Siluria, su traidor matrimonio con Norwenna y el asesinato cometido cuando ella se arrodilló ante él. También le conté que Nimue se había vengado de Gundleus.
—Esa bruja —dijo Mordred. Temía a Nimue, y no era de extrañar, pues su ferocidad aumentaba en la misma medida que su aspecto macabro y sucio. En aquellos momentos era ya una reclusa que sobrevivía entre las ruinas de la fortaleza de Merlín, donde entonaba hechizos, encendía hogueras a los dioses y recibía a algunos visitantes, aunque de vez en cuando, sin previo aviso, bajaba a Lindinis a consultar a Merlín. En tan escasas visitas, procuraba darle alimento, los niños huían al verla y en seguida se marchaba murmurando entre dientes, con su único ojo de salvaje mirada, su túnica tiesa de suciedad y cenizas y su abundante pelo negro enmarañado y lleno de porquería. A los pies de su refugio del Tor veía prosperar el templo cristiano, cada vez más grande, más fuerte y mejor organizado. Pensé que los dioses antiguos perdían Britania a marchas forzadas. Sansum, lógicamente, estaba desesperado porque Merlín muriera cuanto antes, para apoderarse del Tor y construir un templo en la cima, incendiada por dos veces; pero el obispo ignoraba que Merlín me había nombrado heredero de todas sus posesiones.
Mordred, de pie ante la tumba de su madre, se sintió intrigado por la similitud entre el nombre de mi hija mayor y el de su difunta madre, y le expliqué que Ceinwyn era prima de Norwenna.
—Morwenna y Norwenna son antiguos nombres típicos de Powys —le dije.
—¿Me quería mi madre? —preguntó Mordred, y la incongruencia de tal palabra salida de su boca me hizo detenerme un momento. Pensé que a lo mejor Arturo tenía razón y que tal vez Mordred llegara a ponerse a la altura de sus responsabilidades. Ciertamente, durante los años que lo había tenido tan cerca jamás habíamos sostenido una conversación tan cortés.
—Os amaba muchísimo —respondí con sinceridad—. Nunca vi a vuestra madre tan dichosa —proseguí— como cuando vos estabais con ella. Y fue allí arriba —señalé la cicatriz negra que antes ocupaban la fortaleza de Merlín y su torre de los sueños en el Tor. Allí había muerto Norwenna asesinada y allí le habían arrebatado a Mordred. Era un niño muy pequeño entonces, menor que yo cuando me arrebataron de los brazos de mi madre, Erce. ¿Seguiría viva Erce? Todavía no había ido a Siluria a buscarla y semejante omisión me hacía sentir culpable. Toqué el amuleto de hierro.
—Cuando muera —dijo Mordred— quiero que me entierren en la misma tumba que mi madre. Yo mismo la construiré. Un panteón de piedra —prosiguió—, con nuestros cuerpos en un pedestal.
—Hablad con el obispo Sansum —le recomendé—; estoy seguro de que os ayudará de muy buen grado en cuanto le sea posible—. «Siempre que no tenga que sufragar él los gastos del panteón, claro», pensé cínicamente.
Me volví hacia Sansum, que se acercaba presuroso por la hierba. Inclinóse ante Mordred y luego me dio la bienvenida al templo.
—Venís, espero, en busca de la verdad, ¿no es así, lord Derfel?
—Vengo a visitar aquel templo —respondí, señalando al Tor—, pero mi señor rey tiene asuntos propios que tratar con vos.
Los dejé solos y me fui cabalgando hacia el Tor, pasando entre los cristianos que de día y de noche rogaban al pie del Tor por la expulsión de los habitantes paganos. Soporté sus insultos y subí la empinada cuesta. La puerta de agua se había desprendido definitivamente de sus goznes. Até el caballo a lo que quedaba de la empalizada y cargué con el paquete de ropa y pieles que Ceinwyn había preparado para que la pobre gente que compartía el refugio con Nimue no se congelara durante el crudo invierno. Entregué la ropa a Nimue y ella dejó caer el paquete en la nieve al descuido, luego, tirándome de la manga, me llevó a su nueva choza, que se había construido en el mismo lugar donde antaño se levantaba la torre de los sueños de Merlín. La choza hedía de forma tan insoportable que a punto estuve de asfixiarme, pero ella no parecía percibir la pestilencia. Era un día muy frío y un viento helado arrastraba aguanieve desde el este y, sin embargo, habría preferido soportar el congelador aguacero que la fetidez de la choza.
—Mira —me dijo con orgullo, y me enseñó una olla, no la de Clyddno Eiddyn sino una vulgar marmita de hierro que colgaba de una viga del techo llena de un líquido oscuro. De las vigas pendían también ramas de muérdago, un par de alas de murciélago, mudas viejas de serpiente, un asta rota y puñados de hierbas, pero el techo era tan bajo que tuve que agacharme para entrar en la choza, que estaba llena de humo picante. Había un hombre desnudo en una yacija, al fondo, entre las sombras, y protestó al verme.
—Calla —le dijo Nimue con mala cara; luego cogió un palo y revolvió el líquido negro de la olla, que humeaba poco a poco sobre una fogata pequeña que producía más humo que calor. Siguió revolviendo en la olla hasta encontrar lo que buscaba y lo saco del líquido. Era un cráneo humano.
—¿Te acuerdas de Balise? —me preguntó Nimue.
—Claro —dije. Balise, un druida que ya era anciano cuando yo era un niño y que hacía tiempo que había muerto.
—Quemaron su cuerpo —me dijo Nimue—, menos la cabeza, y la cabeza de un druida, Derfel, tiene grandes poderes. Me la trajo un hombre la semana pasada. La tenía en un barril de cera de abejas y yo se la compré.
Es decir, que la había pagado yo. Nimue siempre andaba comprando objetos con poderes mágicos: la placenta de un niño muerto, los dientes de un dragón, una porción de pan mágico de los cristianos, dardos de elfos, y por último, el cráneo de un muerto. Solía acudir al palacio a pedir dinero para adquirir tales tesoros, pero aquel día me pareció más sencillo darle un poco de oro, aunque sabía que gastaría el preciado metal en cualquier rareza que le ofrecieran. En una ocasión entregó un lingote de oro por el cadáver de un cordero que había nacido con dos cabezas, y lo clavó en la empalizada mirando hacia el templo de los cristianos, donde acabó pudriéndose. No quise preguntar cuánto había pagado por un barril de cera con una cabeza humana dentro.
—Quité toda la cera —me contó— y herví la cabeza en la olla para descarnarla. —Ése era uno de los motivos del insoportable hedor de la choza—. No hay oráculo tan poderoso —me dijo, con su único ojo brillando en la oscuridad— como la cabeza de un druida hervida en orines con diez hierbas marrones de Crom Dubh. —Dejó caer el cráneo, que se hundió de nuevo bajo la oscura superficie líquida—. Ahora, espera —me ordenó.