Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
Continuamos la marcha al amanecer y el camino nos llevó a un bello paisaje suavemente iluminado por el sol bajo un cielo limpio y terso. Era la Dumnonia por la que luchaba Arturo, una tierra rica
y
fértil que los dioses habían hecho tan hermosa. Los pueblos tenían gruesas techumbres y densos huertos de frutales, aunque muchas fachadas estaban desfiguradas con el símbolo del pez y algunas casas habían sido incendiadas; pero advertí que los cristianos no insultaban a Arturo como habrían hecho antes, cosa que me hizo sospechar los primeros síntomas de remisión de la fiebre que había atacado a Dumnonia. De pueblo a pueblo, el camino se curvaba entre rosadas zarzamoras en flor y praderas cuajadas de llamativas flores de clavo, margaritas, campanillas amarillas y amapolas. Los carrizos de sauce y los escribanos, últimos pajarillos en hacer los nidos, volaban con pequeñas pajas en el pico y, más arriba, por encima de unos robles, salió un halcón volando, aunque en seguida me di cuenta de que no se trataba de un halcón sino de un cuclillo joven que emprendía su primer vuelo. Y me pareció un buen augurio, pues Lancelot, como el tierno cuclillo, sólo se parecía al halcón pero en verdad no era sino un usurpador.
Nos detuvimos a pocas millas de Caer Cadarn, en un pequeño monasterio construido junto a un manantial sagrado que brotaba en un robledal. En otro tiempo era un santuario druida, pero aquel día, el dios cristiano guardaba sus aguas. Sin embargo, el dios no se resistió a mis lanceros que, a las órdenes de Arturo, derribaron la puerta de la empalizada y se apoderaron de los sayos marrones de doce monjes. El obispo del monasterio rechazó el pago que se le ofreció a cambio pero maldijo a Arturo, y éste, poseído ya de una furia incontenible, golpeó al obispo. Lo dejamos sangrando en la fuente sagrada y continuamos hacia el oeste. El obispo se llamaba Carannog y ahora es santo. A veces pienso que Arturo hizo más santos que Dios.
Llegamos a Caer Cadarn por el monte Pen, pero nos detuvimos al pie de la colina antes de avistar las murallas. Arturo escogió a doce lanceros y les ordenó que se tonsurasen al estilo de los sacerdotes cristianos y que se vistieran después con los hábitos de los monjes. Nimue les cortó los cabellos y puso todo el pelo a buen recaudo en una bolsa para que no les sobreviniera ningún mal. Yo quería ir con ellos, pero Arturo se negó so pretexto de haber escogido a hombres cuyo rostro no pudiera ser reconocido a las puertas de la fortaleza.
Issa se sometió a la navaja y me sonrió maliciosamente una vez rasurada la mitad de su cabeza.
—¿Me parezco a un cristiano, señor?
—Te pareces a tu padre, calvo y feo.
Los doce llevaban espada bajo el sayo, pero no pudiendo portar lanza, arrancaron las puntas de hierro a sus picas y usaron el asta desnuda a modo de arma. Las frentes rasuradas estaban más blancas que los rostros, pero con la capucha puesta, pasarían por monjes.
—Partid —les dijo Arturo.
Caer Cadarn no poseía una verdadera importancia militar, pero como emblema de la realeza de Dumnonia su valor era incalculable. Sabíamos que sólo por tal motivo, la fortaleza estaría muy defendida y que nuestros doce falsos monjes necesitarían buena suerte, además de valor, para engañar a la guarnición y lograr que les franquearan el paso. Nimue los bendijo, treparon hasta la cresta del Pen y enfilaron ladera abajo. No sé si sería porque llevábamos la olla mágica o debido a la habitual fortuna de Arturo en la guerra, pero el engaño funcionó. Arturo y yo nos tumbamos en la cálida hierba de la cima a observar a Issa y a sus hombres, que descendieron la escabrosa ladera occidental del pico entre resbalones y traspiés, cruzaron las anchurosas praderas y subieron por el empinado camino que llevaba a las puertas orientales de Caer Cadarn. Se declararon fugitivos que huían de la invasión de los caballos de Arturo, convencieron a los guardias y éstos los dejaron pasar. Issa y sus hombres mataron a aquellos centinelas y se apoderaron de sus lanzas y escudos para defender la valiosa puerta abierta. Los cristianos jamás perdonaron a Arturo esa estratagema.
Arturo montó a
Llamerei
en el momento en que vio la toma de la puerta del Caer.
—¡Vamos! —gritó, y sus veinte jinetes espolearon a las bestias cuesta arriba hasta la cima del Pen y descendieron luego por la herbosa y escarpada falda del otro lado. Diez hombres siguieron a Arturo hasta la misma fortaleza, mientras que el resto se desplegó al galope alrededor del pie de la colina de Caer Cadarn para impedir la huida de los soldados.
Los demás corrimos a la zaga de los caballos. Lanval quedó a cargo de Ginebra y se puso en camino más despacio, pero mis hombres volaban sin miramientos cuesta abajo y por el camino pedregoso del Caer hacia el lugar donde aguardaban Issa y Arturo. La guarnición, una vez tomada la puerta, no opuso la menor resistencia. Allí había cincuenta lanceros, veteranos, cojos en su mayoría o jóvenes inexpertos, pero más que suficientes como para haber defendido las murallas de nuestro reducido contingente. Unos pocos que trataron de escapar fueron capturados fácilmente por nuestros jinetes y devueltos a los barracones. Issa y yo subimos a la muralla de la puerta occidental, arriamos la enseña de Lancelot e izamos el oso de Arturo en su lugar. Nimue quemó los cabellos cortados y escupió a los aterrorizados monjes que vivían en el Caer y dirigían la construcción de la gran iglesia de Sansum.
Aquellos monjes, que se mostraron más guerreros que los lanceros de la guarnición, habían ya cavado los cimientos reforzándolos con rocas del círculo de piedras de la cima de Caer. Habían derribado la mitad de los muros del salón de festejos y, con las vigas, habían empezado a levantar las paredes del templo formando una cruz.
—Arderá con facilidad —comentó Issa animado rascándose la reciente calva.
Ginebra y su hijo, a quienes se negó la entrada al salón, fueron instalados en la cabaña más espaciosa del Caer. Era el hogar de la familia de un lancero, pero se los expulsó de allí y a Ginebra se le ordenó entrar. Al ver la cama de paja de centeno y las telarañas de las vigas, Ginebra se estremeció. Lanval apostó a un lancero en la entrada y luego se quedó mirando al comandante de la guarnición, que un jinete de Arturo llevaba a rastras; lo había encontrado entre los que intentaban escapar.
El comandante derrotado era Loholt, uno de los hijos gemelos de Arturo, que habían convertido la vida de su madre, Ailleann, en puro sufrimiento y habían guardado rencor a su padre toda la vida. En aquel momento, Loholt, que servía a Lancelot, era arrastrado por el pelo a presencia de su padre.
Loholt cayó de rodillas. Arturo lo miró largamente, luego dio media vuelta se alejó.
—¡Padre! —gritó Loholt, pero Arturo no escuchó.
Se acercó a la fila de prisioneros. Reconoció a algunos que antaño le habían servido; otros provenían del antiguo reino de los belgas. Aquellos hombres, diecinueve en total, fueron conducidos a la iglesia en construcción y allí les dieron muerte. Fue un castigo severo, pero Arturo no estaba de humor para mostrarse clemente con los invasores de su territorio. Ordenó a mis soldados que los mataran, y así lo hicieron. Los monjes se opusieron y las esposas e hijos de los prisioneros nos gritaron, hasta que ordené que los trasladaran a la puerta oriental y los expulsaran.
Quedaban treinta y un prisioneros, dumnonios todos. Arturo contó las filas y escogió seis hombres: el quinto, el décimo, el decimoquinto, el vigésimo, el vigesimoquinto y el trigésimo.
—Matadlos —me ordenó fríamente, y desfilé con los seis hasta la iglesia donde añadí sus cadáveres a los anteriores.
Postráronse de hinojos los cautivos restantes y uno por uno besaron la espada de Arturo para renovar su juramento, aunque antes de besarla, se obligó a cada uno a arrodillarse ante Nimue, y ella los marcó en la frente con un rejón de lanza que mantenía al rojo vivo en una hoguera. De tal modo, quedaron estigmatizados como guerreros sublevados contra el señor al que habían jurado lealtad; la señal de la frente significaba que morirían sí volvían a traicionar alguna vez. A partir de aquel momento, con la frente quemada y doliente, quedaron convertidos en aliados poco fiables, pero aliados al fin, y Arturo engrosó sus filas hasta ochenta, un pequeño ejército.
Loholt aguardaba arrodillado. Aún era muy joven, tenía cara de inexperto y una barba mezquina por la cual lo asió Arturo para arrastrarlo hasta la piedra de los reyes, único resto del antiguo círculo; lo tiró al suelo junto a la piedra.
—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó.
—Con Lancelot, señor —respondió mirando a su padre.
—Entonces, ve con él. —La expresión de Loholt reflejó un gran alivio al saber que no iba a morir—. Pero antes, dime sólo —añadió Arturo en un tono gélido— por qué has alzado la mano contra tu padre.
—Dijeron que habíais muerto, señor.
—
¿Y
qué hiciste tú, hijo, para vengar mi muerte? —preguntó Arturo; esperó la respuesta pero Loholt no tenía nada que decir—. Y cuando supiste que aún vivía, ¿por qué seguiste oponiéndote a mí?
Loholt miró el rostro implacable de su padre y sacó coraje del fondo de su ser.
—Jamás fuisteis un padre para nosotros —contestó con amargura.
Arturo torció el gesto en un espasmo y pensé que estallaría en una ira terrible, pero cuando volvió a hablar, lo hizo con una serenidad extraña.
—Pon la mano derecha en la piedra —le ordenó.
Loholt creyó que le tomaría juramento y colocó la mano obedientemente en el centro de la piedra de los reyes. Arturo desenvainó a Excalibur, Loholt comprendió entonces lo que su padre se disponía a hacer y retiró la mano inmediatamente.
—¡No! —gritó—. ¡Os lo ruego; ¡No!
—Derfel, sujétasela —me dijo Arturo.
Loholt forcejeó conmigo, pero nada tenía que hacer frente a mi fuerza. Lo dominé con un bofetón, le remangué hasta el codo y le obligué a dejar el brazo recto sobre la piedra sujetándoselo firmemente, mientras Arturo levantaba la espada. Loholt gritó.
—¡No, padre! ¡Os lo ruego!
Pero aquel día, Arturo no tenía clemencia, ni la tuvo durante muchos días.
—Alzaste la mano contra tu propio padre, Loholt, por ello, pierdes mano y padre. Te repudio. —Y con tan terrible maldición, le asestó un tajo y un chorro de sangre brotó y se esparció por la piedra al tiempo que Loholt se apartaba retorciéndose violentamente. Lanzó un chillido al retirar el muñón ensangrentado y mirarse horrorizado la mano cercenada; se quedó gimiendo de dolor.
—Véndalo —ordenó Arturo a Nimue—, y después, que se marche. —Dicho esto, se alejó.
De un puntapié, arrojé fuera de la piedra la mano amputada con sus patéticos anillos de guerrero en los dedos. Arturo había dejado a Excalibur tirada en la piedra y la coloqué respetuosamente en medio del charco de sangre. Me pareció adecuado: la espada apropiada sobre la piedra que le correspondía. ¡Cuántos años había tardado en llegar allí!
—Ahora, esperaremos —dijo Arturo austeramente—, a que venga ese mal nacido a buscarnos.
Aún no era capaz de pronunciar el nombre de Lancelot.
Lancelot llegó dos días después.
Su rebelión fracasaba pero él lo ignoraba todavía. Sagramor, con el refuerzo de los dos primeros contingentes de Powys, había cortado la retirada a los hombres de Cerdic en Corinium y el sajón sólo logró escapar huyendo a marchas forzadas por la noche, y aun así, perdió más de cincuenta hombres a cuenta de la venganza de Sagramor. La frontera de Cerdic se adentraba aún más por el occidente, pero las noticias de que Arturo vivía y de que había tomado Caer Cadarn, unidas a la amenaza del odio implacable de Sagramor, fueron suficientes para persuadirle de que abandonara su alianza con Lancelot. Se retiró a su nueva frontera y envió hombres a tomar cuanto pudieran de las tierras de los belgas pertenecientes a Lancelot. Al menos Cerdic sacaría buen provecho de la rebelión.
Lancelot llevó a su ejército a Caer Cadarn. El grueso de su ejército, constituido por la guardia sajona y doscientos guerreros belgas, contaba además con el apoyo de un ejército de leva de cientos de cristianos que creían cumplir los designios divinos sirviendo a Lancelot, pero cuando supieron que Arturo había tomado el Caer y que Galahad y Morfans luchaban al sur de Glevum, quedaron confusos y desanimados, de modo que empezaron a desertar, aunque aún había unos doscientos con Lancelot cuando llegó al anochecer dos días después de la toma del pico de los reyes. Le quedaba una posibilidad de conservar su nuevo reino si se atrevía a atacar a Arturo, pero se mostró indeciso y, al amanecer del día siguiente, Arturo me envió con un mensaje. Llevaba el escudo invertido y até una rama de hojas de roble en la lanza como señal de que iba a parlamentar, no a luchar, y un jefe belga salió a mi encuentro y juró mantener la tregua conmigo antes de conducirme al palacio de Lindinis, donde se había instalado Lancelot. Aguardé en el patio de armas vigilado por cariacontecidos lanceros en tanto Lancelot decidía si me recibiría o no.
Esperé más de una hora, pero por fin Lancelot compareció. Presentóse ataviado con su blanca armadura esmaltada, con el yelmo dorado bajo el brazo y su Espada de Cristo a un costado. Amhar y Loholt, éste último con el brazo vendado, lo seguían flanqueados por la guardia sajona y una docena de jefes, y Bors, el paladín, a su lado. Todos hedían a derrota, se les olía como si de carne podrida se tratara. Lancelot podría habernos sitiado en el Caer, haber ido a asaltar a Morfans y a Galahad y haber vuelto para hacernos morir de inanición, pero había perdido el valor. Su único deseo era sobrevivir. Observé con inquietud que Sansum no asomaba por ninguna parte. El señor de los ratones sabía retirarse a tiempo.
—Nos encontramos de nuevo, lord Derfel —me saludó Bors en el nombre de su señor, pero no le hice caso.
—Lancelot —dije al rey directamente, a secas, sin hacer honores a su rango—, mi señor Arturo será clemente con vuestros hombres con una condición —dije en voz alta para que me oyeran todos los lanceros del patio de armas. La mayoría de los guerreros llevaban el águila pescadora de Lancelot en el escudo, pero algunos habían pintado la cruz o las dos curvas del pez—. La condición de tal clemencia —proseguí— es que os enfrentéis a nuestro paladín, hombre contra hombre, espada contra espada, y si sobrevivís, seréis libre y podréis llevaros a vuestros hombres; si morís, vuestros hombres serán libres igualmente. Aunque prefiráis no luchar, vuestros hombres serán perdonados, todos excepto aquellos que hubieran jurado lealtad previamente a nuestro señor el rey Mordred, los cuales morirán. —La oferta era sutil. Si Lancelot luchaba, salvaría la vida a los que se habían cambiado de bando para apoyarle, pero si no se prestaba al combate singular, los condenaría a la muerte, acto que mancillaría su propio honor.