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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (38 page)

BOOK: El enigma de Ana
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Una mañana al regresar del paseo matinal con Renato, Ana le comentó que aquella misma tarde tenía que marcharse.

—¡Pero si me has dicho que te quedarías toda la semana! —exclamó él disgustado. Su creciente amistad les había llevado a tutearse.

—Sí, pero he pensado que es mejor que me vaya. Bruno comienza a estar perfectamente encajado en la vida de Pienza; los dos habéis congeniado bien y sin duda serás de gran ayuda para él. Mi trabajo ha finalizado. Debo seguir con mi vida.

Renato advirtió que sentía en lo más profundo de su ser que Ana se fuese: se estaba encariñando demasiado con ella.

—Perdóname, estás en tu derecho. Pero prométeme que me escribirás para tenerme al tanto de todas tus actividades.

—Sabes muy bien que lo haré. ¿Me acompañas a despedirme de Bruno?

Caminaban muy cerca el uno del otro, tanto que a veces sus manos se rozaban, y a ninguno le dejaba indiferente aquel contacto.

—Ayer oí por casualidad que en Pienza se conoce la casa de Elsa como la de la violinista. Suena bien.

—Los últimos años todo el mundo la quería —recordó Renato—. Cuando empezó a enseñar música, la gente la fue conociendo mejor y a Elsa no tenías más remedio que quererla.

Bruno estaba pintando en la logia. Al verlos trató de ocultar de su vista los trazos plasmados en el lienzo.

—Será mi primer cuadro en Pienza… y será para usted, Ana.

—Muchas gracias. Me encantará tener su versión del paisaje de la Toscana.

—No, no será el paisaje el protagonista, sino Elsa. Es la forma de darle las gracias por lo mucho que ha hecho por nosotros. También quiero regalarle el amati, seguro que esa sería la decisión de Elsa.

Ana se emocionó. Tomó el violín en sus manos con amor, solo como una profesional sabe hacerlo. Lo acomodó en su hombro, lo acarició con la mejilla y pensó en Elsa, en su padre, en el
Capricho 24.
Pero ella amaba a Bach y decidió que lo mejor en aquellos momentos sería oír una de las maravillosas danzas de la Partitas. Con los ojos cerrados, acometió la interpretación de la allemanda, primer movimiento de la
Partita número 2 en Re menor.
Las vibrantes notas se expandían al exterior y bien parecía que las ramas de los pinos y algún que otro ciprés se dejasen llevar por los sones de aquella dulce e insinuante cadencia que los hacía sentirse ligeros como si de repente pudieran elevarse sobre sí mismos.

Cuando se desvanecieron los últimos acordes y de nuevo el silencio se hizo dueño de la logia, Ana abrió al fin los ojos y miró en derredor. Los muros, el aire, incluso la quietud hablaba de Elsa y su amor eterno. Sabía que en apenas unos minutos se despediría de Bruno y que quizá no volviese a verle. Pero también que una parte de ella misma permanecería por siempre en aquella casa.

—Creo que es hora de que me vaya —se obligó a susurrar apenas a sus embelesados oyentes, la voz atrapada en el nudo de su garganta.

—Sé que un día te escucharé tocar en Roma y me sentiré muy orgulloso de ti. —Habían hecho casi todo el camino en silencio y las repentinas palabras de Renato la sorprendieron.

—¿Por qué lo sabes?

—No me preguntes. Tiene que ser así.

Habían llegado al hotel.

—¿De verdad no quieres que espere contigo hasta que venga el coche? —insistió Renato.

—No, por favor, despidámonos aquí.

Por una vez, Renato no protestó. Simplemente la miró a los ojos, le besó la mano como si quisiera que aquel momento fuese eterno… y se dio la vuelta tras un «nos veremos pronto» que sonó más parecido a un «no te vayas» de lo que él hubiese deseado.

Ana le observó mientras se alejaba. Ansiaba volver a estar muy pronto con él. Dentro de unos meses regresaría por sorpresa a Pienza y lo haría de forma distinta, liberada de los motivos que la habían llevado a descubrir esa interesante ciudad.

Antes de entrar en el hotel, tuvo la necesidad de acercarse al hermoso pozo renacentista que le había dado la bienvenida y al que Elsa se sentía tan ligada. Se aproximó y, al tiempo que pasaba la mano por el mármol centenario y sonreía ante el apego afectivo que experimentaba en determinados lugares, pensó que aquel sería siempre su lugar preferido en Pienza. A punto de abandonar la plaza, se giró para mirar el pozo una vez más y creyó ver a una mujer apoyada en él. Aunque estaba de espaldas, juraría que era la misma imagen de sus sueños, la del cuadro de Bruno. La mujer se giró y la miró sonriendo. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo.

Más tarde, en el coche que la alejaba de Pienza, Ana recordaría cómo había echado a correr hacia la figura, aun cuando sus pies permanecieron anclados en tierra y su mirada poco a poco fue enfocando los contornos solitarios de un pozo al que únicamente acompañaba el recuerdo de días pasados. «Otra vez mi imaginación», se reprendió justo antes de que una emoción nueva hiciese presa en ella: esa suerte de felicidad que sigue a la culminación de una tarea, la paz del deber cumplido. Cuando las palabras salieron de sus labios, no hizo amago de frenarlas.

—Querida Elsa, ya puedes descansar en paz. Tu amor ha traspasado la muerte. Dile a mi padre que le quiero.

Levantó la vista al cielo y la bajó de nuevo para recorrer con ella la plaza. Luego dio media vuelta y se alejó despacio por las recónditas calles. A su espalda, el aire mecía los cipreses y su olfato jugaba a engañarla empujando a su memoria el aroma del tilo. Y de no ser porque lo sabía imposible, Ana habría jurado que el viento, los pájaros, las hojas con su roce, toda Pienza tarareaba in crescendo la partitura del 24.

— FIN —

Agradecimientos

• Gracias a Marisa Bernabé y Maya Granero por sus sabios consejos.

• A Ignacio Bayón por su apoyo musical.

• A mi amiga, Josefina Barbas, por ser mi lectora incondicional.

• A Nieves y José Manuel Otero Novas, a Luisina y Teodoro López Cuesta por su generosidad al liberarme de ocupaciones para poder seguir escribiendo esta novela.

• A Paloma Gómez Borrero y Rosa María Olona, siempre dispuestas a ayudarme.

• A Sefa y José Miguel Ortí Bordas por leer mi manuscrito y asesorarme sobre el paisaje de la Toscana.

• A Silvia y Marcelino Oreja, cuya casa en el campo ha inspirado muchas de las páginas de esta novela.

• A Lucila y Manuel Gómez por su cariño.

• A Carlos Carbonell, que me ha abierto las puertas del mundo de la psiquiatría.

• A Pedro Rocamora por sus informaciones sobre la hipnosis.

• Y gracias a Belén López y Ana Lafuente por haber confiado en mí animándome a escribir mi primera novela de ficción.

La autora

María Teresa Álvarez nació en Candás (Asturias) el 27 de octubre de 1945. Licenciada en Ciencias de la Información, fue la primera mujer cronista deportiva en la radio asturiana y la primera presentadora del programa regional de TVE en Asturias.

En 1987 se trasladó a Madrid para conducir la Subdirección de Cultura y Sociedad de los telediarios de TVE. Un año más tarde dejó la información diaria para realizar documentales histórico-divulgativos. En esta línea ha dirigido: «Viaje en el tiempo», dedicado a desvelar los enigmas e incógnitas sobre Cristóbal Colón; «La pequeña española», Viena 1791-1991, que recreaba la vinculación de Mozart con España; «Sefarad, la tierra más bella», sobre el pasado y el presente de los judíos sefarditas; y «Mujeres en la Historia», un tema que siempre le ha interesado y sobre el que, además de escribir, da cursos y conferencias.

En 1999 publicó su primer libro, «La pasión última de Carlos V». A éste le han seguido: «Isabel II», «Melodía de un recuerdo», «El secreto de Maribárbola», «Madre Sacramento», «Ellas mismas». «Mujeres que han hecho historia contra viento y marea», «La comunera de Castilla» y «Catalina de Lancaster» han sido otros de sus libros que han consagrado su éxito como escritora.

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