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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana

BOOK: El enigma de Ana
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Un amor más allá de la muerte y un mensaje en una antigua partitura cambiarán definitivamente su vida. Ana Sandoval es una joven de 22 años perteneciente a la alta sociedad madrileña. Es una mujer inquieta, que sueña con hacer de su pasión por el violín una verdadera profesión. Su monótona vida, ha estado marcada por los planes de su madre que desea que su hija se case con un joven abogado con un prometedor futuro. Sin embargo, todo cambia en la Nochevieja de 1894 cuando Ana se dispone a interpretar a Mendelssohn y de su violín empiezan a surgir otras maravillosas notas pertenecientes al Capricho 24 de Paganini. A partir de ese momento sucederán hechos extraordinarios como el hallazgo de un misterioso texto entre las notas de una antigua partitura que la llevarán a descubrir emociones y sentimientos desconocidos.

María Teresa Álvarez

El enigma de Ana

ePUB v1.0

Dirdam
03.03.12

Edición de: Planeta

Fecha de publicación: 11 de noviembre de 2009

ISBN: 978-84-8460-819-6

A Sabino

I

E
n la total oscuridad de la noche, aquella luz sorprendía y asustaba. Procedía de la hermosa casa de La Barcarola, situada en las afueras de Biarritz. Uno de sus grandes balcones aparecía iluminado, algo que no tendría importancia si fuera otra época del año, pero aquella noche ofrecía un aspecto insólito y su aparente irrealidad atraía la atención como si de un imán se tratase.

Por lo general, todas las lujosas residencias cercanas a la costa de Biarritz se mantenían cerradas durante el invierno, y si alguno de sus propietarios decidía acudir a despedir el año, la luz reinaba intramuros y la música y alegría de los invitados lo llenaban todo. Sin embargo, en esta noche, la última de 1894, el silencio era total en La Barcarola y la mansión permanecía entre tinieblas. Solo aquella luz, una luz que asomaba por el balcón entreabierto, encarnaba la nota discordante en la negra sinfonía nocturna.

Acariciada por el murmullo del mar, Ana Sandoval por fin había conseguido relajarse; a su lado descansaban el violín y una botella de champán a la que aún le quedaba para dos copas. No era su bebida favorita, pero en Año Nuevo la tradición exigía el brindis, aunque en aquella ocasión tendría que brindar consigo misma: había decidido despedir el año completamente sola, darle la bienvenida a 1895 de forma especial, ahora que la muerte de su amado padre la enfrentaba a una existencia diferente para la que iba a precisar nuevos estímulos.

Si alguien se detuviese a enjuiciarla, probablemente tomase por excentricidad, provocación o desequilibrio el hecho de aislarse en una noche como aquella, pero a ella no le importaba. 1895 iba a ser un año en el que tendría que tomar importantes decisiones y necesitaba pensar, encontrarse consigo misma y decidir sobre lo que de verdad deseaba hacer. Había terminado la carrera de violín con notas extraordinarias y se consideraba una persona privilegiada porque amaba la música y podía dedicarse a ella, aunque ahora la oprimía una sensación de pérdida: había estado muy unida a su padre, que había sabido encauzar sus pasos hacia ese maravilloso «mundo» de la música. Todo se lo debía a él.

Pensó en lo importante que sería para ella contar con la opinión paterna al respecto de la decisión que debía tomar. Se dio cuenta de que nunca habían hablado de su futuro como violinista. La mayoría de las personas mayores que conocía la aconsejaban que hiciese gala de sus habilidades con el violín solo en determinados actos sociales, pero que no se dedicara profesionalmente a la interpretación. ¿Cuál habría sido la postura de Pablo Sandoval?

A través de un profesor de la Escuela le habían propuesto formar parte de un grupo de cuerda vienés que recorrería Europa dando conciertos, y la oferta resultaba sin duda tentadora, aunque arriesgada de cara a su entorno, que nunca aprobaría semejante decisión en una mujer en aquel tiempo.

Ana miró con especial ternura el violín y, como si pudiera oírla, le dijo que juntos verían amanecer un nuevo día y un nuevo año. Le gustaba tenerlo cerca. Desde la primera vez que tuvo un violín en sus manos, supo que aquel era su medio de expresión, el instrumento musical con el que mejor se identificaba.

La joven apartó suavemente la manta que la cubría. Se levantó del sofá donde se encontraba tumbada y colocó unos troncos en la chimenea avivando el fuego que a punto estaba de extinguirse. Se sirvió una copa de champán y con ella en la mano salió a la pequeña terraza contigua al balcón, para mirar el mar. La luna llena jugaba con las inquietas aguas y estas festejaban su presencia adornándola con blancos encajes. Ana quedó extasiada ante semejante espectáculo. Era verdaderamente hermoso.

Siempre le había interesado observar cómo discurría el mundo cuando el sueño se convertía en amo y señor de todo, en centinela de la vida. Tal vez por eso tenía la impresión de que era otra la existencia que se percibía en la noche, y por el mismo motivo siempre procuraba llegar a las ciudades que no conocía cuando la actividad las había abandonado. Imaginaba que de esa forma establecía una vinculación especial con ellas: junto a la quietud llegaban las voces susurradas, las vivencias intuidas en otros que, como ella, habían sentido la necesidad de comunicarse con aquel silencio de siglos.

Ana Sandoval iba vestida como si fuese a asistir a la más elegante de las fiestas. Llevaba un traje maravilloso de vaporosa gasa blanca, que no dudó en desvirtuar al ponerse encima una enorme chaqueta roja de punto, Esas eran las ventajas de estar sola: no tenía que dar cuenta a nadie de sus actos. Podía ponerse la ropa que le apeteciese, sin escuchar los críticos comentarios de su madre. Nunca había experimentado una sensación de libertad tan grande como la que estaba disfrutando desde su llegada a La Barcarola.

Por la mañana había descubierto un nuevo Biarritz. No es que ella fuera una habitual de esta localidad francesa que años atrás puso de moda la emperatriz Eugenia de Montijo, pero sí la había frecuentado algunos veranos. Aunque el pueblo que hoy había recorrido no era el mismo que acudía a sus recuerdos. Lo primero que le sorprendió fue la panorámica de Biarritz que, en el trayecto de bajada desde la casa hasta la playa, pudo contemplar a través de los tamariscos. Allí, en la atalaya, comprobó que el escenario que se abría ante sus ojos le resultaba mucho más atrayente en esta época del año. La playa que recordaba multicolor y llena de personas y casetas estaba ahora desierta, y era tan sugerente y tan nueva que no pudo resistirse a dar un paseo por la orilla, en compañía de unas cuantas gaviotas que tan pronto la ignoraban como parecían celebrar su presencia.

A pesar de que el día estaba nublado, o tal vez por ello, descubrió un encanto especial en aquel rincón de la costa atlántica. Pensó que al igual que la belleza de las personas se puede resaltar con determinados colores, el auténtico encanto del paisaje únicamente se desvela bajo diferentes luces. Ella, una gran enamorada del sol, se dio cuenta de que este era menos importante en las costas atlánticas, que resultan mucho más misteriosas y atrayentes con la luminosidad pastosa de un día nublado.

Incitada por las gaviotas, aquella mañana había acudido, como ellas, al pequeño puerto pesquero para dar la bienvenida a los pescadores que regresaban a casa con buenas capturas de sardinas. Nada de aquello le resultaba ajeno, sin embargo, eran otros los círculos por los que se movía una clase social acomodada como la suya: terrazas llenas de gente refinada, calles repletas de tiendas de postín y los conocidos que cada verano acudían allí a pasar sus vacaciones. Aun así, tampoco disfrutaba de estos ambientes. Por suerte, Ana contaba con un componente romántico tan desarrollado y una imaginación tan viva que no le resultaba complicado evadirse con relativa frecuencia de la realidad que la rodeaba. Era sencilla, generosa, sincera y por ello disfrutó charlando con los verdaderos habitantes de este pueblo, sobre todo con la preciosa muchachita que atendía una tienda de objetos de regalo. Le compró una colección de postales. En una de ellas se veía La Barcarola. Al observar la bella mansión allí reproducida, entendió por qué su tía se había encaprichado con la casa. Nadie podía dejar de fijarse en ella, era perfecta. No solo llamaba la atención por estar situada sobre una especie de acantilado, sino por unos robles centenarios que como guardianes celosos custodiaban la airosa y estilizada edificación construida en piedra, y esa belleza se extendía a su interior, que era una auténtica delicia.

Elvira Sandoval, la tía de Ana, se había encargado personalmente de la decoración y no cabía duda de que había hecho un buen trabajo. Quizá un poco atrevido. Por ejemplo, en el salón, donde se hallaba Ana, la tela de las paredes era adamascada en un tono oro viejo tirando a amarillo y los cortinones de generosas rayas de vivos colores —naranja, marrón, verde musgo y beis clarito— proporcionaban un ambiente un tanto oriental. Aquel era uno de los rincones preferidos de su tía Elvira; el lugar donde recibía a sus amigos más íntimos.

Ana seguía mirando ensimismada en medio de la oscuridad de la noche el ir y venir de las atrayentes olas. Pensó en las veces que su tía Elvira habría contemplado aquel espectáculo. «Seguro que Juan ha estado aquí a su lado en más de una ocasión», se dijo. Juan Blasco era el amigo íntimo de Elvira desde hacía casi veinte años. Era un hombre guapo, rubio, de mediana estatura. Últimamente se había dejado barba; una barba corta que le favorecía y que siempre llevaba perfecta, porque Juan era una persona pulcra no solo en su exterior, sino en todo su ser. Ana tenía el convencimiento de que estaban enamorados, y no entendía por qué no se habían casado. Los dos continuaban solteros pese a haber dejado atrás los cuarenta.

Entró de nuevo en la habitación y se situó cerca de la chimenea que alegremente crepitaba, creando unas hermosas y sugerentes llamas. No rechazó el fascinante atractivo que estas ejercían sobre ella. Cuando por fin pudo liberar sus ojos de aquella presión hipnótica, se fijó en el grupo de payasos que parecían observarla sobre una mesa. Pertenecían a la colección de su tía Elvira y los había de todo tipo: grandes y pequeños; de porcelana, madera, trapo y barro; unos melancólicos y otros verdaderamente divertidos; jóvenes y ancianos. Recordaba el nombre de alguno de ellos (todos los payasos de su tía tenían nombre propio) y mientras los miraba pensó que nunca le había preguntado cuál era para ella su atractivo y por qué los coleccionaba. Tal vez obedeciera a una reminiscencia de la infancia o simplemente alguien le había regalado uno, despertando en ella el deseo de hacerse con otros. Ana no creía en la opinión que aseguraba que los coleccionistas eran siempre personas avaras, encerradas en sí mismas. Esa definición seguro que podría aplicarse a muchos de ellos, pero jamás a su tía, que era una de las personas más generosas que conocía.

Al descubrir a
Bepo,
lo tomó en sus manos. Estaba hecho de porcelana muy fina y poseía una figura muy estilizada. Siempre le había llamado la atención porque al mirarle creía percibir una sensación especial, como si el payaso quisiese comunicarse con ella para transmitirle su incomodidad al verse encerrado en aquel traje. Se dijo que probablemente el creador de
Bepo
ideó su cara y su cuerpo para hacer de él un pianista, un director de orquesta o un violonchelista, pero algún contratiempo o compromiso hizo que lo convirtiera en payaso. De repente una fuerte y desconocida emoción la llevó a prometerse que no se separaría de él, que no lo dejaría solo en La Barcarola.
Bepo
viajaría con ella a Madrid. No volvió a colocarlo junto con los otros payasos. Lo depositó con delicadeza en una mesita auxiliar, muy cerca del violín, y luego comprobó la hora: eran las cinco de la madrugada. Se sirvió una copa y decidió salir de nuevo a la terraza, oscilando su ánimo entre la ilusión de ver nacer un nuevo año y el dolor de saber que no volvería a contar con el amor incondicional de su padre.

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