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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (7 page)

BOOK: El enigma de Ana
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—Don Santiago, creo que nunca conseguiré identificarme plenamente con la fisonomía del arco —comentó Ana con cierta tristeza.

—Es cuestión de paciencia. Su mano, señorita Sandoval, ya domina el arco —le dijo él convencido.

—Pero mis
spicattos
no son rápidos y vibrantes como los suyos —replicó ella.

—Seguro que dentro de muy poco me supera. La técnica es indispensable, por supuesto, pero a la hora de llevar ese conocimiento a la práctica no basta con dominar el violín para arrancar de sus cuerdas la Música, con mayúscula. Lo fundamental es sentir la partitura que interpretas, vivirla. Y para eso lo más recomendable es conocer la vida del compositor que la ha creado, la época en la que vivió. Conectar con su mundo y entender las claves que utilizó para transmitirnos sus sentimientos. ¿Qué le parece si interpretamos juntos uno de los Caprichos? —le preguntó don Santiago antes de añadir—: Hoy dispongo de unos minutos más.

—De acuerdo —respondió Ana con cierto temor.

—¿Cuál prefiere?

Sabía que a su profesor le entusiasmaba el
Capricho 15
y pensaba decirle que tocaran ese. Sin embargo, no fue eso lo que salió de su boca.

—Me encantaría que lo intentáramos con el 24.

—Perfecto. Vamos allá.

Se asustó al escuchar su propia voz y advirtió al instante que había cometido un error: ¿cómo iba a tocar el 24? Y si lo hacía igual que en Biarritz, ¿qué pensaría don Santiago? ¿Por qué lo había dicho cuando no era esa su intención? La muchacha intentó darse ánimos diciéndose que no volvería a suceder. Ella no sabía interpretar bien ninguno de los Caprichos y, además, lo haría con su profesor. «Seguro que me muestro insegura y fallo en algunas notas», se dijo.

Los violines comenzaron a sonreír. A sonreír triunfantes ante la alegría de vivir, sumergiéndose en un bucle de felicidad en el que todo giraba, giraba… daba vueltas, vueltas y más vueltas. Ana podía estar tranquila, su interpretación era mucho peor que la del profesor. Su violín no alcanzaba la expresividad que don Santiago arrancaba del suyo… De repente, la partitura cayó del atril obligándolos a parar. Don Santiago quiso recogerla, pero Ana se le adelantó y al levantarse perdió el equilibrio y casi cae de bruces sobre una de las mesas auxiliares. Era una mesa de cristal en la que se encontraban distintas figuras y don Santiago se fijó en una de ellas que a punto estuvo de estrellarse contra el suelo pero que él consiguió sujetar antes de que se desplomara. Era la escultura de un payaso.

Ana aprisiona nerviosa el violín y se desliza por sus cuerdas… Y vuelve a suceder, de nuevo la inmersión gozosa en la vorágine de las emociones. Unos segundos para la melancolía y después el vértigo y el delirio… Todo gira, gira… da vueltas, vueltas y más vueltas y el violín se complace emitiendo su voz clara, sonriente, plena de felicidad. Sin darse cuenta, se abandona mecida por aquellas sensaciones…

Al final, sucedió lo mismo que en Biarritz: la emoción apenas la dejaba respirar, pero a diferencia de aquella noche, Ana no estaba sola… Hacía unos minutos que el profesor había dejado de tocar, impresionado por la interpretación de su alumna.

—Señorita Sandoval —dijo muy serio—, jamás había escuchado una interpretación como la que usted acaba de hacer, ¿qué ha sucedido? ¿Ha disimulado durante todo este tiempo al interpretar a Paganini? ¿Cómo ha podido tocar ahora con esa maestría? ¿Qué es lo que pretende? ¿Por qué ha ocultado sus conocimientos? No entiendo por qué me ha pedido que le dé clases.

Mientras buscaba una respuesta, Ana advirtió que su profesor la estaba mirando directamente a los ojos. Aquella mirada la desconcertó y antes de que reaccionara, don Santiago añadió:

—Supongo, mi querida señorita, que ahora que he descubierto la verdad y he comprobado cómo interpreta a Paganini, no necesitamos seguir con este juego. Buenas tardes.

Ana estaba petrificada, incapaz de reaccionar, pero algo tenía que hacer, don Santiago no podía irse de aquella forma.

—Por favor, espere, no se vaya. De verdad que no es lo que parece —dijo de forma automática mientras se debatía buscando una explicación. De pronto decidió que le diría solo una parte de la verdad—. Verá, don Santiago, me acaba de escuchar, pero no soy yo quien ha interpretado el
Capricho 24.
Es mi mano, no soy yo quien la guía. Mis manos obedecen a una fuerza con la que nada tengo que ver.

El la escuchaba muy serio y con la ironía pintada en su cara.

—Ya está bien, señorita Sandoval. No siga burlándose de mí.

—Es la verdad —replicó Ana—, le aseguro que intento tocar cualquier otro Capricho y no puedo. Además, no siempre consigo una versión del 24
como
la que he interpretado hace unos momentos. No tengo ni idea de qué factores pueden influir para que se produzca en mí este fenómeno. La primera vez que me sucedió fue en fin de año. Y ahora ha sido la segunda.

A don Santiago le costaba dar crédito a lo que estaba escuchando, pero decidió seguir con la conversación como si fuera normal, preguntándole a Ana.

—¿Por eso ha decidido perfeccionar su técnica con Paganini?

—Sí. Pensé que podría ser mi inconsciente y decidí que lo mejor sería aprender a interpretarlo bien.

—Señorita, por favor, ¿qué pretende con esta historia?

—No miento. Debe creerme, profesor.

—Es difícil. No le encuentro explicación.

—Tampoco yo, y es posible que nunca descubra qué me pasa.

Santiago no sabía cómo reaccionar, su cabeza era un auténtico caos. Nunca había escuchado una interpretación del
Capricho 24
mejor que aquella. Jamás se había conmovido de esa forma. ¿Cómo había conseguido aquella rapidez endiablada? Le costaba creer lo que estaba sucediendo. Si se lo hubieran contado, jamás se habría fiado de semejante historia, pero él había sido testigo. ¿Qué explicación podía tener un fenómeno así? ¿Era cierto lo que le había asegurado Ana, y no era ella quien conseguía arrancar aquellas notas del violín… o disimulaba cuando decía que no sabía interpretar a Paganini? Pero si era así, ¿qué sentido tenían las clases? El profesor, normalmente muy adusto y serio, no pudo evitar pensar que tal vez su alumna las utilizaba para conseguir una mayor intimidad con él, para llamar su atención y conocerle mejor. Por unos momentos la idea de que Ana estuviese interesada en él le hizo sentirse el hombre más feliz del mundo. Pero no debía engañarse: a su alumna, a quien él conocía muy bien, le sucedía algo extraño.

—De verdad, don Santiago —seguía diciendo Ana—, debemos continuar con las clases. Usted sabe perfectamente cuál es mi nivel de destreza. Lo que hemos escuchado hace unos minutos no es real, mejor será que lo olvidemos.

—De acuerdo —dijo sin mucho convencimiento.

—El martes le espero como siempre, ¿verdad? —preguntó nerviosa Ana.

—Claro que sí. Aquí estaré. Buenas tardes, señorita Sandoval —dijo don Santiago al tiempo que abría la puerta de la calle. Era consciente de que de nuevo había sido débil. Le resultaba muy difícil reunir la fuerza necesaria para renunciar a aquellas clases que le causaban tanto sufrimiento como alegría. No podía evitar que sus sentimientos por Ana fuesen cada vez más fuertes, pero ahora se sentía tan confuso… «Lo mejor será que pase por casa a dejar el violín y después vaya a tomar unas copas con mi amigo Gálvez», se dijo mientras lanzaba un último vistazo por encima del hombro a la casa de su alumna.

Media hora después de que se hubiera ido el profesor, Ana seguía sentada dándole vueltas a lo que había sucedido. ¿Por qué tuvo que pedir el
Capricho 24?
Tal vez, por algún motivo, esa fuerza desconocida quería que hiciese partícipe a don Santiago de la experiencia vivida en Biarritz, aunque también era posible que fuese ella misma quien estuviese deseando hacerlo. Con auténtica sorpresa se dio cuenta de que deseaba tenerle a él como confidente de sus problemas y no a Enrique, y esto a su vez le llevó a pensar que aquella timidez que solo experimentaba ante su profesor quizá respondiese a algún sentimiento que aún no era capaz de reconocerse a sí misma. Siempre lo había admirado porque era el mejor maestro y porque compartían la misma pasión por el violín. Sin embargo, ahora Ana no estaba tan segura de que solo fuese eso lo que despertaba en ella su afecto por don Santiago. «Tal vez me sienta atraída por personas mayores a las que admiro —se dijo—. Sí, es posible que en el amor se fundan muchos aspectos».

—¿Aún no te has arreglado? —preguntó sorprendida Elvira, que acababa de entrar en la habitación.

Sobresaltada, Ana consultó el reloj de la mesa y al instante se puso en pie.

—Mil perdones, tía, no tardo ni cinco minutos. Me he despistado, no tenía ni idea de que ya fueran las siete.

Habían quedado para ir juntas al Café de Levante; con suerte, allí daría un paso más que le ayudase a resolver el misterio: ya había hablado con los tres profesores más antiguos en activo de la Escuela y les había pedido información sobre algún compañero o compañera que hubiese dejado el centro de forma repentina hacia 1870. Había decidido centrar la búsqueda en la época que rodeó a la muerte del general Prim. Sabía que aquello no dejaba de ser una hipótesis, pero algo le llevaba a relacionar ambos sucesos y en cualquier caso no podía hacer nada para avanzar en su investigación salvo agarrarse a ese clavo ardiendo. Dos de los profesores no recordaron nada que pudiese darle alguna pista, pero uno sí le facilitó el nombre de dos compañeros que habían abandonado el centro a comienzos de los años setenta. Después de muchos esfuerzos, Ana consiguió localizarlos.

El primero de ellos vivía retirado en el campo, muy cerca de Guadalajara; se llamaba Nemesio García y sobrepasaba los sesenta. Era un hombre huraño, encerrado en sí mismo, desengañado de la sociedad y no quería ver a nadie. A Ana le costó muchísimo que le hablara de su etapa en la Escuela, pero al final le confesó que la había dejado por un enfrentamiento personal con otro profesor: «Me fui antes de cometer una barbaridad —le dijo—. Existen personas, señorita, que mejor que no hubieran nacido. A mí me tocó convivir con una de ellas, un ser despreciable que disfrutaba haciendo el mal y yo era su objetivo. He quedado escarmentado. Aquí en la soledad del campo soy feliz».

Aquel individuo no guardaba ninguna relación con el tema que la preocupaba. A quien Ana pretendía ver en el Levante era al segundo: Fernando Gálvez.

—¿A qué hora me has dicho que actúa ese señor? —preguntó Elvira con desgana.

—No, él no está contratado para actuar. Me han contado que acude con frecuencia al café y que muchas veces se anima a tocar, aunque muchos días, si no le apetece, no se ocupa del violín.

—Bueno, en realidad nos da lo mismo porque lo que nos interesa es hablar con él —apostilló Elvira.

—Ya sé que no te apetece nada acompañarme —le dijo Ana cariñosa— y puedes estar segura de que si no fuera necesario, no te lo pediría. Es que si voy yo sola puede haber algún malentendido, y además no me atrevo.

—No digas tonterías —respondió su tía—, te acompaño encantada. Lo que sucede es que creo que estamos perdiendo el tiempo, pero con tal de que te quedes tranquila, sea como tú quieras.

—¿Crees que nos dirán algo inconveniente por ir dos mujeres solas?

—Pues depende de quién esté en el café, aunque seguro que la mayoría se sorprenderá y nos mirará como a bichos raros.

—Me han asegurado que al Levante van muchos literatos —matizó Ana—, y que es el único en el que la música ocupa un lugar destacado.

Ninguna de las dos había estado nunca en un café, entre otras razones porque hasta hacía muy poco estaba prohibida la entrada a las mujeres en estos locales. De los más de sesenta cafés que abrían sus puertas en el centro de Madrid, solo uno, el Suizo, disponía de un salón destinado en exclusiva a las damas. En este salón, que llamaban Blanco, únicamente se servía chocolate, cremas y una especie de bollos que se harían famosos con el nombre de «suizos».

El Café de Levante era un local grande un tanto lúgubre, sobre todo traspasados los primeros metros, en la zona donde no llegaba la luz del día que se colaba por los ventanales de la entrada. Pese a la escasa iluminación, pudieron comprobar el deterioro de muchos de los otrora espléndidos sofás tapizados en terciopelo verde, que pedían a gritos una reparación. A Elvira no le pasó desapercibida la decoración pictórica y pensó en preguntarle a Juan de quién eran aquellos óleos. Le parecieron buenos, en especial uno de ellos, pues tuvo la sensación de que reflejaba el interior del propio café: la escena mostraba a un grupo de personajes, unos sentados y otros de pie, escuchando a otro que les leía probablemente el periódico.

Había pocas personas en el Levante, dos o tres grupos no muy numerosos —algo que agradecieron tanto Elvira como Ana, porque, aunque disimulaban para darse ánimo, estaban bastante nerviosas—. Observaron que alguno de los reservados se hallaba ocupado, ya que la cortina aparecía echada.

Al final del salón, en una especie de tarima muy baja, estaba el piano y a su lado un hombre tocaba el violín. A juzgar por su aspecto —parecía rondar los sesenta—, bien podría ser la persona a quien buscaban. Ana y Elvira se sentaron bastante cerca de la tarima y pidieron café a un camarero que las miró con cierta suspicacia; a diferencia del resto del escaso público, se dispusieron a escuchar la interpretación musical en silencio.

Tocaba a Juan Sebastián Bach.

Era hermoso el lamento del adagio en la primera sonata. En aquel ambiente, parecía que el sentimiento de soledad y dolor que expresaba el violín se multiplicara.

Metiéndose en la piel del intérprete, Ana pensó en lo frustrante que debía de ser tocar ante diferentes grupos de personas y que estas se mantuvieran al margen de la partitura. Se fijó en las reacciones del violinista y tuvo la sensación de que se aislaba por completo, no le importaba lo que sucedía a su alrededor. Aunque podría tener una edad similar a la de Nemesio García, no se parecían en nada: pese al desaliño con el que vestía Fernando Gálvez, se percibía en él un cierto estilo. Tenía que haber sido un hombre muy elegante. Llevaba el pelo bastante largo, blanco, muy lacio pero perfectamente cuidado. No se le escapó a Ana una mirada del violinista que de soslayo se fijó en ellas, tal vez sorprendido al ver que estaban pendientes de la música.

—Qué falsos suenan los aplausos cuando sabes que no te han escuchado —susurró Ana al oído de su tía.

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