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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (25 page)

BOOK: El enigma de Ana
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Ana no pudo ocultar su desilusión, aunque insistió:

—Las personas a quienes quiero localizar se llaman Elsa Bravo y Bruno Ruscello. Es posible que fueran conocidas de la familia y sus nombres le resulten familiares.

—Nunca los había oído. ¿El es italiano?

—Creo que sí —contestó Ana con la pena pintada en su cara.

—Giuseppe —llamó Victoria.

Al momento se presentó el criado uniformado que había llevado a Ana hasta el jardín. La dama cruzó con él unas cuantas frases en un italiano demasiado veloz para los oídos de Ana, aunque creyó oír que le preguntaba al criado por un tal Lorenzo.

Victoria Bertoli tenía unos ojos oscuros, muy vivos y penetrantes. Había algo en ella como irreal: su aspecto externo era el de una mujer mayor, de principios de siglo. Es decir, nada en su vestimenta, en sus aderezos la hacía parecer antigua, sin embargo, no desentonaría en otro momento de la historia. Era como si fuese una parte más de aquel jardín maravilloso, de aquella casa centenaria. La dama, que no había dejado de observar a Ana con curiosidad manifiesta, le preguntó cariñosamente:

—Tiene mucho interés en localizar a esas personas,
non e vero?

—Sí. Creo que una de ellas, si no ambas, me necesita.

Ana se dio cuenta de que no había pensado la respuesta. De forma espontánea había dicho lo que de verdad sentía, y se puso nerviosa…

—Tranquilícese, señorita —dijo Victoria Bertoli mientras acercaba sus manos a las suyas—. Venga, acérquese un poco. No tema lo que pueda pensar esta pobre vieja. Me ha dicho la verdad y yo la entiendo muy bien. Desde el primer momento en que la vi supe que usted no era como los demás. Por ejemplo, sé que solo hace unas horas que ha llegado a Roma y ya se ha enamorado de la ciudad.

—¿Cómo puede saber lo que pienso? —preguntó incrédula.

—Se nota en los ojos, Ana. Permíteme que te tutee, podrías ser mi nieta —le pidió Victoria con dulzura—. Mírame. Yo he nacido en Roma y como casi todos los romanos amo a mi ciudad. Pero el mío es un amor distinto. Tal vez fuera más exacto llamarlo no amor, sino emocionado descubrimiento. Sí —aseguró la dama—, para mí Roma es como el descubrimiento del cordón umbilical que me une a la
eternith.
Y ante esta ciudad maravillosa siento la necesidad de mostrarme tal y como soy. De la misma forma y con la misma intensidad que tú, Ana. No todo el mundo es sensible a ese embrujo especial: solo los elegidos por ella son capaces de sentir su latido milenario, su hermosura imperecedera, su esencia eterna.

Ana escuchaba emocionada las opiniones de su anfitriona.

—Quienes somos capaces de experimentar sentimientos como el que Roma nos provoca estamos abiertos a muchas cosas, la mayoría de las veces incomprensibles para otros —dijo Victoria mientras se pasaba la mano por la frente—. Me duele la cabeza —se lamentó—, no debería haberte recibido en el jardín, el sol me hace daño, pero deseaba que conocieras este lugar. ¿Verdad que te gusta?

—Muchísimo —se apresuró a contestar ella.

—Quería decirte, Ana, que no dudes de esas sensaciones para las que no encuentras explicación. Eres muy sensible y una gran receptora.

—¿A qué se refiere? —preguntó un poco asustada.

—Tu espíritu capta energías que buscan respuestas.

—¿Cómo puedo conseguir lo que se espera de mí?

—Dejándote llevar de tu intuición —aseguró Victoria, que añadió—: Siento no poder seguir contigo. Pronto llegará mi hijo Lorenzo. Pregúntale a él como si no hubieras hablado conmigo. Estoy segura de que quien podría conocer a esas personas era mi hija Valeria, la violinista, aunque Lorenzo era su confidente.
Si hai ricevuto l'incarico di trovare queste persone, non preocuparti, perché ce la farai.

Ana la miró en un intento de descifrar el significado exacto de la frase. Su conocimiento del italiano era muy limitado. Al darse cuenta de que había dejado de expresarse en castellano, Victoria rectificó de inmediato.

—Si has recibido el encargo de encontrar a esas personas —repitió—, no te preocupes porque lo conseguirás. Querida Ana, debes persistir pese a las dificultades. No te desanimes. Sigue firme en tus convicciones.

Ana se sentía un poco aturdida. ¿Cómo podía saber aquella señora desconocida nada de lo que a ella le había sucedido? En medio de su turbación, se dio cuenta de que le había dado la razón: «Has recibido el encargo», le acababa de decir. Sí, su misión era encontrar a Elsa Bravo y a Bruno Ruscello: ese era el único objetivo.

Le gustaría preguntarle muchas cosas a aquella mujer fantástica, pero no debía molestarla. Victoria Bertoli intentó ponerse en pie y ella la ayudó, mientras le preguntaba si quería que la acompañase.

—No, muchas gracias. Ya está aquí Giuseppe.

Ana los miró mientras se alejaban. Antes de entrar en la casa, Victoria Bertoli se volvió hacia ella.

—No te olvides del concierto de esta tarde. Me han dicho que es muy bueno.
Arrivederci,
Ana.

—Cuídese, señora Bertoli.

Ana necesitaba meditar una por una las palabras que le había dicho Victoria. Cuando llegase al hotel intentaría transcribir la conversación que había mantenido con ella. No había transcurrido ni un minuto desde que la dejaron sola cuando un hombre alto y bien parecido entró en el jardín y se dirigió a ella en un perfecto castellano.

—Señorita Sandoval, tiene que perdonarme. No me han avisado de su llegada. Soy Lorenzo Alduccio Bertoli —dijo mientras tomaba su mano respetuosamente—. No sé cómo se enteró mi madre de que usted iba a venir, ni el porqué de ese interés en verla, el caso es que se ha puesto de acuerdo con los criados y no me han dicho nada hasta hace unos minutos. Lo siento de verdad. Seguro que mamá la ha aburrido con mil historias.

—No, en absoluto —dijo Ana con total sinceridad—. Me ha encantado conocerla.

—¿Y cómo sigue todo en Biarritz? —preguntó Lorenzo—. Yo estaba con mi padre cuando firmaron los documentos de la casa y no sabe cómo sentí que la vendieran. Guardo recuerdos imborrables de aquel lugar. Pero dígame, ¿qué información busca?

Ana le dio los nombres de las personas que quería localizar y se ilusionó ante la respuesta de Lorenzo.

—Mi hermana Valeria pasaba los veranos y parte del otoño en Biarritz y sé que muchos amigos se reunían con ella allí. Conocí a algunos, pero no eran esos sus nombres. De todas formas, tengo una ligera idea de que mantenía una gran amistad con una violinista española, aunque desconozco cómo se llamaba y tampoco puedo afirmar que la visitara en Biarritz… Quizá mi hermana Ludovica sí los recuerde.

Ella le escuchaba esperanzada.

—¿Dónde puedo localizarla? —preguntó con cierta impaciencia.

—Vive en el campo, pero esta tarde vendrá a Roma. Yo hablaré con ella —afirmó Lorenzo, para decir a continuación—: Si me facilita el nombre de su hotel o una dirección donde pueda localizarla, mañana paso a verla para contarle lo que me haya dicho mi hermana.

Ana agradeció la suerte que había tenido al encontrarse con personas tan agradables y dispuestas a ayudarla.

—Muchas gracias —le dijo con la mejor de sus sonrisas—. Es usted muy amable. Me alojo en el Gran Hotel Plaza y esperaré impaciente su visita.

—Si puedo ayudarla en algo durante su estancia en Roma, no dude en decírmelo, por favor. Estaré encantado de poder prestarle mi apoyo.

—Puede estar seguro de que lo haré —dijo Ana en un gesto de sinceridad—. Son ustedes las únicas personas que conozco en Roma.

Cuando se cerró la puerta tras ella y se vio de nuevo en la calle Giulia, Ana volvió a mezclarse con el bullicio, el ir y venir de las gentes y se dijo que muy pocos se imaginarían el maravilloso lugar que existía tras aquel portalón tan poco aparente.

No dejaba de pensar en muchas de las cosas que le había dicho Victoria Bertoli. ¿Sería una bruja, una
strega,
como decían los italianos, o una vidente? «Aunque es posible —se dijo Ana— que no sea nada de eso y que simplemente alguien la haya informado sobre mí». De pronto se dio cuenta de que le resultaba mucho más fácil creer que Victoria Bertoli era vidente a que hubiera recibido información sobre ella, entre otras razones, porque la anciana le había comentado aspectos de su personalidad que solo ella conocía. Caminó despacio mirando de vez en cuando los escaparates de los anticuarios, por los que había perdido todo interés.

Al fijarse en el número 151, recordó que su tía le había recomendado visitar la iglesia española de Santiago y Montserrat y allí, en ese número, se encontraba la portería del templo cuya entrada principal, situada en la calle contigua, probablemente estaba cerrada debido a la hora. Tal vez si el responsable de la puerta era amable, le permitiese pasar al interior.

En aquel momento fue consciente de una sensación nueva: era como si estuviese segura de que en Roma sé allanaban los caminos, es decir, tenía el convencimiento de que si sus deseos eran sinceros y venían movidos por el espíritu, todo se confabularía para hacerlos realidad. Animada con esta confianza llamó a la puerta.

El portero, un hombre de unos sesenta años, la recibió amablemente, aunque le dijo —o eso le pareció entender a Ana— que lo sentía muchísimo, pero debía cumplir las normas: la iglesia permanecería cerrada hasta las siete de la tarde. Ana insistió un poco diciéndole que más tarde no podría volver y que como española deseaba verla, sin embargo, todo resultó inútil. A punto estaba de abandonar la portería cuando un sacerdote muy sonriente hizo su aparición.

Los dos hombres cruzaron unas cuantas frases, salpicadas con miradas en su dirección, y al poco el sacerdote despidió al portero con una sonrisa y se encaminó hacia donde ella aún aguardaba.

Era un hombre con aspecto tranquilo, de mediana edad, que irradiaba simpatía. Mientras colocaba unas carpetas en una estantería, le dijo a Ana:

—No se vaya. ¿De qué parte de España es usted?

—De Madrid —contestó ella.

—Yo soy asturiano —replicó el sacerdote—. Llevo aquí quince años y no sabe cómo echo de menos a la tierrina.

—¿No le gusta Roma? —preguntó Ana sorprendida.

—Sí que me gusta, pero como Asturias nada —dijo muy ufano para añadir—: Si espera unos minutos, le enseño la iglesia en una visita rápida.

—Muchas gracias, es usted muy amable. La verdad es que me hace ilusión verla. Mi tía me ha hablado de ella. ¿Es verdad que los dos papas que hubo pertenecientes a la familia de los Borja están aquí enterrados?

—Sí. Hace cinco años el escultor, Felipe Moratilla, terminó el mausoleo que alberga los restos de los dos pontífices: Calixto III y Alejandro VI, que eran tío y sobrino respectivamente.

—¿Fueron consecutivos? —quiso saber Ana.

—No. Calixto III nombró a su sobrino Alejandro cardenal. Le fue abriendo camino, pero entre ellos hubo cuatro papas.

Ella desconocía casi todo de la historia papal. Sí sabía quién había sido el conocido como Papa Borgia, pero hasta que su tía no le habló del enterramiento de estos dos papas desconocía el parentesco que los unía. No tenía ni idea de que Calixto III fuera valenciano. Lo único que sabía de él era que había establecido una comisión para examinar el proceso al que habían sometido a Juana de Arco y que al final de los trabajos, la comisión anuló el juicio por el que había sido condenada a muerte. Entonces Juana de Arco fue declarada inocente de los cargos de brujería que la habían llevado a la hoguera. Por eso Ana le tenía cierta simpatía.

—Esta es la primera iglesia de Roma diseñada con una nave única rectangular y con tres capillas a cada lado —le explicó el sacerdote, que minutos antes se había presentado como el padre Ángel Muñoz.

—El presbiterio es muy grande —comentó Ana.

—Y muy profundo. Mire. En esta primera capilla de la derecha está el mausoleo de los papas Borja. Me gusta decirlo así y no Borgia, porque son españoles —matizó el sacerdote.

—¿Qué les pasó? ¿Por qué se les ha enterrado aquí? —se interesó ella.

—Parece que su comportamiento no fue el adecuado o, en fin, eso se dice. Aunque solo Dios conoce la verdad de los corazones. En todo caso, lo que sí es seguro es que despertaron más odios que afectos. Por eso se les negó la sepultura en el Vaticano e incluso tapiaron las habitaciones que ellos ocuparon en la Santa Sede.

—¿Así que son los únicos papas que no están enterrados en el Vaticano?

—No, no. Hay otros. También el papa Pío IX, por ejemplo, está enterrado en la basílica de San Lorenzo fuori le Mura.

—Padre, ¿tan malos fueron como para que intentaran olvidar su existencia? ¿Cree que habrían sido juzgados del mismo modo si los dos pontífices hubieran sido romanos?

—Probablemente no. En cuanto a su maldad, quién sabe… Piense, querida señorita, que no tenemos constancia de nadie que se haya condenado. La misericordia de Dios es infinita. Lo que sí parece cierto es que tenían muchos enemigos que no dudaron en vengarse de ellos.

Al pasar cerca del sagrario, el sacerdote dobló su rodilla con respeto. Ana hizo lo mismo. Deseaba orar unos segundos, pero no sabía cómo hacer para que el cura no pensase que estaba abusando de su amabilidad.

—Padre, ¿es verdad que cuando uno entra por primera vez en una iglesia, Dios le concede todo lo que le pida?

—En mi tierra sí que se dice —afirmó don Ángel—, aunque creo que el éxito dependerá de la fe con la que nos dirijamos a Él. Si quiere rezar unos minutos, puede hacerlo. La espero en la portería.

Ana le pidió a Dios y a la Virgen de Montserrat por todos sus seres queridos y les suplicó que la ayudasen en aquel extraño trabajo en el que se hallaba metida.

—Padre —dijo ella mientras le tendía la mano—, siento haberle entretenido. Jamás olvidaré su amabilidad.

—Ha sido un placer poder hablar con una compatriota. No me dé las gracias. Siempre hago lo mismo —aseguró don Ángel—, me dejo llevar por las simpatías. Y usted me ha caído muy bien. Si necesita algo, ya sabe dónde encontrarme.

Ana se sentía bien y se alegraba de que su presentimiento se hubiese cumplido. Puede que en Roma encontrase la clave que la llevara hacia las personas que buscaba. Si se daba prisa, en diez minutos estaría en el hotel y le daría tiempo a arreglarse antes de bajar al comedor.

Ana no tuvo problemas para asistir al concierto en la Accademia Nazionale di Santa Cecilia. Pese a llegar con el tiempo justo le asignaron un asiento en la tercera fila; esas eran las ventajas de ir sola. La sala estaba prácticamente llena y no se molestó en mirar a la gente porque estaba segura de que no conocería a nadie. Se concentró en la música y de pronto todo dejó de existir para ella. El sonido del violín atrapó sus sentidos y los movió a su antojo. Sin duda, como afirmaba Stendhal, la música era la más sensual de las artes. Los adagios siempre la habían conmovido y este del concierto número 1 para violín de Paganini ejercía en Ana el mismo efecto.

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