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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (21 page)

BOOK: El enigma de Ana
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En realidad le daba lo mismo quién fuera este amigo de su padre porque nada podía hacer, ya había agotado todas las posibilidades sin conseguir ninguna pista sobre los Bravo. ¿Cómo era posible que toda una familia desapareciese sin dejar ningún tipo de rastro? El valor de aquella nota manuscrita —si es que el tal Ernesto era el hermano de Elsa— sin duda tenía importancia porque confirmaba la relación entre su padre y los Bravo, por lo menos con Ernesto y casi seguro con Elsa: si Inés le había dicho que su padre mantenía muy buena relación con todas sus compañeras de la Escuela de Música, esta carta dejaba constancia de que no era una relación esporádica, y la amistad continuaba.

Ana estaba convencida de que las personas del texto de la partitura eran las dos que misteriosamente habían desaparecido: Bruno Ruscello y Elsa Bravo.

Había quedado claro en la sesión de hipnosis que si ella interpretaba a Paganini y hablaba de lo sucedido en el asesinato del general Prim, era porque había asimilado como suyas reacciones de su padre, imitando de forma inconsciente la personalidad de aquella persona a la que amaba y admiraba. Aunque existía una diferencia entre las dos reacciones involuntarias de las que Ana había sido protagonista: en el caso de sus opiniones sobre el asesinato de Prim, ella no era consciente de haber hecho comentario alguno sobre la muerte de Prim, sin embargo, sí escuchó las notas de su violín interpretando a Paganini.

A pesar de que las dos experiencias tenían una misma explicación —eran recuerdos archivados en su inconsciente—, lo que provocó la irrupción de esos recuerdos era distinto. De ahí la diferente percepción que tenía de ellos. En el caso de sus opiniones sobre Prim, Ana se limitó a repetir las palabras que oyó tantas veces en aquellas discusiones de boca de su padre. Al no intervenir la voluntad, después no recordó nada. Sin embargo, en el caso de la música sí apareció la voluntad de la joven por agradar a un padre ausente: tras decantarse por Mendelssohn en la noche de fin de año, se había impuesto el inconsciente, que, activo aun sin saberlo ella, la llevó a interpretar a Paganini, el predilecto de Pablo Sandoval.

En esos momentos de la noche y después de darle muchas vueltas, de intentar unir las piezas de aquel rompecabezas, Ana había llegado a la conclusión de que era su padre quien la estaba guiando para que llegase al fondo del misterioso texto de la partitura, aunque era consciente de que esto no debía decírselo a nadie porque no quería que pensaran que se había vuelto loca.

Otra certeza que Ana no podía obviar, porque estaba convencida de ella, era que las dos personas desaparecidas —Elsa y Bruno— no podían estar muertas, porque de ser así, no tendría sentido el haber descubierto el texto.

¿Y la hoja del tilo? ¿Sería cierto que esas dos personas se sentían unidas por un hermoso árbol? ¿Por qué había dibujado aquella hoja? ¿Quién había guiado su mano?

Ana no albergaba ningún tipo de duda en cuanto a su misión en este misterio, pero lo cierto era (y ella lo sabía muy bien) que ya no le quedaba ninguna pista que le permitiese seguir indagando. Bueno, solo una. Mañana mismo hablaría con su tía Elvira para que le diese la dirección en Italia de los antiguos propietarios de La Barcarola. En realidad, todo había comenzado allí. En la solitaria casa de Biarritz…

X

E
lvira se estaba dando los últimos retoques. Se sentía contrariada porque Juan, que siempre acudía media hora antes de la fijada para la fiesta y hacía las veces de anfitrión si ella aún no había terminado de arreglarse, ese día no había podido ir. Además, según le había dicho, llegaría un poco tarde. Lo cierto era que no debía importarle el retraso de su amigo: era libre, igual que ella, para hacer lo que más le apeteciese, pero llevaban muchos años juntos y se había acostumbrado a él. Es más, le encantaría conocer su opinión sobre el vestido y los complementos que había elegido para la fiesta.

Nunca había sido muy disciplinada a la hora de seguir los dictados de la moda; antes bien, acostumbraba a adaptarla a sus gustos y preferencias. Aquella tarde noche, Elvira había elegido de su guardarropa un vestido sencillo de seda gris claro. Además de elegante, este color la favorecía, pues resaltaba su blanquísima tez y el cabello rojizo. Lo había peinado en un gracioso recogido que permitía que algunos rizos se moviesen en libertad sin ningún tipo de sujeción. Dudó unos segundos a la hora de escoger el complemento más adecuado, pero al final se decidió por un hermoso y larguísimo collar de perlas. Luego se miró en el espejo y aprobó su aspecto con una sonrisa picara. En ese gesto de complicidad consigo misma reconoció que se había esmerado de forma especial… y Fernando Gálvez era el responsable de aquella incipiente y renovada ilusión.

Unos fuertes aldabonazos en la puerta la hicieron girarse hacia el reloj que en aquel momento marcaba las siete. Elvira estaba segura de quiénes eran esos invitados tan puntuales.

—Deberíamos haber esperado unos minutos —decía Santiago—, no me gustaría que fuésemos los primeros en llegar.

—No tiene ninguna importancia. Si todos pensaran como tú, no llegaría nadie. Lo que no es correcto es llegar antes de la hora fijada —aseguró Fernando Gálvez—. Nos han dicho a las siete y acaban de dar.

Cualquiera que pudiese observarlos se daría cuenta de que iban a asistir a una fiesta. Los dos hombres se habían esmerado en su arreglo personal: si bien Santiago se mostraba más adusto con una indumentaria totalmente clásica y aspecto de intelectual poco acostumbrado a alternar, Gálvez alegraba su atuendo con un chaleco verde que le imprimía un aire bohemio y al mismo tiempo de seguridad en sí mismo. El aspecto externo era sin duda reflejo de su estado de ánimo: al más joven le aterraba asistir a una fiesta en casa de la tía de Ana casi tanto como verse rodeado de gente extraña; por su parte, Gálvez era incapaz de mantener a raya la euforia. Se sentía pletórico y no se permitía pensar en nada que no fuese aquella hermosa e interesante criatura que le había invitado. Por ella estaba dispuesto a ser la persona más encantadora de la fiesta. Experiencia no le faltaba, y hoy se emplearía a fondo.

Mientras esperaban que les abrieran la puerta, Gálvez comentó mirando entusiasmado a su alrededor:

—Vaya poderío. Esta es la mejor zona de Madrid. No tenía ni idea de que la señorita Sandoval perteneciera a una clase tan privilegiada. Bueno, modales se le veían, pero jamás pensé que pudiera ser vecina del marqués de Alcañices.

—Buenas noches, señores. ¿A quiénes debo anunciar? —les preguntó María, la doncella, impecablemente uniformada.

—A los señores Ruiz Sepúlveda y Gálvez.

—Pasen, por favor.

Los dos hombres miraban en derredor entusiasmados. Ambos sabían apreciar el arte y poseían un excelente gusto estético, quizá por eso quedaron sobrecogidos al entrar en el salón: los espejos, las pinturas pompeyanas y la maravillosa araña de cristal de doce brazos con tulipas y bellísimas lágrimas de cristal de Murano les daban la bienvenida a un mundo que Santiago jamás había frecuentado.

La doncella siguió andando hacia uno de los lados del salón donde unos cortinones de terciopelo azul celeste, recogidos con unos recios cordones de un azulón intenso, daban paso a un espacio más pequeño y con un ambiente totalmente distinto. Las butacas, las sillas, el color de las paredes… todo estaba en perfecta armonía con tres impresionantes cuadros de Sorolla. La habitación era luminosa, tanto por la luz de los cuadros y la decoración en tonos muy claros como por la puerta de cristal que daba a un jardín interior y que en aquellos momentos permanecía entreabierta. En una mesa auxiliar pudieron ver todo tipo de bebidas.

—La señorita bajará ahora —les dijo la doncella—, ¿qué les sirvo mientras esperan?

Gálvez hubiese pedido una ginebra. Sabía que no era lo correcto, pero seguro que le daba tiempo a tomársela antes de que bajara Elvira. Sin embargo, no le quedó más remedio que resignarse porque Santiago ya contestaba a la sirvienta.

—Muchas gracias. Esperaremos a la señorita Sandoval.

—Como ustedes deseen —musitó la doncella mientras se iba.

—Pues yo hubiese agradecido una copa —afirmó Gálvez—. Te juro que estoy impresionado. ¡Vaya casa! Y mira que he visto mansiones espléndidas en mis estancias en Europa, aunque hace ya tanto de eso… —se lamentó con nostalgia—. Ahora estoy rodeado de mediocridad y ya casi ni me acuerdo de que hubo un tiempo en el que yo frecuentaba a la alta sociedad. Oye, Santiago, ¿no te parece extraño que Elvira no se haya casado?

—La verdad es que nunca había pensado en ello.

—Pues es muy raro, porque siendo tan guapa y rica, tuvo y tiene que tener pretendientes a montones. Tal vez la culpable sea la mala suerte. Sí, pudo haber muerto su prometido o se enamoró de alguien que la rechazó o no llegó el hombre de su vida y ese puedo ser yo —dijo riendo Gálvez.

—Nunca te había visto tan jovial y feliz. Eso de animarse a uno mismo tiene que dar resultado —comentó Santiago con cierta sorna.

—En este lugar es fácil tener sueños felices —apuntó el maduro violinista mirando a su alrededor.

Elvira y su amigo Juan eran los artífices de la decoración de toda la parte baja de la casa. Ellos fueron quienes decidieron ampliar el salón central derribando parte de las paredes laterales para comunicarlo con las dos habitaciones contiguas, y que así, según el número de invitados a las fiestas, pudieran utilizarse como lugares de conversación más reposada. De esa forma, el espacio central lucía en todo su esplendor como auténtico salón de baile. Además, las estancias laterales también podían mantener su independencia del salón central porque disponían de puerta propia y solo había que echar los cortinones que los unían al espacio central para que quedaran aislados.

Habían decorado los dos cuartos laterales creando en ellos ambientes totalmente distintos. Incluso los cortinones que cubrían su entrada desde el salón central eran de tonalidades diferentes: eligieron azules, que iban sin duda perfectos con los colores de los frescos y pensaron que podría jugar con el cortinón azul claro con cordones oscuros para dar paso al espacio en el que se encontraban Gálvez y Santiago; para la otra dependencia, en cambio, optaron por un cortinón oscuro con cordones claros.

—¿Te parece que nos acerquemos al salón del fondo? —sugirió Gálvez inquieto.

—De acuerdo.

Al instante advirtieron que en nada se parecía al que acababan de dejar. Una excelente librería ocupaba dos de las paredes de la sala. Se fijaron en una escultura de bronce: un precioso ángel sentado que los observaba mientras tocaba la flauta en uno de los ángulos de la habitación.

—Mira, Santiago, observa la actitud de esa figura. La postura relajada de sus piernas basta para transmitir sensación de placidez, de felicidad.

—Sí, es posible —concedió el otro mirando detenidamente la expresión de la figura.

—Adoro la escultura. ¿Sabes por qué? —le preguntó Gálvez, y aclaró sin esperar respuesta—: La adoro porque me hace sentir. Estoy convencido de que en la escultura, como en la música, predomina el sentimiento frente a la razón.

—Pero eso también sucede si analizas otras manifestaciones artísticas —puntualizó Santiago—. A ti te emociona la escultura, sin embargo, al margen de la música, yo disfruto más con la pintura. Mira la maestría de ese cuadro.

En el lugar más destacado de la sala, sobre la chimenea, el retrato de una distinguida señora mayor los miraba con serenidad.

—Juraría que es un madrazo —dijo Gálvez—, aunque no me atrevería a asegurar si del padre o del hijo.

—Me inclino por el padre —opinó Santiago.

—Ha acertado usted —intervino Elvira, que desde hacía unos segundos los observaba detrás de los cortinones—. Fue Federico Madrazo quien pintó a mi madre. ¿Prefieren que nos reunamos en esta parte del salón? Ahora mismo le digo a María que nos acerque las bebidas. Elegí el otro por costumbre. En primavera y verano me gusta aquel por la decoración más clara y por la salida al jardín, pero si ustedes, que son mis invitados especiales, están cómodos aquí, no hay más que hablar.

—No, por favor —suplicó Santiago—, perdónenos. Su casa es tan maravillosa que no resistimos la tentación de ver cómo era esta sala. Ya sé que deberíamos haber esperado a que usted llegara, discúlpenos, por favor.

—No diga tonterías. Cómo me alegro de que hayan venido. Será una velada casi íntima. No más de doce personas —aseguró la anfitriona.

Fernando Gálvez no había dicho nada; miraba a Elvira ensimismado. Tomando una de sus manos, sobre la que se inclinó con auténtica devoción, dijo:

—Sabía que era usted una mujer hermosa, pero al verla ahora en este ambiente del que forma parte, se me asemeja a una ensoñación que puede desaparecer en cualquier momento. Es demasiado perfecta para ser real.

—No me asuste usted, Gálvez. Hay que ver qué exagerado es —contestó riendo Elvira—. Entendería que esos piropos se los dedicara usted a mi sobrina. Nunca la he visto tan guapa como hoy.

Gálvez se giró para ver a Ana, que entraba con tres amigos de Elvira: dos mujeres y un hombre. Lo cierto era que estaba impresionante: llevaba un traje rojo granate con un amplio escote que permitía admirar el delicado y esbelto contorno de su cuello. Se había vuelto a poner el moño bajo que tanto la favorecía y como único adorno lucía unos preciosos pendientes de rubíes a juego con el vestido.

—En verdad es hermosa —confirmó Gálvez—, pero usted no le va a la zaga.

—Qué zalamero es usted. ¿Sabe?, me gusta mucho su chaleco verde.

—¿Se está burlando de mí? —preguntó Gálvez simulando enfado.

—No, en absoluto. —Y sonriendo coqueta, añadió—: Pero si así fuera, ¿cree que se lo iba a decir?

Cuando celebraba reuniones como la de esta tarde a la que asistía un grupo reducido de invitados, prefería prescindir del servicio de camareros. Solo contaba con la ayuda de María, que colocaba bandejas con distintos canapés y una exquisita selección de dulces en mesitas auxiliares. La bebida se la servían los propios invitados. De esta forma, Elvira estaba más tranquila, ya que no se arriesgaba a las inevitables indiscreciones y todos podían hablar con absoluta libertad.

Pendiente de todo, la anfitriona vio como Juan llegaba acompañado de los doctores Martínez Escudero y Louveteau.

—Acompáñeme, Gálvez —pidió Elvira—. Voy a presentarle a Juan Blasco, mi mejor amigo.

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