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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (23 page)

BOOK: El enigma de Ana
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Elvira escuchaba con interés al doctor, aunque prefirió no decirle nada. Fue el pintor, realmente feliz por los elogios, quien le contestó.

—Doctor, cuando quiera puede venir a casa, donde tengo una muestra bastante amplia de mi obra. Aunque debo decirle que este es mi único desnudo, con lo cual no creo que entre el pintor austríaco y yo haya más similitud que la de que nos gusta un determinado estilo de mujer, como usted bien apuntaba.

Ana se sentía especialmente intrigada y estaba deseando ver algún cuadro de Klimt. Dirigiéndose a Louveteau le preguntó:

—Pero ¿cómo pinta Klimt a sus mujeres?


Bon,
muestra los instintos más íntimos. Utiliza oro y múltiples adornos en sus cuadros, que se me antojan como la expresión de sus obsesiones. Los desnudos de Klimt son sensuales, incluso se diría que las mujeres que pinta resultan provocadoras.

—¡Dios mío! —exclamó Elvira—, y dice que me parezco a ellas. ¿Es así como me ve en el cuadro, doctor?

—Solo un poquito —contestó Louveteau con una sonrisa—. Al estar tocando el chelo, usted no nos mira directamente, pero sus ojos entrecerrados invitan a que imaginemos cómo sería su expresión si se fijara en quienes la observan.

Ninguno de los presentes conocía la obra del mencionado artista austríaco, pero comparaciones aparte, el cuadro de Juan Blasco —titulado
El violonchelo
— les parecía hermoso. Hermoso y muy audaz: una mujer completamente desnuda, Elvira, tocaba el violonchelo, que cubría la parte más íntima de su cuerpo. El cabello rojo y largo caía en cascada voluptuosa sobre sus pechos mientras sus piernas y brazos desnudos en torno al instrumento mostraban una gran sensualidad.

Gálvez, horrorizado, se dio cuenta de que la visión de Elvira desnuda le había excitado. ¿Serían sus piernas y muslos tan maravillosos como aparecían en el cuadro? ¿Habría posado desnuda? Sin pensarlo ni un minuto dijo:

—¿Y usted ha posado desnuda para que la pintaran?

Elvira, divertida, lo miraba y acogió su pregunta con una amplia sonrisa. Era la única que había advertido el nerviosismo de Gálvez y aquello, a decir verdad, la halagaba.

—Sí, lo cierto es que he posado varias veces desnuda en el estudio de Juan.

—¿Por qué? —Gálvez no daba crédito, pero al tiempo parecía realmente interesado por comprenderlo. Como tenía la virtud de caer bien, a nadie le molestaban sus preguntas, aunque Elvira se dijo que si llegara a ser otro quien las planteara, su reacción no habría sido la misma.

—¿Que por qué lo he hecho? De vez en cuando me gusta demostrarme que soy un poco rebelde, que no acepto como bueno todo lo impuesto por la sociedad y que soy libre para decidir, aunque luego sienta pudor cuando miran el cuadro. Y antes de que se lance a preguntarlo —añadió con cierta guasa—, le puedo confirmar que Juan no ha retocado nada, lo que ve es el natural, incluso el lunar de la rodilla izquierda, ¿verdad, Juan?

—Confirmado queda. El cuadro es un reflejo exacto de la modelo —dijo el artista.

—Pero ¿por qué el desnudo de Elvira?

—Bueno, ella es mi amiga desde hace casi veinte años. Es hermosa… Si hace un momento el doctor Louveteau afirmaba que Klimt desearía inmortalizarla, ¿cómo no hacerlo yo, que la conozco tan bien? Dígame la verdad, Gálvez, ¿no sería una auténtica pena que este cuadro no existiera?

—Si tuviese una gran fortuna, la ofrecería íntegra para quedarme con él —respondió el violinista, que no separaba sus ojos del lienzo.

Elvira estaba disfrutando con su reacción. Aquella especie de coqueteo al que todos parecían ajenos la hacía sentirse bien. Al ver que todos iban regresando al salón y que solo ellos se quedaban rezagados, le animó a seguir jugando.

—Pero, Gálvez, ¿toda su fortuna por este cuadro? —le dijo mientras se acercaba a él—, ¿y en qué lugar de la casa lo colocaría?

—No me pregunte eso, que puedo decir la verdad.

—Dígamela, no me voy a asustar.

—Lo pondría en el dormitorio para quedarme dormido todas las noches viéndola.

—¿Tanto le gusta? —dijo ella un tanto provocadora.

—Muchísimo y usted, queridísima Elvira, lo sabe. ¿Verdad que se ha dado cuenta?

—Pues la verdad es que no sé a qué se refiere —mintió.

—Al efecto que me produjo verla desnuda. ¡Ay, cómo me gustaría poder acariciarla!

Se habían quedado completamente solos. Fernando Gálvez se sentía desbordado y volvió a ser el conquistador seguro que no contempla la posibilidad del rechazo: tomando a Elvira por los hombros, la atrajo hacia sí y la besó con pasión, mientras la abrazaba pegando su cuerpo al suyo. Por su parte, Elvira no hizo nada por evitarlo y le agradó comprobar que no se había equivocado: la excitación de Gálvez seguía pujando por manifestarse.

—¿Entiendes ahora, mi perversa amiga, por qué deseo quedarme a solas contigo? Elvira, prométeme que nos veremos otro día, por favor, dame una oportunidad —suplicó Gálvez besándole las manos con pasión.

Elvira se dio cuenta de que la tuteaba, pero no le importó. Resultaba muy agradable sentirse deseada. Sería tan hermoso que fuera Juan quien se comportara así…, mas eso era imposible. De todas formas, se percató con alegría de que su cuerpo respondía a la atracción sexual pese a que su corazón y su mente estuviesen en otra parte.

—Prometo convidarte a almorzar en casa. Los dos solos. Así tendremos tiempo de hablar y podré cumplir mi promesa, no creas que se me ha olvidado —apuntó Elvira riendo—, de dedicarte una interpretación al chelo.

—Eres maravillosa. Espero ese día con impaciencia —dijo Gálvez mirándola con ojos de enamorado.

—Perdón, ¿molesto? —preguntó sorprendido Juan al verlos en actitud cariñosa—. Subí a buscaros extrañado por la tardanza, pero veo que mejor hubiera sido que me quedara abajo con los demás.

—Sabes que tú nunca molestas —dijo Elvira con amor—, es que Gálvez se ha quedado fascinado con tu cuadro.

—Elvira, no te había dicho que Juan y yo nos conocemos desde hace tiempo —comentó Gálvez sin darle ninguna importancia.

Sorprendida, se dirigió a Juan.

—¿Por qué no me habías dicho nada?

—Bueno, él dice conocerme, yo no me había fijado. La verdad es que no le recuerdo. Tampoco me parece que sea una noticia que deba darte inmediatamente —contestó Juan un tanto molesto.


¿Y
puede saberse de qué os conocéis? —les preguntó.

Juan juraría que antes de subir a ver el cuadro, Elvira y Gálvez se trataban de usted y ahora se tuteaban, pero no le dio mayor importancia. Como tampoco se la había dado al hecho de que Gálvez le identificara de verlo muchas noches con unos amigos en el Levante. Sin embargo, ahora se sentía incómodo y hubiera preferido que Elvira no se enterase.

Gálvez estaba casi seguro de la condición sexual de Juan Blasco y no tenía ni idea de la relación que podría existir entre Elvira
y
él, aunque después de haber visto el cuadro, podría jurar que el amor no era ajeno a aquella amistad. De ahí que quisiera desvelar a Elvira el tipo de compañías con las que Juan asistía muchas noches al Café de Levante: un grupo de homosexuales que todos conocían.

—Pues es muy sencillo —dijo Juan—, Gálvez me conoce de verme en el café donde toca el violín. Resulta un tanto curioso —comentó con cierta sorna—. Yo nunca le identificaría y en cambio él me reconoció al instante.

A Gálvez le molestó el comentario de Juan y decidió responderle como se merecía:

—Es normal, cuando uno tiene la suerte de gozar de compañía agradable, es como si el resto del mundo no existiera. Comprendo a la perfección que no se fijara en este humilde violinista —dijo con voz pausada.

Elvira se dio perfecta cuenta de que algo no funcionaba entre ellos. A Gálvez lo conocía poco, pero a Juan muy bien, y por ello le sorprendió su actitud. Podía ser simplemente cuestión de simpatía o que a Juan le hubiera fastidiado el que lo reconocieran.

—Juan —le dijo Elvira—, no tenía ni idea de que frecuentaras el Levante.

—Voy algunas noches antes de cenar.

Habían comenzado a bajar la escalera. Gálvez ofrecía galantemente su brazo a Elvira, que no dejaba de darle vueltas al comentario de este, «cuando uno tiene la suerte de gozar de compañía agradable». ¿Con quién estaría Juan? Resultaba evidente que no había querido darle ninguna explicación. ¿Por qué nunca le había hablado de esos amigos? Estaba segura de que no había secretos entre ellos. ¿Qué había sucedido? Por supuesto que aquel no era el momento adecuado para pedirle que dijera la verdad. Pero ¿quién era ella para exigirle nada? ¿Por qué tenía Juan que darle cuentas de lo que hacía? El era libre como ella.

Como tantas otras veces en las que la acometieron los celos, deseaba acallarlos intentando justificar el auténtico drama de su vida: imaginar que otro hombre pudiese acariciar el hermoso y adorado rostro de Juan le destrozaba el corazón. «¿Quiénes serán esos amigos que le acompañan?» ¿Sería capaz Juan de romper su amistad con ella si uno de esos amigos especiales se lo pidiera? Sentía ganas de gritar, de decirles a todos que era una fracasada, que su vida era una mentira, que era una cobarde, que no se atrevía a imponerse a un amor que en cualquier momento podía destruirla. Siempre supo que en aquella relación su papel era el más difícil. Ella sí deseaba que Juan la besara, pero él no: esa era la diferencia. Juan podía seguir haciendo su vida, solo tenía que dejarse querer. No renunciaba a nada, mientras que ella lo dejaba todo a cambio de nada.

Elvira miró a sus invitados, que hablaban divertidos entre ellos. Luego observó a Juan… ¡Dios, cómo le quería! Aquella noche hablaría con él. Necesitaba que todo se aclarase. De repente se le ocurrió que no sería mala idea irse con su sobrina a Roma. Seguro que el viaje le haría olvidar el incidente de esa noche y además Juan la echaría de menos.

Pero no, no lo hará. Esta vez no huirá. Seguiría el ejemplo de Ana, que no cerraba los ojos ante la realidad por muy desagradable que fuese.

Elvira llevaba veinte años viviendo de ilusiones, engañándose a sí misma. Era cierto que nunca querría a nadie como a Juan, pero se trataba de un amor imposible y tenía que convencerse de ello. Con una sonrisa que iluminó su interesante rostro, Elvira Sandoval, perfecta anfitriona, se mezcló con sus invitados. Acababa de tomar una importante decisión.

XI

A
na no conocía Roma, pero estaba casi segura de que pronto sucumbiría a sus encantos. Siguiendo la inclinación que sentía de llegar por la noche a las ciudades desconocidas, había elegido un tren cuya entrada en la estación Termini estaba prevista para las nueve. Solo faltaban quince minutos y comprobó cómo la oscuridad se iba adueñando poco a poco de la campiña del Lacio.

Cuando supo que los Alduccio Mendía —la familia que había vendido la casa de Biarritz a Elvira— vivían en Roma, se alegró porque de esa forma podría conocer una de las ciudades que más le apetecía visitar, aunque era consciente de que se iría muy pronto, si los antiguos propietarios de La Barcarola le facilitaban nuevas pistas sobre las personas que trataba de localizar.

Había tenido mucho tiempo para pensar durante el viaje, y cada vez se reafirmaba más en la creencia de que Elsa Bravo y Bruno Ruscello eran los protagonistas del texto de la partitura. Confiaba en que los Alduccio conocieran a Ruscello, que también parecía ser italiano. Pensaba que podría darse la casualidad de que el desaparecido bibliotecario viviera ahora en Roma o en cualquier ciudad italiana y que él fuera el autor del texto, aunque también podría ser Elsa, ya que los dos habían desaparecido. Lo que resultaba evidente era la vinculación de uno de ellos, si no los dos, con la casa de Biarritz.

De pronto, Ana advirtió algo que se les había pasado desapercibido y que la hizo dudar de todos los pasos dados hasta ese momento sobre aquel complicado asunto que había irrumpido en su vida: en todas las conjeturas realizadas, ella y su tía Elvira partían de una premisa que consideraron válida y que la llevó a investigar la salida de profesores de la Escuela durante unos años determinados, los cercanos a la muerte del general Prim. Lo habían hecho basándose en que ella, Ana, había opinado de forma inconsciente sobre el asesinato del general sin saber nada de aquel asunto, y lo interpretaron como una pista para poder dar con las personas que trataban de identificar y que lógicamente —dedujeron— tenían que haber vivido en aquel tiempo (1870-1871) en Madrid. Ahora, a punto de llegar a Roma, se daba cuenta de que sus reacciones nada tenían que ver con influencias extrañas, sino que repetía mecánicamente algo que había dicho su padre, como había demostrado en la sesión de hipnosis. ¿Cómo se les habría pasado por alto a Elvira y a ella? ¡Y también al doctor Martínez Escudero!

Afectada como estaba por aquel descubrimiento, pensó que su tía y el doctor no habían creído nunca en su historia. Luego se acordó de su padre y de uno de los muchos consejos que le había dado: «Nunca te olvides de lo importante que es pensar siempre en positivo».

Ana miró por la ventanilla. La oscuridad le devolvía su propia imagen. «¡Dios mío! ¿Serán todo imaginaciones mías? ¿Me estaré volviendo loca?» Siguió mirándose hasta que la emoción le impidió hacerlo. Se secó los ojos y al ver que el cristal de la ventana estaba empañado, se acercó para limpiarlo y comprobar si ya estaban entrando en Roma. Fue entonces cuando recordó su último viaje en tren… y la hoja de tilo que había pintado al regresar de Biarritz. La misma que figuraba en la partitura. Aquello la hizo sentirse segura de nuevo y la expresión de su rostro recuperó la calma.

Cierto que la premisa que les había dado pie para iniciar la búsqueda de las personas era falsa, pero había funcionado porque los resultados eran positivos y sabía que estaban en el buen camino. La casa del tilo constituía la prueba real de que su propietario, Bruno Ruscello, era uno de los protagonistas de la historia; y el virtuosismo de Elsa Bravo interpretando a Paganini, el aval que la convertía en la otra persona que trataba de localizar.

Esos razonamientos la tranquilizaron y se propuso no seguir dándole vueltas a lo mismo. Al día siguiente visitaría a la familia Alduccio. Lo que tenía que hacer ahora era disfrutar de su llegada a la Ciudad Eterna.

Su tía se había empeñado en que se alojara en el Gran Hotel Plaza, posiblemente el más lujoso de los hoteles romanos, con el argumento de que se alzaba en el mismo centro histórico y una hermosa mujer como ella no podía hospedarse en otro lugar. Además, le aseguró que en el Gran Hotel tendría la oportunidad de encontrarse con todos los personajes famosos que pasasen por Roma aquellos días.

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