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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (26 page)

BOOK: El enigma de Ana
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El intérprete, un joven profesor italiano, dominaba a la perfección la técnica del violín y el público supo premiar su virtuosismo con grandes aplausos. Hacía tiempo que ella no escuchaba los tres movimientos del concierto número 1 y se alegró de haber asistido a la velada musical. Esta aún le depararía una sorpresa que Ana festejó aplaudiendo con fuerza: el violinista les comunicó que para cerrar la audición tocaría el
Capricho 24
de Paganini.

La joven respiró profundamente y se dispuso a escuchar… El violín comenzó a sonreír triunfante ante la alegría de existir, sumergiéndose en un bucle de felicidad en el que todo giraba, giraba… Unos segundos para la melancolía y después el vértigo y el delirio…

Había sido una interpretación fabulosa, pero con menos pasión que la que ella había escuchado en dos ocasiones. Volvió a pensar en la experiencia vivida: estaba convencida de que ella era capaz de tocar de memoria el
Capricho 24
de tanto oírlo al lado de su padre, pero era consciente de que jamás podría imprimir aquella maestría con la que lo hizo. Alguien tenía que haber guiado su mano.

Al salir, casi se tropezó con Lorenzo Alduccio.

—Nunca hubiera sospechado que nos encontraríamos aquí —exclamó sorprendido—. No quiero ser indiscreto, pero ¿cómo se ha enterado de la celebración de este concierto? Normalmente solo asisten los socios y conocidos, entre otras razones, porque no se le da ninguna publicidad y veo que usted ha venido sola —apuntó Lorenzo mirando alrededor.

—He venido porque su madre me animó a hacerlo y la verdad es que ha merecido la pena.

—Tengo noticias para usted. He preguntado a mi hermana y sí recuerda el nombre de la amiga de Valeria. Era violinista como ella, se llamaba Elsa Bravo y vivía en Madrid.

Ana no podía contener su alegría. ¡Entonces estaba en lo cierto! Aquel era un dato más que afianzaba su hipótesis.

—Pasaba algunas temporadas en Biarritz con ella —continuó Lorenzo—. Mi hermana cree que a Elsa le sucedió algo grave porque recuerda que antes de vender la casa de Biarritz, Valeria le comentó lo extrañada que estaba por la falta de noticias de su amiga española. Le dijo que le había enviado varias cartas a su domicilio de Madrid, pero que todas le fueron devueltas.

Ana vio cómo se derrumbaban todas sus esperanzas y preguntó con un hilo de voz:

—¿Y no volvieron a saber nunca más de ella?

—Parece ser que no. Valeria incluso viajó a Madrid para enterarse de lo que le había podido suceder, pero todo resultó inútil. Nadie sabía nada de ella ni de su familia —aseguró Lorenzo.

—¿Le dijo algo su hermana de la otra persona? —quiso saber Ana.

—No. El nombre de Bruno Ruscello no le decía nada. Nunca lo había oído nombrar. De verdad siento no poder darle mejores noticias —se lamentó Lorenzo— y le agradecería que si se entera de algo nos lo dijera. Nosotros no conocimos a Elsa, pero mi hermana Valeria sí, y por ella nos gustaría saber qué le ha sucedido.

Ya se habían marchado casi todos los asistentes al concierto, solo un reducido grupo charlaba a la salida. Lorenzo se ofreció a acompañarla al hotel.

—No sabe cómo se lo agradezco, pero necesito pensar. Pasearé unos minutos cerca del Tíber para intentar aclarar mis ideas. Han sido ustedes tan amables… Preséntele mis respetos a su madre y dígale que me ha entusiasmado el concierto.

La joven estaba siendo totalmente sincera y tampoco se planteó qué otro interés podría tener Lorenzo en acompañarla que no fuese la amabilidad de la que todos los Alduccio parecían hacer gala.

—Si ese es su deseo, no insistiré. Pero, por favor —dijo Lorenzo—, permítame convidarla a almorzar en casa. Elija usted el día.

—Aún no sé cuánto tiempo me quedaré en Roma —contestó Ana.

Lorenzo era un hombre guapo que rondaría los cuarenta años, y aunque Ana casi podría ser su hija, él adoraba la belleza y siempre había sido un diletante. Aquella muchacha era hermosa y disfrutaba mirándola. Además, poseía algo en su mirada que le subyugaba.

—Le propongo una cosa —dijo sonriendo—. Me convida mañana a una copa en el Gran Hotel y me cuenta qué ha decidido.

—De acuerdo —contestó Ana—, hasta mañana.


Arrivederci,
señorita Sandoval.

La temperatura era sumamente agradable y Ana se deleitó en la caricia del suave aire que, como ella, paseaba por el Lungotevere. Su aspecto resultaba tranquilo, aunque si alguien se fijara en sus ojos percibiría la preocupación y el desasosiego, que no le daban tregua. ¿Habrían muerto Elsa y Bruno? Se lo había preguntado ella misma en mil ocasiones. Y otras tantas se repitió la misma respuesta: «¡No! Al menos uno tiene que estar vivo, porque ¿qué finalidad tendría entonces el descubrimiento del mensaje en la partitura de los Caprichos? A no ser —pensó Ana por primera vez— que los hayan asesinado y quieran que nos enteremos».

Se asustó de sus pensamientos e intentó justificarlos atribuyéndolos a la influencia que el Castillo de Sant'Angelo, que la miraba desde el otro lado del Tíber, podía ejercer sobre ella, ya que conocía parte de su historia. Sonrió ante la ocurrencia y decidió, antes de seguir hacia el hotel, cruzar el puente y rodear la curiosa fortaleza en la que se reflejaban las etapas más importantes de la vida de Roma. Según se acercaba al castillo, Ana iba percibiendo vibraciones negativas. Estaba segura de que en aquel lugar había reinado el miedo, el dolor, el sufrimiento. Esas sensaciones no eran nuevas para ella. Hacía tiempo que, en determinados lugares, notaba cómo su estado de ánimo sufría alteraciones. Unas veces eran positivas y otras negativas, como en aquel momento.

El emperador Adriano había mandado construir Sant'Angelo para que fuese su mausoleo; posteriormente se remodeló como fortaleza, y años más tarde fue sometido a nuevos cambios con la finalidad de convertirlo en residencia papal. Después, cárcel y refugio seguro para los pontífices que ante los embates enemigos llegaban a él a través del pasadizo secreto que comunicaba el castillo con el Vaticano. Eso hizo el papa Clemente VII, ante el asedio de las tropas de Carlos V.

Miró con detenimiento el ángel que coronaba el castillo desde que así lo ordenó el papa Gregorio Magno. Se alzaba como recuerdo del milagro del arcángel san Gabriel, que se había aparecido al pontífice para comunicarle que la peste que asolaba la ciudad había remitido. El ángel envaina la espada y aunque en teoría debería ser un ángel bueno, Ana no pudo evitar que su visión le recordase la de un ángel exterminador que al menor descuido caería sobre ella.

No, no se sentía cómoda en aquel lugar. Sant'Angelo la atraía, pero al mismo tiempo deseaba alejarse. Al girar para dirigirse de nuevo al puente, tuvo la sensación de que alguien la seguía. Sin embargo, cuando se dio la vuelta no vio a nadie.

¿Y si Elsa y Bruno desaparecieron porque huían de alguien y no querían ser localizados? «No —se respondió a sí misma—, porque de haberlo hecho juntos, estarían felices. Distinto sería que fuera solo uno quien tuviera que afrontar esa situación. Pero ¿dónde estaba? Y ¿dónde se encontraba el otro?»

Tomó la firme decisión de no seguir especulando con posibles respuestas a lo sucedido con Elsa Bravo y Bruno Ruscello. No debía continuar porque todo resultaba inútil. Recordó entonces las palabras de Victoria Bertoli, cuando le aseguró: «Si has recibido el encargo de encontrar a esas personas, no te preocupes porque lo conseguirás».

Se encontraba ya en el puente y contempló a los ángeles que a ambos lados del mismo controlaban todo. Eran hermosos como un sueño, de forma especial los dos esculpidos por Bernini. Todos se hallaban de espaldas al río, y todos llevaban en sus manos instrumentos de la pasión de Cristo. Al acercarse para ver mejor al ángel que portaba la corona de espinas, Ana de nuevo tuvo la sensación de que alguien la observaba. No era propio de ella tener miedo. Aún no había oscurecido, pero, sin quererlo, caminó mucho más deprisa. Al finalizar el Lungotevere Tor di Nona, no supo si seguir por el de Marzio o con la ayuda del mapa callejear por la ciudad hasta llegar al hotel. A pesar de que Roma era una ciudad que no ofrecía complicaciones y en la que Ana se orientaba como si la conociera de toda la vida, optó por seguir bordeando el río porque le parecía el camino más recto.

Había decidido no volver a mirar hacia atrás, sus sospechas eran infundadas y no debía darles ninguna importancia. Pero incumpliendo sus propias decisiones, sé giró: un hombre caminaba en la misma dirección que ella. Los separaban unos veinte metros. Su primera reacción fue salir corriendo, aunque se contuvo. «No debo reaccionar de forma tan impulsiva —se dijo—. Puede ir, como yo, a su hotel o simplemente a casa».

La hermosa vista del río y la presencia de algunas personas con las que se cruzó la tranquilizaron. Andaba ahora muy despacio con la intención de que el hombre que había visto la adelantase, pero no sucedió así y Ana siguió con la incertidumbre de si aún caminaba tras ella.

Abandonó el Lungotevere Marzio para cruzar la Vía di Ripetta y tomar la de Tomacelli, que la llevaba directa al hotel. En ese momento no logró resistirse más y quiso comprobar si el hombre había desaparecido, pero allí estaba. Sin poder controlarse, echó a correr hacia el hotel.

Al verla llegar jadeante, uno de los recepcionistas se interesó por lo que le pasaba. Ella dudó unos segundos, pero al final le contó la verdad y juntos salieron a la puerta. La calle estaba desierta.

Con gestos tranquilizadores, el recepcionista le indicó que tal vez hubiese sido una casualidad —
coincidenza,
repetía sonriente—, que allí no había nadie, y Ana optó por darle la razón, disculpándose al momento en su básico italiano.

Los dos volvieron adentro. Ninguno llegó a saber que cinco minutos más tarde un hombre siguió sus pasos y entró en el hotel para tratar de averiguar quién era la joven dama a quien llevaba varias calles siguiendo.

Se encontraba tan bien allí que decidió quedarse y buscó algún restaurante cercano a la plaza de Santa María de Trastevere, donde permaneció sentada más de una hora. Por la tarde subiría al Gianicolo para comprobar in situ la descripción hecha por Nikolai Gogol de la ciudad de Roma.

Sola y lejos de su mundo habitual, volvió a asaltarla ese sentimiento pleno de libertad que ya sintiera en Biarritz: podía hacer lo que le apeteciera, sin tener que pensar en los demás. Era una postura tal vez egoísta, sin duda muy placentera, y también peligrosa por la soledad en la que puede verse inmerso quien elija ese tipo de vida.

Contempló el campanil románico de la iglesia de Santa María del Trastevere y se dijo que ella, aunque disfrutaba con esa libertad, estaba deseando regresar junto a sus seres queridos para contarles sus vivencias en aquella ciudad a la que ya se sentía tan unida. «De qué sirven todas las alegrías, emociones y desilusiones si luego no tienes con quién compartirlas. Es verdad que siempre puede uno desahogarse con un extraño, pero no es lo mismo», se dijo.

En aquel instante se acordó de su padre y sintió un dolor profundo al darse cuenta de que nunca le contaría sus impresiones sobre la Ciudad Eterna. «Seguro que él me está viendo —pensó Ana, y dijo para sí—: Si es así, padre querido, sepa que en Roma me acuerdo de usted y le quiero por ser el mejor padre del mundo».

Llevaba casi seis horas en la calle. Se había levantado muy temprano. Después de desayunar salió del hotel tras dejar un mensaje para Lorenzo Alduccio, en el que se disculpaba por no esperarle, asegurándole que antes de irse de Roma pasaría por su casa. Había sido una mañana muy completa, que inició en el Aventino. Como católica que era, había sentido una especial emoción en aquel lugar, que por ser el asentamiento de los primeros cristianos encerraba para ella connotaciones especiales. Visitó las catacumbas de santa Domitila y san Calixto, admiró la enigmática tumba de Cecilia Métela en la Vía Apia, los restos de la muralla aureliana. Antes de abandonar el Aventino contempló la extraordinaria panorámica sobre el Tíber con la cúpula de san Pedro al fondo, y volvió a pensar con respeto en los primeros cristianos que no dudaron en entregar su vida por mantener sus creencias.

Curiosamente, la imagen que se llevaba de las catacumbas era la de santa Cecilia: la escultura de una mujer tumbada con la cara vuelta como si estuviese durmiendo. Sin embargo, algo en la posición de su cuello revelaba lo antinatural de la postura. El escultor, Stefano Maderno, reprodujo exactamente la posición en que se halló el cadáver de la santa.

El ánimo de Ana la llevó a cambiar de inmediato el itinerario previsto. En su lugar, se encaminó hacia la iglesia levantada en el siglo v en honor de la santa, sobre la que había sido su casa en el Trastevere. Santa Cecilia, una joven patricia romana convertida al cristianismo, se casó con un pretendiente de su misma clase social llamado Valeriano, que muy pronto abrazó la fe de su esposa. Como casi todos los cristianos cuya posición los alejaba en principio del punto de mira de las autoridades, el matrimonio se dedicaba a socorrer a los hermanos en la fe, cruelmente perseguidos: Valeriano enterraba a los muertos y Cecilia prestaba todo tipo de apoyo a los acosados. Pronto fueron descubiertos. Los dos sufrieron martirio bajo el reinado del emperador Marco Aurelio.

Una vez en la basílica de Santa Cecilia, Ana quiso comprobar lo que la tradición contaba y desde la cripta de la iglesia accedió a un patio en el que se podían ver los restos de una antigua casa romana. Observó todos los rincones y pronto la inundó una sensación de calma. Pensó en la veracidad de la leyenda, aunque poco importaba: lo cierto era, y Ana así lo percibía, que entre aquellos muros aún se respiraba amor. También en la plaza donde se encontraba había muy buenas vibraciones.

Al margen del atractivo que Roma ejercía sobre ella, pensó que esa ciudad era un buen sitio para aligerar el peso de las preocupaciones. Su historia era tan rica que resultaba muy fácil dejarse atrapar por algunos pasajes de la misma. En toda la mañana no había vuelto a su memoria el problema que la había llevado allí. Sus previsiones para la tarde no eran menos halagüeñas.

El coche, puntual, la esperaba a la hora convenida. Subieron despacio la loma del Gianicolo: una breve parada en San Pietro in Montorio para admirar el templete de Bramante y de nuevo en marcha. El simpático conductor le había asegurado que la llevaría al lugar idóneo para admirar la mejor panorámica de la ciudad y ahora Ana contemplaba extasiada las cúpulas que besaba el sol dorado de media tarde. Claro que entendía a Gogol, e igual que él, se olvidó de sí misma, del misterioso texto de la partitura, de sus protagonistas. Se olvidó de todo… Solo existía aquel momento y se entregó con pasión al encanto arrebatador de Roma, a su magia eterna.

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