El enigma de Ana (29 page)

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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

BOOK: El enigma de Ana
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—¿Acaso era profesora? —preguntó Ana presa de la excitación.

—Creí que se lo había dicho. Ella me contó que durante un tiempo fue profesora de violín en un centro importante.

Por su estado de ánimo y por los últimos datos que le acababan de facilitar, Ana estaba convencida de que se acercaba a la verdad tanto tiempo buscada. De repente se dio cuenta de que no sabía la edad de la mujer.

—Perdone, Renato, no le he preguntado, ¿qué edad tendría ahora Lucrecia?

—No lo sé con exactitud, aunque era cuatro o cinco años mayor que yo. Calculo que tendría alrededor de los cuarenta y cinco. Yo cumpliré dentro de unos meses los cuarenta.

Ana se quedó muy pensativa: era un dato más que debía tener en cuenta, ya que en sus elucubraciones Elsa Bravo tendría los mismos años que Lucrecia. Se acercó al violín. Lo tomó en sus manos y comprobó admirada que se trataba de un amati.

—Es maravilloso. Solo había visto uno en mi vida.

—¿Lo prefiere al stradivarius?

—No es cuestión de preferir. Los violines creados por Antonio Stradivari, que fue discípulo de Nicoló Amati, sin duda son más perfectos, aunque fueron los amatis los que abrieron el camino de la innovación en este arte y su valor histórico y simbólico es indudable —dijo Ana mientras colocaba el violín sobre la silla.

Renato había sacado de uno de los cajones del secreter una especie de diario que le acercó a ella, a la vez que le decía:

—Si le parece, mientras empieza a leer el diario de Lucrecia voy a recoger y a organizar unas cosas por la casa. Le traeré unas frutas y algo de queso y vino, que en esta tierra son bastante buenos.

En un intento de relajarse, Ana aspiró en profundidad. Se había sentado en el sillón al lado del violín. Desató con cuidado la cinta que actuaba como broche del diario y lo abrió despacio… Sentía deseos de saber qué contaba y al mismo tiempo temía estar cayendo en una trampa ideada por un loco. ¿Quién le aseguraba que aquello no era un secuestro y el tal Renato no volvía a aparecer hasta dentro de un tiempo? ¿Qué podría hacer ella encerrada en aquella casa? Por más que gritara desde la logia, nadie la escucharía. ¿Y si el supuesto diario no era tal?… Aunque solo tenía que abrirlo.

Hace un tiempo que vivimos en Pienza. Me he decidido a escribir esta especie de diario, porque creo que nunca nos volveremos a ver en esta vida… y como sé que no estás muerto, tengo la ilusión de que un día puedas conocer cómo mi amor permaneció firme y no existió nadie más que tú hasta el final de mi existencia. También porque me ayuda…

Ana dejó de leer. Juraría que aquella letra era la misma del texto de la partitura, aunque se percató con rabia de que nunca podría comprobarlo: la señorita Belmonte lo había borrado. La odió con todas sus fuerzas. Siguió leyendo:

¿Qué ha podido sucederte para que en todo este tiempo no supiera nada de ti? Los primeros meses creí que llegarías a buscarme. Aguardaba esperanzada en la casa que mi familia materna posee en las afueras de Florencia y me repetía que aunque no hubieses leído el mensaje que te dejé, al no verme, tratarías de localizarme. Tú conocías la casa y habíamos hablado muchas veces de que si algún día Ernesto se encontrase en un apuro, acudiría al lugar donde vivieron algunos de nuestros antepasados. Yo, cuando decidió que saliéramos de Madrid, desconocía el destino que mi hermano había elegido, aunque sospechaba que sería Florencia y que tú entenderías mi mensaje, porque de no encontrarme allí, la familia que cuida la casa te informaría de nuestro paradero. ¿Qué te ha ocurrido? Estaba tan segura de que aunque fuera para romper nuestro compromiso acudirías a verme… Como pasaban los días y no llegabas, pensé que te darías un margen para que nadie sospechase, pero a un año le sucedió otro, y todo siguió igual, en silencio, ni una sola noticia tuya.

Aunque muchas veces en todo este tiempo me angustie la idea de que has dejado de quererme, jamás lo creeré. Siempre estuve segura de tu amor, lo mismo que ahora. Vendería mi alma al diablo por saber qué te ha sucedido, pero creo que Dios, que me está dando muestras de quererme mucho para hacerme sufrir de esta manera, impide que Satanás se me acerque.

Si pudiera, ahora mismo saldría a buscarte y no pararía hasta dar contigo. Sin embargo, sé que nunca lo haré: mi madre me necesita.

Al año de marcharnos intenté regresar, pero mi hermano me había puesto vigilancia día y noche. Era su prisionera. Vivíamos aislados de todo. Ernesto estaba obsesionado con que nos perseguían y no quería que nadie descubriera nuestra identidad. Ya sabes cómo era. Además, te odiaba y jamás consentiría nuestro matrimonio. Aun así nosotros, tú y yo, mi amor, ya teníamos decidido en qué momento nos uniríamos para siempre y sin embargo no acudiste a rescatarme.

A veces me apetece gritar, ¿por qué algo ajeno a nuestras vidas tuvo que separarnos? ¿Qué nos iba a ti y a mí en el atentado del general Prim?

Ana levantó los ojos y se dijo que la autora de aquel texto no podía ser otra que Elsa. Seguro que Lucrecia Roccia era la identidad bajo la que se escondió. Eran demasiadas coincidencias; primero un hermano llamado Ernesto, como el que le regaló el fonógrafo a su padre, y ahora esto de Prim.

Te juro que Ernesto llegó a contagiarme su miedo. Un día nos comentó que estaba buscando una casa en otra ciudad, para que nos fuéramos. Creía que nos habían descubierto. Lo cierto es que yo nunca supe el papel que desempeñó mi hermano en aquel suceso. Él estaba muy relacionado con el mundo de la política y tenía amigos en el Gobierno. Recuerdo que una vez le pregunté y se limitó a contestarme que peligraba su vida porque sabía demasiadas cosas.

Ahora no me importa decirlo, pero creo que mi hermano participó en la organización del atentado al general. Tú sabes que él se movía en ambientes distinguidos y que tenía grandes contactos en los bajos fondos. Constituía el eslabón perfecto. No puedo asegurarlo, aunque estoy convencida de que fue él quien contrató a algunos de los hombres que dispararon a Prim. Siempre tuve la impresión de que la única persona con la que se desahogó mi hermano fue con Pablo Sandoval, bien sabes, mi amor, que eran amigos.

Ana deseaba continuar leyendo, pero no pudo por menos de detenerse al ver el nombre de su padre y pensar que esas confidencias podían ser una de las razones que la llevaban a discutir tanto sobre el tema del asesinato de Prim. Prosiguió con la lectura.

No había transcurrido ni un mes cuando nos dijo, muy contento, que estaba a punto de cerrar un trato y que iniciaríamos una nueva vida en Siena. Pero fue pasando el tiempo y seguíamos en el extrarradio de Florencia.

Él solía regresar a casa sobre las siete, nunca más tarde de las ocho. Pero aquel fatídico día, mi madre, inquieta, vino a verme para decirme que eran las nueve y Ernesto no había vuelto. La tranquilicé como pude, aunque yo estaba mucho más nerviosa que ella.

A las diez aún no había llegado. No sabíamos qué hacer. Cario, el hijo de los caseros, seguro que te acuerdas de él, se ofreció para salir a buscarlo. No habían pasado cinco minutos cuando de nuevo sentí la puerta y me alegré de que ya estuvieran en casa, pero de repente escuché un grito. Era la voz de mi madre. Acudí corriendo a su lado. Mi hermano Ernesto agonizaba tirado en el suelo a pocos metros de casa, apuñalado. No pudimos hacer nada por salvarle. Murió a las pocas horas.

Es probable que contra nosotras no tuvieran nada, pero sus asesinos siempre estarían más tranquilos asegurándose de que nadie iba a hablar de lo sucedido. Además, teníamos miedo. Pensamos que lo mejor era desaparecer y confiar en que no tuvieran el interés suficiente para buscarnos. Mi madre y yo decidimos vender la casa. Reunir el poco dinero que teníamos y marcharnos a otro lugar.

Con el asesinato de mi hermano se cerraron para mí todas las posibilidades de regresar a Madrid. Nuestra presencia pondría a muchos nerviosos y en peligro nuestras vidas. Te aseguro que no me importaría y que estaría dispuesta a volver, pero me debo a mi madre. No podría vivir sin mí.

En aquellos momentos, mi amor, supe que no volveríamos a vernos, aunque para qué engañarte: todavía hoy deseo equivocarme y verte llegar a este lugar de ensueño que te entusiasmaría. Solo Cario conoce nuestra dirección y únicamente a ti te la daría. Confío en él y de todas formas a alguien tenía que decírselo por si te presentabas.

Nadie en Pienza nos conoce por nuestros nombres auténticos. Ahora somos María y Lucrecia Roccia. De esa forma evitamos posibles indiscreciones.

Ana se revolvió inquieta en el sillón. Dejó de leer y miró en derredor, como si buscara la presencia de Elsa, porque aunque aún no tenía la confirmación exacta, sabía que era ella la autora de aquel texto. Se la imaginó sola paseando por la logia y lloró. Lloró haciendo suyo el dolor que se palpaba en cada rincón de la casa… Cuando logró recuperarse, retomó la lectura.

Es duro vivir sin ti, aunque resulta mucho más doloroso no saber qué te ha pasado ni qué estarás haciendo. Con frecuencia me digo que no debo seguir engañándome más y que si no has acudido a reunirte conmigo, es porque estás muerto. Pero algo en mi interior se niega a creerlo, aunque si es verdad que vives, ¿por qué no luchas por nuestro amor? ¿Te has enamorado de alguien que ha llegado a tu vida cuando yo ya no estaba? ¿Te has visto comprometido en alguna aventura de la que no has podido salir? Mi hermano siempre censuró nuestra relación por la diferencia de edad y por tu fama con las mujeres, pero yo le doy gracias a Dios por haberte conocido, por haber podido disfrutar de tu cariño, por quererte como te quiero.

No te imaginas el sufrimiento que me produce tu ausencia. Hay días en los que no me importaría morir, aunque de inmediato rectifico porque tal vez tú puedas llegar la mañana siguiente. Como verás, si alguna vez lees estas líneas, me contradigo sin cesar. Lo cierto es que la razón me dice que si no te has ocupado de mí en todo este tiempo, ya no lo harás. Sin embargo, mi corazón, mis sentimientos se rebelan y siguen manteniendo viva la esperanza de que aparezcas en cualquier momento. Si no fuera por el violín, me volvería loca. Te quiero tanto. Me hago a la idea, al escribir estas líneas, de que las leerás y eso me da fuerza.

Antes de que asesinaran a mi hermano pensé en escribirle una carta a Pablo Sandoval para que me informara sobre tu paradero y para que me contara si mi hermano había hablado con él. No lo hice porque consideré que no debía molestarle. Estaba felizmente casado y nada que le recordara el pasado le haría bien.

—¡Dios mío! —exclamó Ana sin poder contenerse—. Mi padre estaba enamorado de ella.

El texto que acababa de leer no era tan claro como para permitirle hacer esa afirmación, pero ella lo sabía. Se había dado cuenta de que la intérprete del
Capricho 24
que su padre escuchaba todas las tardes era Elsa Bravo. Regresó al diario con auténtica voracidad.

Pasé varios días dándole vueltas en un intento de encontrar a la persona que pudiera darme información sobre lo que podía haberte pasado. Por fin me decidí y escribí a Inés Mancebo. Le envié la carta a su domicilio particular. En el remite figuraba mi nombre y una dirección que Cario me proporcionó. El fue mi única ayuda en los años de Florencia. Sé que la carta pudo haberse perdido o quizá fuera la contestación de Inés la que corriera esa suerte, pero nunca obtuve respuesta ni tampoco nos llegó la devolución al no haber encontrado al destinatario.

Soy una experta en soledad. Hay días en los que no hablo con nadie. Conozco cada árbol, cada flor de los jardines de Pienza y el pozo de su plaza se ha hecho tan amigo que se enfada si tardo en visitarle. No sabes cuántas veces soñé que te encontraba en ese lugar tan propio de las mujeres de la Biblia. ¿Por qué no iba yo a tener tanta suerte como Hagar, Rebeca, Raquel o Séfora? Ellas hallaron la solución a sus vidas a la vera del pozo; tal vez a mí me suceda lo mismo.

He dejado de escribir solo unos segundos, los precisos para tomar la fotografía que nos hicimos al lado del tilo en tu casa. ¿Te acuerdas de nuestras tardes bajo sus ramas? Él se convirtió en el símbolo de nuestro amor. Cuánto daría por tener alguno de tus dibujos que siempre quisiste firmar con el nombre de tu hermano tristemente desaparecido.

¡La casa del tilo! ¡Los cuadros! Ana recordó que, efectivamente, el dibujo que a ella le había interesado de aquella estaba firmado, lo mismo que otros, por
Giovanni.
Es posible —se dijo— que ese fuera el nombre del hermano. Lamentó estar sola ante semejante descubrimiento. Todas aquellas conjeturas a las que había llegado eran la pura realidad. Se sentía reforzada con la lectura del diario y deseaba compartirlo de forma especial con su tía Elvira, que había creído en ella. Porque aunque no hubiese leído el nombre, resultaba evidente que la persona amada era el bibliotecario: Bruno Ruscello.

Pienso tanto en ti que tu imagen se vuelve borrosa y tengo que acudir a la fotografía. ¿Se habrán vuelto tus cabellos blancos? Los míos se mantienen sin una sola cana, pero he envejecido, mi amor. Teníamos que haberlo hecho juntos.

Hace unos días sucedió algo que me ha estimulado; he vuelto a sentirme un poco útil. Algunas personas saben que toco el violín y una señora me ha visitado para preguntarme si accedería a enseñarle música a dos de sus hijas. No necesito decirte lo que significa la enseñanza de la música para mí, así que puedes imaginarte mi alegría. Las recibo dos tardes a la semana. Esta actividad, además de hacerme sentir viva, como te comentaba, me proporciona unos pequeños ingresos que me vienen muy bien, aunque he descubierto que no es difícil sobrevivir en lugares como este cuando no se tienen grandes necesidades.

Mi madre ha estado enferma unos días y no me he separado de su lado. Es una mujer admirable. Nunca sabré lo que supone perder un hijo, pero tiene que ser horrible. A ella jamás la escuché protestar de su mala suerte, ni de vivir aquí encerrada; solo lo siente por mí, que tendría que estar, como siempre me dice, en los grandes escenarios asombrando al público con mi arte. No creas que a veces no me siento frustrada al verme aquí aislada del mundo. Pero pronto me contento al tomar el violín en mis manos y doy gracias a Dios por poder seguir interpretando, porque si eso no me fuese posible… en tal caso, solo el tenerte cerca podría aliviar mi dolor.

He decidido no poner fecha cuando me siento a escribir: a veces pasan días entre línea y línea; otras, las palabras vuelan y me tienen ocupada toda una tarde. También por la noche me gusta hablarte, sí, Bruno, porque este es mi pequeño desahogo: soñar que te hablo y que tú algún día te enteres de todo.

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