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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (13 page)

BOOK: El enigma de Ana
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Santiago Ruiz Sepúlveda nunca había estado enamorado y no tenía ninguna experiencia con las mujeres, de ahí que pensara en ir a tomar una copa al Café de Levante con Gálvez para contarle lo sucedido en casa de Ana. Aquella noche, después de varias ginebras, sorprendería al auditorio del café con la interpretación del
Capricho 15
de Paganini. Era la música que mejor reflejaba su sentimiento, el vacío que experimentaba en aquellos instantes lejos de su amada.

VII

D
espués de la discusión con su madre, Ana no se había atrevido a pedirle el coche para ir a El Escorial. Acababa de llegar a casa de su tía Elvira, que como siempre se ofreció a acompañarla. «Si no fuera por ella —se dijo Ana—, sería incapaz de resolver con tanta prontitud muchos de los asuntos pendientes».

En la Escuela de Música le habían facilitado el nombre del bibliotecario: Bruno Ruscello, que efectivamente dejó de acudir al trabajo en enero de 1871. No existía ninguna nota del porqué de su marcha, aunque algunos apuntaban que había muerto en un accidente de caza. Según le aseguraron vivía en la calle Almagro, pero tenía que ser un error porque el número que le dieron correspondía al de su propia casa. No quiso preguntarle nada a su madre, pero sí a su tía.

—Juraría que tu padre la compró en la primavera del año 71. Sí, seguro —dijo convencida Elvira—, fue un año después de casarse. Al principio tus padres siguieron viviendo con nosotros en paseo de Recoletos, ya que a mamá le costaba muchísimo que su hijo preferido se fuera, disponiendo de una casa tan grande como la nuestra. Pero después de unos meses, Pablo convenció a mamá y tu abuela terminó aceptando los deseos de independencia del matrimonio.

—O sea, que es posible que el tal Ruscello viviera en ella —dijo Ana.

—Claro, pero sería de alquiler porque sé que tu padre se la compró a la viuda de Arguelles.

—Le podríamos preguntar.

—A ella no, por desgracia, murió hace unos años. Yo conozco mucho a una de sus hijas mayores y puede que se acuerde.

Por suerte para Ana y su tía, la hija de Arguelles se acordaba muy bien del inquilino que habían tenido en la calle de Almagro.

—Era un hombre muy guapo e interesante. De mediana edad. Un tanto extraño, no solía mezclarse con la gente, llevaba una vida muy solitaria —les aseguró a la vez que matizaba—, lo sé porque reconozco que despertó mi interés. Pero un buen día desapareció y nunca volvimos a saber de él. Se comentó que había muerto.

—¿Nadie preguntó por él, no dieron parte a la policía? —preguntó Ana—. ¿Qué hicieron con sus pertenencias?

—Curiosamente, no había nada en la casa que no fuera nuestro. Era como si ya supiese que se iba a ir. Mi madre no quiso hacer nada. Ella nunca creyó que hubiera tenido un accidente, sino que quiso dejar la casa y que nadie pudiera localizarle. Pero ¿por qué le buscan? —quiso saber la hija de Arguelles.

—Es por una carta que tal vez nunca recibió. —Ana se sorprendió de la mentira que le salió espontánea… «Pero que lo más probable es que sea la verdad», pensó.

—Pues no puedo ayudarlas y bien que lo siento. Aunque tengo un vago recuerdo de que el señor Ruscello abandonaba muchas veces la ciudad. Sí, ya sé, creo que tenía una casa cerca de El Escorial. Sí, sí, allí es donde se pasaba la mayor parte del tiempo cuando no trabajaba.

—¿Sabe cómo se llamaba la casa o algo que nos permita identificarla? —preguntó Ana.

La señorita Arguelles, que tanto las había ayudado, estaba intentando rescatar de su memoria algún dato. Al cabo de unos minutos, les dijo muy satisfecha:

—Sí, recuerdo que muchas veces oí comentar que la casa que había comprado era inconfundible porque tenía un patio interior muy bonito con un árbol, un tilo espectacular. La zona me parece que era conocida como los Gamonales.

—No esperamos ni un minuto más —dijo Elvira entrando en la habitación donde se encontraba Ana—, nos vamos solas con el cochero. Blas, el ayudante del cochero, no llega y no tiene por qué pasarnos nada. Además, tampoco vamos a realizar un viaje muy largo.

—Como quieras, tía Elvira, pero también podemos dejarlo para mañana.

—No, prefiero que vayamos hoy. Hace un día maravilloso y no sé cómo estará mañana. Siempre es más agradable viajar con buen tiempo.

Mientras las dos mujeres se acomodaban en el coche, María, la criada de Elvira, le entregaba al cochero una gran cesta con viandas por si no encontraban ningún lugar que fuera de su agrado para almorzar; así podrían tomar algo en el campo.

—Fíjate —le dijo Elvira a Ana—, María tiene miedo de que pasemos hambre. Seguro que ha puesto comida para un regimiento.

—Qué buena eres conmigo, tía.

—¿A qué viene eso ahora? Déjate de bobadas.

—Es verdad, te lo digo con el corazón. ¿Por qué te preocupas tanto por mí? —insistió la joven.

—Podría decirte que lo hago por amor a tu padre, porque no quiero que a su hija le pase nada malo y trato de cuidar de ella, como lo haría él. Pero no es toda la verdad —dijo suspirando Elvira.

—¿Y cuál es esa verdad? —quiso saber Ana.

—Que te quiero mucho y te admiro por tu valentía. Sé que van cambiando los tiempos, pero yo, por ejemplo, me conformé con tocar el violonchelo solo para los amigos y en fiestas familiares, como deseaban todos. Sin embargo, tú quieres ser una profesional de la música. Estás dispuesta a luchar para poder desarrollar tu vocación y me parece maravilloso.

—Pero tú eres muy independiente. No te has casado como la mayoría de las mujeres. Viajas sola, te vas de vacaciones con tus amigos…

—Querida Ana, en el fondo soy una cobarde. Lo hago ahora porque no tengo a nadie a quien rendir cuentas y además dispongo de una situación económica que me permite hacer todas esas cosas. Pero hace unos años no era ese mi comportamiento.

—¿Lo lamentas?

—A nadie le agrada asumir su cobardía y en ese sentido me hubiera gustado dedicarme íntegramente al chelo, aunque es posible que entonces no hubiera podido ser feliz al lado de Juan, no disfrutaría de mis seres queridos como lo hago. Quién sabe… Lo que parece seguro es que mi vida sería distinta. Puede que mejor o tal vez peor. ¿Sabes, Ana? Yo no elegí mi vida, me dejé llevar, no quise enfrentarme a nada ni a nadie. Y eso, a veces, cuando repasas tu existencia, duele. Pero no quiero ponerme triste. ¿Has quedado con Juan para que te inmortalice en una de sus obras de arte?

—No, aunque le prometí que un día de la semana que viene pasaría por su estudio.

Ana estaba deseando preguntarle por Juan y contarle el comentario de Enrique sobre él, pero su instinto le decía que no lo hiciera. Ya llegaría el momento en que Elvira le abriera su corazón. Porque Ana creía firmemente que algo no encajaba en aquella relación.

—Cuando vayas a ir me avisas —dijo Elvira para añadir—: Ya le he comentado a Juan que no estaría nada mal que creara una colección de cuadros dedicada íntegramente a mujeres tocando instrumentos musicales.

—Sí que sería interesante —replicó—, pero imagino que no permitirás que el último cuadro que te ha hecho se exhiba en una sala.

—¿Te imaginas el escándalo? —preguntó riendo Elvira—. La otra noche más de uno se quedó pasmado.

—¿Lo ha visto mi madre? —quiso saber Ana.

—De momento no, y si puedo evitarlo, prefiero que no lo haga, pero seguro que le llega algún comentario y no tendré más remedio que enseñárselo. —Iban tan ensimismadas en la conversación que no se dieron cuenta de que el coche casi se había parado—. ¡No le habrá pasado nada a ninguno de los caballos! —exclamó Elvira.

El coche se había detenido por completo y antes de que ninguna de ellas bajara, el cochero les informó:

—Tenemos un ligero contratiempo. Se ha desprendido una parte de la ladera y nos corta el camino. Allí estoy viendo una venta, me acercaré para intentar que alguien nos ayude.

—Está bien, vaya. ¿Dónde estamos ahora, Manuel? —preguntó Elvira.

—Muy cerca de Valdemorillo —respondió el conductor.

—Pues sí que sería una pena que tuviéramos que volvernos —se lamentó Ana.

—No lo haremos, ya verás cómo se arregla —contestó optimista su tía.

—¿Nos acercamos para ver lo que ha pasado?

—De acuerdo, bajémonos un momento.

Sus botines no eran de tacones muy altos, pero sí dificultaban sus movimientos por aquel camino pedregoso. Solo dieron unos pasos, los suficientes para observar que la cantidad de tierra caída no era muy grande, aunque se habían desprendido dos piedras. Una de ellas, de gran tamaño, era la que dificultaba el paso.

—Va a tener que encontrar al menos a otros dos hombres —comentó Elvira para sí, como de pasada.

—¿Tres? —preguntó un tanto sorprendida Ana.

—Sí, porque mientras dos intentan levantarla, el otro coloca la soga con que sujetarla para que luego uno de los caballos la arrastre.

La temperatura no era muy baja, pero un ligero airecillo aumentaba la sensación de frío.

—Creo que estaremos mejor en el coche —dijo Elvira mientras agarraba a su sobrina del brazo.

—Mira, por allí viene Manuel —exclamó Ana.

—Señoritas, tenemos dos soluciones —dijo el cochero aún jadeante de la carrera—. Una, regresar a Madrid; y la otra, esperar a que lleguen las personas que pueden ayudarnos. Me aseguran que tardarán algo más de una hora.

Elvira consultó el reloj. Eran las doce y media de la mañana.

—¿Ha preguntado si se puede comer en la venta?

—Me han dicho que algo pueden servir: queso, huevos…

—Ya que hemos llegado hasta aquí, creo que nos interesa quedarnos. Es muy pronto para comer, pero si lo hacemos mientras esperamos que lleguen a ayudarnos, perderemos menos tiempo.

—De acuerdo —contestó Ana—. ¿Prefieres que vayamos a la venta o que tomemos lo que nos ha preparado María?

—Seguro que María se ha esmerado, pero en el coche no vamos a comer y en el exterior, aunque hace bueno, corremos el riesgo de enfriarnos —opinó Elvira.

—Tal vez al volver aquel recodo estemos más resguardadas.

—Perdonen —dijo Manuel—, sé que no es de mi incumbencia, pero debo aclararles que si llevan las viandas para tomarlas en la venta, no resultará nada extraño, es algo que se hace con frecuencia. Ustedes no están acostumbradas a moverse en estos ambientes. Lo que sí pueden hacer es comprar una jarra de vino para que la ventera se sienta feliz.

—Buena idea —apuntó Elvira—, eso haremos.

El aspecto de la venta era ruinoso. El jardín o huerto que la circundaba parecía abandonado por completo. Se trataba de una edificación sencilla con un piso que probablemente estaría destinado a la vivienda. La parte de abajo consistía en una gran sala con toscas mesas e idénticos bancos de madera. Lo más destacado por el aspecto que presentaba era un gran mostrador atiborrado de ristras de ajos.

—No se asusten ustedes, pero no tengo tiempo para nada. Hace varios días que pienso colgarlos en la pared y aquí siguen.

La mujer que les hablaba no cumplía los cincuenta y a diferencia de la típica imagen de ventera, gorda y frescachona, aquella era delgadísima y bastante alta.

—Pueden sentarse donde les apetezca. Tienen toda la venta para ustedes. No creo que venga nadie. Hay días en los que ni una sola persona se detiene en este lugar. ¿Les sirvo algo? —preguntó de forma rutinaria.

—Dos jarras de vino, por favor —pidió Elvira—, y nos las acerca a la mesa si es tan amable.

Habían elegido la del fondo y hacia allí se dirigió Manuel con la cesta de la comida. Ana, al ir a sentarse, descubrió debajo una sucia muñeca de trapo que tomó en sus manos. El gesto no le pasó desapercibido a la ventera, que inmediatamente comentó:

—Es de mi nieta. Seguro que está a punto de llegar porque ha ido con su madre a buscar la leche. Ya verán —dijo orgullosa—, es la niña más bonita del mundo.

—¿Y viven aquí con usted? —preguntó Ana.

—Sí. Mi yerno trabaja en Valdemorillo, pero el dinero no da para mucho, así que conmigo están mejor. Ya veo que han traído comida. Han hecho bien, yo poco podía ofrecerles.

Ana miró a Elvira y se dio cuenta de que a su tía le sucedía lo mismo que a ella: les avergonzaba que aquella mujer que posiblemente pasaba grandes necesidades contemplara lo que María les había preparado: jamón, tortillas, fritos de pescado, queso, dulces y algo de fruta. Elvira se levantó, se acercó a Manuel y le mandó que se sirviera algo de comida. Luego se dirigió hacia el mostrador y le dijo a la ventera:

—Teníamos previsto comer con unos amigos, pero el desplome de esas piedras en el camino nos obliga a detenernos y no podemos llegar a una hora prudente. Estoy pensando que tal vez las podríamos invitar a ustedes a que comieran con nosotras.

—Qué generosas son. Pero yo ya estoy comida —aseguró tocándose el estómago— y a la niña seguro le han
dao
algo en la casería donde nos venden la leche. Mi hija Carmen es la única que las puede acompañar, aunque mi consejo es que vayan comiendo ustedes porque no sabemos a qué hora llegará y seguro que le da vergüenza. Ella, como yo, no está acostumbrada a esos refinamientos —afirmó muy seria mientras miraba fijamente a los cubiertos que habían colocado sobre la mesa y que destacaban aún desde la distancia—. Coman tranquilas y si les sobra algo, se lo dejan.

Ana imaginaba qué le estaba diciendo Elvira a la ventera, pero, aunque el local estaba vacío, no podía enterarse de la conversación, ya que su tía empleaba un tono muy bajo, y lo mismo hacía su interlocutora. Cuando regresó a la mesa y se lo contó, se quedó muy pensativa.

—Tía Elvira, ¿qué harías si tuvieras que vivir en este lugar y en las mismas condiciones que esta mujer? ¿Podrías resistirlo?

—Sin duda. Y tú también.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Cómo te acostumbrarías a renunciar a las comodidades de las que gozas ahora?

—Me costaría muchísimo. Pero te aseguro que gracias a esa vida que tuve el placer de disfrutar, afrontaría mejor la calamidad.

—No lo entiendo muy bien. Yo creo que me sucedería al contrario —opinó Ana.

—A nosotras, Ana, nos han educado, nos han dado una formación. Sabemos leer, escribir, incluso interpretamos música. La cultura siempre es un arma de poder. La vida aquí sería mucho menos tediosa para nosotras que para ellas —concluyó Elvira.

—Puede que tengas razón, aunque no me convences del todo. Estas mujeres no echan de menos la cultura porque desconocen sus efectos. Resulta indudable que es un arma de poder, pero no garantía de felicidad. Yo creo que se acerca más a la felicidad el poner en práctica el esfuerzo personal para hacer las cosas bien y mejorar tu entorno —afirmó convencida—. Imagínate que la ventera o su hija se hubiesen preocupado de cuidar el jardín. ¿No crees que por las mañanas, al abrir las puertas y encontrarse con unas preciosas rosas, cambiaría su panorama?

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