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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (14 page)

BOOK: El enigma de Ana
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—Es muy bonito lo que dices, pero es posible que no les gusten las flores —dijo sarcástica Elvira.

—Pues tomates si los prefieren. Lo interesante es superarse cada día.

—¿De verdad crees que alguien puede pensar en superarse en medio de esta soledad?

—No lo sé. Es probable que algunos enloquecieran y otros creciesen mucho interiormente.

—Perdonen, ¿quieren que les sirva más vino? —les preguntó la ventera, que se había acercado al ver la jarra vacía.

—No, muchas gracias —contestó Elvira a la vez que miraba el reloj—. No puedo creer que haya pasado ya una hora. Manuel, ¿cuánto nos dijo que tardarían?

—Algo más de una hora. Pienso que llegarán pronto —contestó el cochero, que se había acercado a la puerta para mirar.

—No se hagan demasiadas ilusiones —dijo la ventera—. El chico que fue a buscarlos no sabe demasiado de puntualidad. ¿Van muy lejos? —les preguntó.

Elvira se dio cuenta de que le había contado que iban a comer con unos amigos, así que tenía que improvisar.

—La verdad es que no lo sé —dijo Elvira pensativa— porque después de comer con esos amigos de los que antes le hablé, intentaríamos localizar una casa que según nos han dicho está en una zona que llaman los Gamonales.

—Vengan —pidió la ventera a la vez que abría una puerta a la que debía de ser la cocina—, les voy a enseñar algo.

Al contrario que el resto de la venta, la cocina mostraba un aspecto excelente, limpia y cuidada aun en su sencillez. «Seguro que este lugar es el preferido de la ventera», pensó Elvira. Con un espacio no muy grande, la cocina sí disponía de una amplísima ventana hacia la que se encaminó la mujer, con tía y sobrina tras sus talones.

—Miren, al fondo, ahí empieza la zona de los Gamonales. Qué casualidad —exclamó—, por allí vienen mi hija y mi nieta.

El paisaje reunía cierto encanto. En la parte de atrás de la casa existía una pequeña llanura con unos cuantos árboles que embellecían el lugar y que no impedían ver más allá, donde la pradera acogía diferentes arbustos entre los que destacaban unos vistosos tallos, con grandes flores blancas; gamones, conocidos popularmente como varas de san José. La mujer y la pequeña caminaban entre ellos y la estampa que ofrecían era ideal para figurar en algún almanaque que intentara resaltar la belleza silvestre y las ventajas de vivir al aire libre.

—¿Les gusta el paisaje? —preguntó la ventera.

—Sí, mucho —contestó Elvira, que añadió—: Ahora entiendo por qué denominan el lugar los Gamonales. ¿Es muy extenso? ¿Sabe si hay muchas casas en la zona?

—Es muy grande porque aquí esas plantas se dan muy bien y crecen sin ningún tipo de cuidado. ¿Casas? No sabría decirles, aunque seguro que mi hija les informa. A ella le gusta mucho salir al campo y conoce muy bien los alrededores. Pero no creo que haya más de tres o cuatro casas.

Ana permanecía totalmente silenciosa. Tenía una impresión extraña, le parecía percibir las sensaciones de la hija de la ventera, que caminaba entre los tallos de los gamones. Era como si ella hubiera repetido esa acción muchas veces y conociese a la perfección la textura, los olores que el contacto con aquellas plantas despertaban en ella. Pero era la primera vez que visitaba aquel lugar.

—¡Abuela, abuela, ya estamos aquí!

Una preciosa niña rubia entró corriendo en la cocina, pero al descubrir a las dos mujeres que estaban con su abuela, dio la vuelta asustada para cobijarse en las faldas de su madre, que entraba tras ella.

—Buenos días —dijo Carmen, la hija de la ventera.

—Acércate, hija, estas dos señoritas vienen de Madrid y están buscando una casa. —De repente se interrumpió para decirles—: ¿Para qué quieren la casa?, ¿para comprarla? Buscan una en concreto, ¿verdad? ¿Qué es lo que saben de ella para identificarla? Carmen las puede ayudar. Ya les he dicho, hija, que tú conoces muy bien toda la zona.

—Sí —respondió ella con timidez—, ustedes me dirán.

Tanto Ana como Elvira miraban a la hija de la ventera sorprendidas no por su belleza —era realmente hermosa—, sino por la forma en que se movía. Tenía un estilo innato que sorprendía en aquel ambiente. Vestida de la manera correcta, podría pasar por una señorita refinada… mientras se mantuviera en silencio, porque al hablar Carmen se expresaba como cualquier persona que no ha recibido ningún tipo de educación.

—Hemos visto desde la ventana cómo disfrutabas con los gamones —dijo Ana.

—Le gustan tanto —dijo la ventera— que aunque no sabe pintar, los ha dibujado en varios papeles porque así dice que los recuerda mejor.

—Me encantaría ver tus dibujos.

—Están muy mal. Me da vergüenza enseñarlos —dijo Carmen, que les preguntó—: ¿Qué casa es la que buscan?

—Solo sabemos que tiene un patio con un gran árbol —explicó Ana.

—Es la casa del tilo —apuntó risueña Carmen, y dirigiéndose a su madre le comentó—: Sabe la que digo, ¿verdad, madre? Esa en la que usted trabajó antes de nacer yo.

—Pero esa casa no está en venta —dijo la ventera sin poder disimular cierta contrariedad.

—No, si nosotras no queremos comprarla, solo tratamos de enterarnos del paradero de la persona que según nos informaron es su dueña.

—Pertenece a los Muñoz de Sorribas —afirmó secamente la ventera.

—¿Esa familia ya era la propietaria cuando usted trabajaba en esa casa? —quiso saber Ana.

—No.

—¿Quiénes eran los dueños entonces? ¿Y cuántos años hace que usted sirvió allí? —preguntó ansiosa la joven.

—Me estuve ocupando de la limpieza dos o tres años. Creo que fue entre el
66
y el 69. No recuerdo con seguridad, pero sí sé que estaba trabajando en la casa cuando me casé en el año 68 y seguí durante un tiempo —afirmó la ventera.

—¿Y los propietarios? —insistió Ana.

—No tengo ni idea. Había una mujer que era la encargada, pero yo nunca vi a los señores de la casa. Viajaban mucho. A mí me llamaban para ayudar en la limpieza uno o dos días a la semana, cuando ellos no estaban.

—La persona a la que nosotros buscamos es un hombre, Bruno Ruscello —dijo Ana—, y según nos han asegurado, él era el propietario de una casa que por lo que nos dicen tiene que ser esa.

A Ana no le pasó desapercibida la luz que iluminó, solo unos segundos, los cansados ojos de la ventera y tuvo la percepción de que no estaba contando toda la verdad. Por ello insistió:

—Bruno Ruscello, ¿le suena ese nombre? Es probable que usted haya trabajado para él —dijo.

—Ya le dije que yo a la única persona a quien veía y conocía era a la encargada.

—¿Siguió ella en la casa cuando la vendieron?

—Murió al poco tiempo. Pero todas esas cuestiones se las aclararán los Muñoz de Sorribas. Por cierto, Carmen —dijo llamando a su hija—, ¿sabes si estos días en la casa del tilo está alguno de los propietarios?

—Sí. Esta mañana he visto en Valdemorillo a una de las hijas. Y comentaron que su madre se quedaría aquí durante un tiempo —aclaró Carmen.

—¿Les hemos ayudado en algo? —quiso saber la ventera.

—Por supuesto. Muchísimas gracias —respondió Ana, que en ese momento se dio cuenta de que Elvira no había participado en la conversación y no se encontraba con ellas. La vio en la mesa donde habían comido, con la niña sentada en su regazo, mientras le contaba alguna historia con la muñeca de trapo en sus manos, a la que hacía moverse como si fuera una marioneta.

—Se nota que su amiga tiene hijos, hay que ver cómo sabe tratar a los niños —comentó la ventera.

Ana no dijo nada y caminó hacia donde se encontraba su tía. En aquel momento Manuel, el cochero, les avisó de que ya habían llegado los hombres y que en media hora estarían listos para irse.

Eran casi las tres de la tarde cuando reanudaron el viaje. Según las explicaciones de la ventera tardarían poco más de un cuarto de hora en llegar a la casa del tilo.

—Tía Elvira, ¿vas a cumplir lo prometido?

—Sí. En cuanto Juan disponga de un día libre, venimos a verlas. ¿No te ha parecido impresionante que sin haber ido nunca a la escuela pueda dibujar como lo hace? —preguntó Elvira.

—Sí. Esa muchacha es especial en muchos sentidos —aseguró Ana.

—¿Y qué me dices de la pequeña? Me he ofrecido para ocuparme de su formación y estudios en Madrid. Le he dicho a Carmen que si no quiere separarse de ella, yo le podría buscar una ocupación en casa. María estaría encantada de recibir ayuda.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Ana.

—Me aseguró que lo hablaría con su marido y que estaba dispuesta a sacrificarse por la niña permitiendo que yo me hiciera cargo de ella en Madrid.

—Tía Elvira, no sabía que te gustaran tanto los niños. Tenías que haberte casado y estar ahora rodeada de hijos —apuntó Ana sonriendo.

La expresión de Elvira se volvió tan melancólicamente triste que Ana se arrepintió del comentario, pero antes de que pudiera decir nada, para que se olvidara de él, Elvira le respondió:

—El matrimonio no asegura los hijos porque puede ser estéril alguno de los cónyuges. Pero en verdad es la forma natural y legal de formar una familia. Quiero que sepas, Ana, que sí deseé casarme, aunque la persona de quien yo estaba enamorada prefería no hacerlo. También es verdad que no ansiaba el matrimonio pensando en los hijos, sino en compartir mi vida con esa persona a quien quería. Y me hubiese casado aun con la certeza de no tener hijos.

Ana se sentía avergonzada de haber provocado aquella reacción en su tía, que a duras penas podía contener las lágrimas. Prefería que no le contara nada. No sabía cómo reaccionar. Lo normal sería preguntarle quién era la persona de quien estaba enamorada, pero no podía ser otra que Juan, pensó Ana, así que decidió guardar silencio. Elvira estaba a punto de derrumbarse. Sin quererlo, su sobrina había hurgado en la herida: nadie conocía la realidad de su vida. Solo su confesor, que, pese a lo que podría pensarse, la había apoyado cuando decidió tomar aquel camino. Aun siendo una postura asumida libremente y desde hacía unos cuantos años, a veces sentía la necesidad de desahogarse. Y en esta ocasión era su sobrina Ana, veinte años más joven, quien despertaba en ella ese deseo de sincerarse. Elvira era consciente de que hablar del tema le haría bien, pero temía el efecto que podría causarle a ella.

—Señoritas, creo que ya hemos llegado —les dijo Manuel.

—¿Podemos abrir nosotros la portilla y pasar o es necesario esperar? —quiso saber Elvira, que miraba por la ventanilla del coche.

—No hay nada que nos impida el paso. La portilla está abierta —afirmó el cochero después de haberlo comprobado.

—Creo que deberíamos tocar la campana para avisar —comentó Ana.

—¿Dónde está? No la veo —quiso saber Elvira.

—Allí —señaló Ana—, debajo de las ramas de aquel árbol.

La finca estaba rodeada de un pequeño muro con una portilla en la que habían colocado un cartel donde se anunciaba que era propiedad privada. En una especie de gran estaca, mástil o similar aparecía sujeta una campana, no muy visible en aquellos momentos por la frondosidad del árbol vecino.

—Si han colocado una campana, será para que la toquemos —opinó Elvira, y añadió—: Dele fuerte, Manuel.

El badajo golpeó con fuerza la campana, que de inmediato dio cuenta de sí.

—Tía Elvira, ¿crees que será esta la casa que perteneció a Ruscello?

—Seguro, ya verás. No te pongas nerviosa —le recomendó.

—Si es la que buscamos, estos señores tuvieron que comprársela a comienzos de 1871, que es cuando dejó de trabajar en la Escuela de Música —dijo Ana convencida.

—No precisamente. Una casa no se vende de hoy para mañana. Es probable que haya tardado más tiempo.

—Entonces perfecto, porque así podremos obtener algunos datos de su vida después de abandonar su trabajo —exclamó la joven muy contenta.

Llevaban varios metros recorridos y desde el camino general no se divisaba ninguna casa, claro que el terreno era pedregoso y con pequeñas elevaciones que impedían verlo en su totalidad. En él crecían toda clase de arbustos y plantas silvestres, preferentemente gamones. Además, era un trayecto muy zigzagueante y a la vuelta de una curva podían encontrarse con la vivienda que buscaban, como sucedió.

Se trataba de una casa grande de planta baja, rectangular y su edificación recordaba la de los cortijos andaluces. Estaba situada en una pequeñísima elevación, solo la separaban del camino cinco escalones.

Un criado les esperaba unos metros antes de la entrada y, muy solícito, acudió a abrir la puerta al tiempo que extendía su brazo para que se apoyaran en él.

—Muchas gracias —dijo Elvira antes de preguntar—: ¿Están los señores en casa?

—El señor no, pero sí se encuentran la señora y algunos de sus hijos. ¿A quién debo anunciar?

—A las señoritas Sandoval.

—Ahora mismo, pero pasen, por favor —les pidió mientras les franqueaba la puerta.

El entorno de la casa estaba muy cuidado. Y pegados a los muros del edificio y trepando por ellos se entremezclaban unos cuantos rosales. «Cuando estén en plenitud —pensó Ana—, ofrecerán una imagen maravillosa».

—¿Te imaginas la fragancia que respirarán al abrir las ventanas cuando estén en flor?

—Sí. Tiene que ser una delicia —contestó Elvira.

—Veo que les gustan mis rosales —manifestó la señora que sonriente se acercaba a ellas, para añadir—: Soy Teresa Muñoz de Sorribas. Por favor, no se queden en la puerta, pasen.

Era una mujer menuda, ni guapa ni fea, pero con un encanto especial que emanaba de su forma de expresarse. Su voz suave y melodiosa contribuía a ello, aunque sobre todo era su entonación la que cautivaba. Elvira tenía la sensación de que no era la primera vez que la veía.

Ana le explicó el motivo de su visita y el interés que tenían en localizar al antiguo propietario. Teresa, muy amable, les sugirió que se sentasen en el salón.

—Sentadas charlaremos mucho mejor. ¿Qué les puedo ofrecer?, ¿prefieren té, café o tal vez una limonada? —preguntó.

—No se moleste —dijeron al unísono tía y sobrina.

—Insistiré. Así que más les vale decidirse. Les recomiendo la limonada, es especialmente buena.

La limonada era buenísima y Teresa Muñoz, una persona realmente amable. Ana recordó que su padre siempre le decía que las personas bien educadas conseguían convertir en sencillo todo lo complicado, que sabían suavizar las situaciones.

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