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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (9 page)

BOOK: El enigma de Ana
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El profesor miraba a Ana con la conversación de aquella tarde aún fresca en su memoria, pero no dijo nada.

—Santiago —llamó Gálvez—, se me acaba de ocurrir una idea: ¿qué te parece si en honor de nuestras ilustres visitantes, tú y yo les interpretamos el 15?

—Pero…

—No tienes disculpa, el violín con el que me acompañas algunas noches está en el despacho del encargado.

—Está bien —asintió don Santiago.

Las dos mujeres se quedaron en silencio viendo cómo se alejaban. La primera en reaccionar fue Elvira.

—La verdad, Ana, es que solo había visto a tu profesor en dos ocasiones y no recordaba que fuera tan interesante. ¿Cuántos años tiene? Te juro que sería capaz de enamorarme de él casi sin proponérmelo. —No le pasó desapercibido el rubor que de repente tifió las mejillas de su sobrina—. Vaya, querida —añadió con una sonrisa en los labios—, ¿he dicho algo que te haya molestado? —Por supuesto, no esperaba respuesta, aunque tampoco le hizo falta. Le bastó con ver cómo los ojos de Ana seguían las manos de Santiago, mientras el aire del Levante se llenaba con las notas del
Capricho 15
de Paganini.

De camino a casa, cómodamente sentada en el coche de su tía, Ana se había relajado y disfrutaba con el recuerdo de las sensaciones que aquella interpretación fantástica habían conseguido despertar en ella.

Don Santiago poseía un completo dominio del arco. Ana estaba convencida de que las octavas sonaban más profundas y tristes en su violín que en ningún otro. ¿En quién pensaría mientras daba vida al 15? Sonaba como un auténtico lamento de amor. ¿Estaría enamorado? ¿Tendría novia? Recordó entonces que su tía Elvira siempre le decía que la música, además de ser maravillosa, jamás era indiscreta: cuando se lamentaba o gozaba, no decía por qué. «Es verdad —pensó Ana—. La música nos ayuda a profundizar en nuestros sentimientos, a cada uno en los suyos». No pudo evitar plantearse en quién pensaba ella cuando interpretaba. Sinceramente, creía que la mayoría de las veces no pensaba en nadie. Sufría y amaba con la música asumiendo el placer y el dolor sin más. Sí, estaba convencida de que hacía suyo el sentimiento expresado en la música. Aunque existía una excepción: cuando se acercaba a la música de Mendelssohn, el recuerdo de su padre le inundaba el corazón.

Ana se sentía transportada a su mundo interior, donde el dolor seguía existiendo, pero percibía que bajo el efecto de la música se serenaba a la vez que se hacía más trascendente. Suspiró con tanta fuerza que Elvira, también sumida en sus pensamientos, le preguntó si le sucedía algo.

—No es nada. Recordaba a mi padre. Si supieras cuánto le echo de menos —dijo con una gran tristeza.

Pasándole el brazo sobre los hombros, Elvira la atrajo hacia sí.

—También yo me acuerdo mucho de él. Era mi único hermano y sabes lo bien que nos entendíamos.

—¿Cómo crees que reaccionaría ante lo que me está pasando?

—No lo sé, Ana. No sé qué camino seguiría, pero estoy segura de que trataría de ayudarte por encima de todo. Lo mismo que haré yo —dijo dándole un beso.

—¿Crees que puedo estar volviéndome loca?

—No digas barbaridades. Ya verás como todo tiene una explicación —la animó su tía.

Ana cerró los ojos. «¿En quién o en qué pensaría la persona que me llevó a tocar el
Capricho 24
la noche de fin de año, y la otra tarde, en presencia de don Santiago?»

V

A
na caminaba sola por la calle Barquillo. La información que le había facilitado Fernando Gálvez era correcta y después de varios días haciendo indagaciones, había conseguido que alguien recordara a la profesora de violín, que según le dijeron se apellidaba Mancebo y vivía en el número 23, aunque hacía mucho que se había ido.

A pesar de que el 23 era un edificio antiguo con un importante deterioro en su fachada, a través de las ventanas se podía apreciar que el interior de algunas de las viviendas resultaba alegre y espacioso. Ana cruzó
el
patio interior donde jugaban unos cuantos chiquillos y dio gracias por su buena suerte al ver a dos mujeres mayores que se calentaban al tímido sol invernal. Ninguna de las dos recordaba a nadie de las características de la profesora de violín pese a que una llevaba quince años viviendo allí, y la otra, más de veinte.

—Lo mismo cuando yo llegué, esa señora ya se había ido —le dijo la inquilina más antigua—, y no creo que pueda conseguir en todo el edificio ninguna información, porque el resto de
los
vecinos han llegado más tarde que
yo.

—¿Por qué no la mandamos que vaya a ver a la portera del 27? —dijo la otra.

—Es verdad, la señora María lleva más de treinta años en la portería y es lo suficientemente cotilla como para saber la vida de todos los que vivimos en esta calle.

Ana se despidió de ellas dándoles las gracias. En realidad, se estaba tomando demasiado en serio aquel asunto. Pero ¿qué otra cosa podría hacer?

Su tía la había llevado a ver al doctor amigo de Juan. Si Ana —que no podía disimular su nerviosismo— esperaba encontrarse con un hombre adusto y mayor, se llevó una auténtica sorpresa: Rodrigo Martínez Escudero no tendría más de cuarenta años. Era guapo, de mediana estatura, con facciones muy finas y de trato muy afable, lo que le permitió romper de inmediato las barreras tras las que Ana se había parapetado y conseguir, sin grandes esfuerzos, que le contara con toda sinceridad lo que le sucedía. Después de hacerle varias preguntas al respecto, el doctor trató de tranquilizarla restándole importancia a todo aquello, aunque le aseguró que estudiaría a fondo su caso y le pidió que acudiera a verle cada quince días para mantener un seguimiento. También le habló de la posibilidad de mantener, junto con otras personas, una conversación sobre las circunstancias que rodearon la muerte del general Prim, a fin de observar las reacciones de Ana. Lo cierto era que ella había respirado aliviada, porque en algunos momentos temió que dudasen de su salud mental, aunque lo que no iban a conseguir era que dejase de investigar. Si el mensaje escrito en las partituras no existiera, con aquella hoja dibujada a su pie, no se preocuparía lo más mínimo de sus experiencias —como ellos la aconsejaban—, pero lo había visto
y
tenía que descubrir la verdad.

—Perdone, ¿es usted la señora María?

—Sí, ¿qué desea?

—Verá —dijo Ana humildemente, con verdadera necesidad—, estoy tratando de localizar a una persona que vivió en el número 23 de esta calle. Se llamaba Inés Mancebo. Era profesora de violín y creo que se fue hace muchos años. ¿La conocía?

—Claro que la conocía. Era una chica muy guapa y muy lista. Se quedó huérfana con dieciocho años, pobre, pero sus padres le dejaron dinero suficiente para que pudiera vivir tranquila. La chica siguió estudiando hasta convertirse en profesora. No sabe cuántos pretendientes tenía, aunque ella no le hacía caso a ninguno.

Ana la escuchaba encantada y emocionada porque presentía que aquella señora le facilitaría los datos necesarios.

—¿Sabe cuándo se fue de aquí y adonde?

—Creo que fue a comienzos del 71. Sé que vendió la casa porque se iba de Madrid para contraer matrimonio, aunque desconozco a qué ciudad fue o si salió de España.

—¿Dónde podría encontrar más información? —inquirió Ana, un tanto desilusionada.

—No lo sé. La portera del número 23 hace años que murió y en toda la calle la más vieja soy yo. Lo siento —dijo la mujer entrando en la portería.

La fecha coincidía, había dejado la Escuela y Madrid al mismo tiempo, pero…

—Señorita, un momento —llamó la señora María—. Ahora que recuerdo, si la Inés se fue para casarse, seguro que tuvo que pedir la partida de bautismo a la parroquia de San José, donde la habían bautizado.

—Muchísimas gracias —respondió Ana con reprimida ilusión.

—¿Estás segura? ¿De verdad no quieres que te acompañe?

—No, tía Elvira. Sé que vendrías encantada, pero prefiero ir sola.

—¿Y tu madre?

—Le he contado una mentira muy pequeña. Le dije que Fernández Arbós daría tres conciertos en Córdoba y que me vendría muy bien acudir, ya que no pude hacerlo cuando estuvo en San Sebastián.

—¿Te ha creído?

—Yo pienso que sí. Además,
está
tranquila porque sabe que no voy a estar sola —afirmó Ana—. Una de mis compañeras de clase vive en Córdoba desde hace un año y me quedaré en su casa.

—Querida Ana, sabes que las mentiras solo sirven para que un día descubran que te gusta engañar.

—Lo he hecho por necesidad. ¿Cómo le iba a contar…?

—Y a don Santiago, ¿qué le has dicho? —interrumpió Elvira.

—La verdad. Él conoce nuestra conversación con Gálvez y pensé que era lo mejor. Por supuesto que si no tuviera que ausentarme más de una semana, ni se lo comentaría.

Después de muchas visitas a la parroquia de San José, Ana había logrado convencer al párroco para que mirara en el libro de registro. No es que el sacerdote se negara a facilitarle la información, lo que sucedía era que casi nunca se anotaba la fecha en que habían sido solicitados este tipo de documentos. La joven había insistido, argumentando que la boda se había celebrado fuera de Madrid y que posiblemente al tener que enviar la partida de bautismo por correo, sí habrían anotado la fecha y con un poco de suerte incluso la dirección adonde deberían enviarla. El punto de partida para la búsqueda era enero de 1871, año en el que al parecer la profesora se había ido de Madrid. Ya habían revisado once meses y empezaron diciembre. Ana, sentada al lado del sacerdote, estaba decidida a no seguir forzándole si no encontraban nada en este mes, cuando por fin apareció la ansiada nota; la partida de bautismo de Inés Mancebo Sánchez había sido enviada el 11 de diciembre de 1871 a la iglesia de San Pablo de Córdoba.

Se sentía feliz. «Seguro que Inés era la destinataria del mensaje de la partitura —pensó— y viajó a Córdoba para reunirse con su novio, que había tenido que irse de Madrid». Pero si se habían encontrado, ¿qué sentido tenía que ella localizara el texto? Probablemente tuviera razón su tía al afirmar que se había enterado de la marcha por otro conducto o también que se le hubiera olvidado borrarlo. Con un poco de suerte, pronto lo aclararía todo.

—¿Y si no encuentras a Inés en Córdoba? Han pasado más de veinte años. Igual ha muerto, o a lo mejor se mudó hace tiempo, o…

—Sí, tía, he pensado en todo. Pero, decididamente, mañana me voy.

—De acuerdo. Te dejo, he quedado con Juan. No olvides que esta noche cenamos en su casa con el doctor Martínez Escudero.

—¿Solos? —quiso saber Ana.

—Sí. El doctor, Juan, tú y yo —le respondió Elvira.

—No veo de qué puede servirnos tener una charla sobre el asesinato de Prim —comentó Ana—. Y menos si se trata de ver cómo reacciono yo: con vosotros tres mirándome, dudo mucho que me comporte con naturalidad.

—No te preocupes, el doctor sabrá cómo hacerlo. Ya conoces que desde que le contamos lo de tu discusión sobre Prim pensó que sería interesante organizar este encuentro.

Ana había mandado pedir el coche porque aunque le gustaba pasear y Juan Blasco vivía muy cerca, en Hortaleza, se había arreglado demasiado para ir sola por las calles.

—Tiene que ser una artista o una modelo —comentaron entre sí dos vecinas de Juan cuando se cruzaron con ella en el portal—. Es preciosa. Seguro que va a casa del pintor. Hay que ver las mujeres tan guapas que le visitan… ¡Y pensar que sigue soltero!

Era un edificio antiguo, de los muchos que existían en Madrid, con interiores remozados y enormemente acogedores. Juan disponía de un estudio precioso con una luz espectacular, pues ocupaba la buhardilla que había reestructurado, ampliando las ventanas y sobre todo las claraboyas para conseguir que el techo fuese casi transparente.

Solo había estado en el estudio dos veces. No se consideraba una experta en pintura, pero Juan le parecía bastante bueno y decían que sus obras cada día se cotizaban más. Le gustaba mucho el colorido de sus paisajes, también alguno de los retratos, sobre todo los que le había hecho a su tía. El último,
El violonchelo,
era espléndido, aunque tal vez demasiado atrevido.

—Nunca te había visto con ese peinado. Te sienta de maravilla —le dijo Elvira al abrirle la puerta.

Ana llevaba un moño bajo que la hacía parecer mayor, pero le imprimía un estilo tan distinguido que nadie podía dejar de mirarla.

—Gracias, tía Elvira, ¿no ha llegado el doctor?

—No.

—¿Qué sabe Juan de mi problema? —quiso saber Ana.

—Solo tu participación en la charla el día de la fiesta. Tanto a él como a mí, que te conocemos bien, nos sorprendieron tus comentarios sobre las personas implicadas en el atentado del general Prim y además me dijiste que no eras consciente de haber hablado. Eso es todo lo que Juan sabe. No le he dicho nada ni de las partituras, ni de la interpretación del
Capricho 24.

—Mejor así —dijo Ana aliviada.

—De acuerdo —corroboró Elvira—, pero quiero que sepas que Juan es de total confianza. Por cierto, ¿no te ha dicho que quiere pintarte tocando el violín?

—No, no me ha comentado nada.

—Pues lo hará porque dice que nunca ha visto una figura más compenetrada con el violín que la que tú ofreces.

—Ana, veo que Elvira se me ha anticipado… ¿Posarás para mí? Te advierto que no voy a aceptar un no. Así que nos pondremos de acuerdo.

Juan acababa de entrar en la habitación y, dirigiéndose a una mesita auxiliar en la que se encontraban varias botellas, les preguntó solícito:

—¿Qué os apetece beber mientras esperamos al doctor? —Sin esperar respuesta les dijo—: No hemos tenido tiempo de comentar nada sobre el hundimiento del
Reina Regente.
Qué horror. Más de cuatrocientas personas ahogadas. Ha sido espantoso.

—Lo que yo no entiendo —dijo Elvira— es que uno de los mejores cruceros de la flota española pueda hundirse en las profundidades del mar por muchas olas de doce metros que haya o por mucho temporal que azotara la zona del Estrecho donde desapareció.

—¿Cuántos años tenía el barco? —preguntó Ana.

—Siete, según dicen —respondió Juan.

El crucero
Reina Regente
se construyó en Inglaterra por un coste de seis millones de pesetas. A pesar de la belleza de su línea y de todos sus adelantos técnicos, desde que en 1888 iniciara su vida en la mar, los informes de sus comandantes coincidían en denunciar que sus condiciones marineras no eran buenas, aunque no se hizo nada por solucionar esas posibles deficiencias. El 9 de marzo de 1895, el
Reina Regente
salió del puerto de Tánger rumbo a Cádiz. Nunca más se supo de él. Los testimonios de las tripulaciones de otros barcos que navegaban por la zona apuntaban al fuerte temporal como causa del naufragio que, según los citados testimonios, debió de producirse a la altura del cabo Trafalgar. Su hundimiento suponía la mayor tragedia ocurrida a la flota española. 412 hombres componían la dotación del crucero; todos desaparecieron en las profundidades del mar.

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