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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (6 page)

BOOK: El enigma de Ana
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«Tal vez lo mejor sea desahogarme esta noche con Elvira —se dijo—. Seguro que ella es capaz de ofrecerme ese sosiego que tanto necesito».

—Te estaba buscando, ¿dónde te habías metido? —Enrique se acercaba a ella con cierto gesto de enfado. Ana le miró y respondió muy seria.

—Lo mismo te pregunto yo. También llevo varios minutos buscándote, ¿con quién estabas?

—Pues con el grupo de siempre. Algo que no has hecho tú porque todas tus amigas me han dicho que no has querido saber nada de ellas.

La verdad era que Ana no sabía muy bien por qué no se había unido a sus amigas, pero prefirió no decírselo a Enrique y se limitó a contarle con quién había estado.

—He saludado a unos y a otros. Al final me entretuve con los amigos de Elvira.

—Sabes que no me gustan demasiado —comentó él sin darle mayor importancia.

—Pues a mí me parecen muy interesantes y sobre todo divertidos.

—Tal vez demasiado —concluyó Enrique—. ¿No te apetece que nos vayamos a cenar? Tengo ganas de charlar a solas contigo.

—Lo siento, no es mi mejor día. Estoy cansada y además le he prometido a Elvira que me quedaría con ella esta noche.

—Lo mejor que puedes hacer si no te encuentras bien es irte a casa. Yo te acompañaré ahora mismo.

—Te ruego que no decidas por mí, Enrique. Sé muy bien lo que debo hacer. Puedes marcharte de la fiesta cuando quieras. Te libero del trabajo de acompañarme, puesto que me quedaré aquí.

El joven no salía de su asombro, pero no pudo decir nada porque en aquellos momentos uno de sus amigos lo reclamó para que les aclarara un tema sobre el que debatían. Ana, con cierto alivio, le observó mientras se alejaba. La verdad era que no le apetecía nada estar con él. ¿Debía romper de forma inmediata aquella relación que no conducía a ninguna parte? ¿Se disgustaría si él decidiera dejarla por otra? ¿Tenía algo que ver su profesor de violín?

De todos los interrogantes que Ana se planteó, solo para este último obtuvo algo parecido a una respuesta; al recordar a don Santiago advirtió que pensar en la remota posibilidad de que pudiesen pasar juntos una velada la hacía emocionarse y descubrió que una ilusión desconocida la recorría interiormente. «Seguro que es el atractivo de lo prohibido», se dijo al tiempo que notaba cómo la vergüenza hacía presa en ella. Ruborizada, cayó en la cuenta de que el simple hecho de compartir unas horas a solas, mientras él la enseñaba a interpretar a Paganini, despertaba en su interior una alegría tan plena y profunda como no recordaba otra.

—Vamos, Ana, ya se han ido todos. Subamos a la saleta, allí estaremos mucho más cómodas. Te puedes cambiar de ropa. Pasas un momento por tu habitación y nos reunimos en unos minutos. He mandado a María que nos prepare un chocolate, que a estas horas nos vendrá estupendamente.

Elvira Sandoval rodeaba la cintura de su sobrina con un brazo mientras subían la escalera. Componían una hermosa imagen. Podrían ser las modelos perfectas para un pintor vanguardista. En más de una ocasión al contemplar el brillo fulgurante de su mirada, alguien le había dicho a Ana que en ella habían quedado los destellos de la locura febril de algún antepasado. Quienes la conocían bien sabían que poseía una gran fuerza interior. Elvira —que adoraba a su sobrina, pero que era objetiva en sus apreciaciones— solía comentar que al observar la pasión con la que Ana acometía todas sus acciones, tenía que creer en la trascendencia de la vida.

—¿Se ha molestado tu madre cuando le dijiste que te quedabas conmigo? —le preguntó Elvira.

—No. Todo lo contrario: cree que tú puedes influir en mí para que recapacite mi decisión de dedicarme a la música. Mi madre siempre te pone de ejemplo, porque siendo como eres una virtuosa del violonchelo, solo lo interpretas en fiestas sociales de amigos y reuniones benéficas. Asegura que tú eres una mujer moderna, pero que siempre has sabido cumplir a rajatabla las normas sociales.

—Y es verdad —dijo muy seria Elvira.

—¿También lo es que vas a tratar de convencerme? —preguntó Ana con cierta ironía.

—No. Nada más lejos de mi intención. Algún día te explicaré por qué me conformé yo y decidí seguirles el juego a todos. Pero ahora es de ti de quien tenemos que hablar. No sabes cómo te agradezco que te hayas quedado. Lo cierto es que me preocupó muchísimo tu comportamiento de esta noche, no parecías tú misma. Puede que no tenga ninguna importancia, pero me gustaría que charláramos sobre ello. ¿Te has divertido esta tarde?

—A ti no quiero engañarte. No ha sido una de mis mejores veladas, tía. He estado nerviosa y distraída. Además, y puede que eso sea bueno, me he dado cuenta de que Enrique me interesa mucho menos de lo que pensaba.

Al llegar a la galería del primer piso, Elvira abrió la puerta del cuarto de invitados y sin hacer ningún comentario sobre la última revelación de su sobrina, la animó a pasar con un gesto de la mano.

—Ponte cómoda, Ana —le dijo tan solo—. Ahora nos vemos.

Estaba amaneciendo. Tía y sobrina, ajenas a todo, seguían hablando. Al principio Ana se había mostrado un poco reacia a contarle cuanto le estaba sucediendo, pero después de que Elvira mostrara su extrañeza por lo que había presenciado aquella tarde, cuando la oyó hablar del general Prim, consideró que debía abrirle su corazón. Sea como fuere, era la única persona que de verdad podría ayudarla, y después de sincerarse del todo con Elvira, comprobó aliviada que se sentía mucho mejor.

Juntas habían intentado razonar. La joven estaba segura de que algo la había impulsado hacia el misterioso texto de las partituras. Pero ¿para qué? ¿Cuál era el objetivo? Por su parte, Elvira no entendía nada.

—Tienes que ayudarme —reclamaba Ana con vehemencia—. Lo primero que debemos hacer es descubrir la identidad de las personas protagonistas de ese texto y qué ha pasado con ellas.

—No estoy tan segura —replicó su tía—. Verás, reflexionemos un momento: es fácil que al destinatario se le haya olvidado borrar el texto, o que no lo haya leído porque supo de la marcha de la persona que le escribía y no precisó recurrir al correo que utilizaban en casos de urgencia. Y además, querida, debes pensar que todo esto pudo haber sucedido hace muchos años.

Ana sabía que quizá su tía estuviera en lo cierto, pero aun así debía tratar de convencerla; en su interior presentía que no era eso lo que había ocurrido.

—Tal vez tengas razón —comentó muy pensativa—, aunque entonces no tiene ningún sentido que esa fuerza interior que desconocemos me haya llevado hasta las partituras. Si lo ha hecho, es por algo. Debo reaccionar, y el único hilo del que puedo tirar ahora mismo pasa por descubrir quién fue el autor del texto y a quién iba dirigido. Tú puedes ayudarme a ir atando cabos hasta aclararlo todo.

A Elvira le parecía todo muy poco serio, pero no quería incomodar a su sobrina, así que asintió con un gesto.

Animada por la postura de su tía, Ana empezó a ordenar los pasos que debería dar en aquella investigación que estaba a punto de acometer.

—Será necesario que averigüe cuántos profesores han abandonado la Escuela en los últimos tiempos —apuntó—, prestando especial atención a los de violín, porque estoy convencida de que una de las dos personas, si no las dos, interpretaba a Paganini.

—No debes descartar otro tipo de profesores; pueden haber elegido las partituras de los Caprichos simplemente porque les gustasen o guardasen algún recuerdo especial de ellos —manifestó Elvira—. A fin de cuentas, el dato que te lleva a pensar que son profesores es el libre acceso a las partituras, no el que ellos supieran interpretarlas.

—Tienes toda la razón —asintió Ana—, por lo tanto, habrá que tener en cuenta también a otro tipo de personas. Ese texto bien lo pudo haber escrito un bibliotecario o un copista, quién sabe. Es verdad que la noche de fin de año salieron de mi violín las notas del
Capricho 24,
pero eso no tiene por qué significar que las personas implicadas en esta historia fueran violinistas, sino que lo escucharon en aquel lugar, en La Barcarola. Tía Elvira, ¿serías capaz de recordar si alguna vez has tenido invitados en tu casa de Biarritz que tocaran el violín?

Un tanto sorprendida, ella le contestó que no recordaba a nadie tocando el violín en La Barcarola.

—Es posible que algunos de los amigos que en estos años nos visitaron sí supieran tocarlo, pero que yo recuerde, en La Barcarola ha habido pianos y violonchelos…, pero jamás violines.

—Sería muy importante que pudieras recordarlo con detalle, porque tu casa es el lugar donde empecé a percibir cosas extrañas. ¿Te acuerdas de quiénes fueron sus antiguos propietarios? —preguntó Ana con verdadero interés.

—Sé que eran italianos, aunque no recuerdo el nombre. Hace más de veinte años que la compré. De todos modos, Ana, ¿qué importancia tiene? ¿Para qué quieres saberlo? No estarás pensando en localizarlos, ¿verdad?

—No lo descarto, porque después de haber pensado mucho en lo que me está pasando, tengo la sensación de que ese alguien con el que yo he entrado en contacto vivió o estuvo de paso en la casa de Biarritz.

Elvira miraba con preocupación a su sobrina. Extendió un brazo y cogió de la pequeña mesa auxiliar un plato llano con algunas pastas que María les había dejado antes de retirarse a dormir. Se las ofreció a Ana y luego retomó la palabra.

—Entiendo muy bien lo que quieres decirme, pero considero que es un trabajo ímprobo que no seremos capaces de realizar. Admitiendo tu hipótesis, esa persona que según tú estuvo en La Barcarola puede ser un amigo o quizá incluso un mero conocido al que cualquiera de los distintos propietarios hubiese invitado a la casa. A saber cuántos fueron. Y por supuesto, sin olvidar al personal de servicio que haya trabajado allí todos estos años. De verdad, Ana, creo que va a ser prácticamente imposible que los localices. ¿Y si el texto es una broma, como apuntó la señorita Belmonte?

—Eso es imposible —se negó—. A mí me han conducido hacia las partituras con algún fin. Es necesario que descubra la verdad. Tía Elvira, prométeme que buscarás la documentación de la casa.

—Lo haré y también le preguntaré a Juan el nombre de un doctor amigo que acaba de regresar de París. Creo que es muy bueno. Dicen que fue discípulo de Charcot y que se formó en la Escuela de Neurología de la Salpêtrièr.

—Por favor, no quiero que ni Juan ni nadie se enteren de lo que me está pasando —pidió Ana.

—No diré nada, pero tú me acompañarás para que le comentemos todo al doctor.

Elvira no dudaba de su sobrina, ella misma había presenciado su sorprendente comportamiento hacía unas horas, sin embargo, necesitaban ayuda y orientación porque todo aquello la superaba: ¿cómo era posible que de pronto asumiese sin más que su espíritu percibía experiencias ajenas?, ¿en qué punto había empezado a creer semejantes patrañas? Ella misma consideraba a los adivinos y videntes unos farsantes que buscaban engañar a gente incauta, y la reacción de Ana la asustaba. ¿Qué le estaba pasando?

—Tía Elvira, tienes que observarme, que no se te escape nada de mi comportamiento. Creo que cualquier cosa que haga fuera de lo normal puede ser una pista que nos ayude a descubrir la identidad de las personas que nos interesan. Me has dicho que he opinado sobre los asesinos del general Prim… Tal vez la persona que quiere comunicarse conmigo vivió cuando se produjo el atentado. Si es así, ahora tendrá entre cuarenta y cincuenta años.

—No necesariamente —matizó Elvira—. Depende de la edad que tuviera en los setenta. Lo que sí parece seguro es que no puede tener menos de cuarenta.

—Qué pena que tú hayas estudiado música en París —apuntó Ana—, porque de haberlo hecho en Madrid, tal vez habrías coincidido con ellos.

Elvira a punto estuvo de decirle a su sobrina que su padre, su hermano Pablo, sí había asistido esos años a la Escuela de Música, pero prefirió guardar silencio. Ignoraba si Ana sabía que su padre había intentado tocar el violín y además no quería causarle dolor recordando la ausencia de su progenitor.

—Y si esa persona contemporánea del asesinato de Prim fue quien escribió el texto de la partitura —proseguía la joven—, ¿quiere eso decir que el mensaje podía llevar años ahí escrito? —preguntó con cierta impaciencia.

—No tengo ni idea, pero ya te comenté —le recordó Elvira— que quizá el destinatario se enterara por otros caminos de la marcha de su amigo o amiga y de ahí que el texto haya permanecido.

—En el supuesto de que eso fuese como dices —le planteó Ana—, ¿por qué me hacen a mí participe de este secreto?, ¿qué pretenden con ello? Tiene que existir algún fin. Sé que debo llegar hasta el fondo del asunto. He de conocer la identidad de esas dos personas y saber qué pasó con sus vidas. Una de ellas, no sé para qué, me está pidiendo que lo haga —dijo Ana muy seria.

—También debemos averiguar a qué árbol pertenece la hoja que dibujaste —comentó Elvira.

—Es verdad, me había olvidado de ese detalle. ¿Y todavía piensas que el texto de la partitura puede ser una broma? La hoja que yo pinté de forma inconsciente es idéntica a la que aparece en el mensaje. ¿Por qué tracé sus bordes dentados cuando sería mucho más sencillo que fueran lisos? Pero tenía que ser igual a la que figura como firma en el mensaje. ¿No te das cuenta de lo que me está sucediendo? —Ana la miraba implorante y Elvira no tenía respuestas. Lo único que sabía era que, según su sobrina, esta había interpretado el
Capricho 24
de Paganini aun desconociendo la partitura; una partitura que, por cierto, contenía un misterioso mensaje al margen, y el mensaje en cuestión iba firmado con el mismo dibujo que ella había plasmado al detalle en su viaje en tren desde Biarritz. Ana parecía confusa, casi habló para sí cuando sus labios volvieron a despegarse y clavó sus pupilas en las de su tía—: Podrían ser coincidencias… e intento convencerme de ello…, pero me cuesta creer que todas estas coincidencias sean fruto del azar. Estoy segura de que algo o alguien ha guiado mis pasos hacia esas partituras.

IV

A
na llevaba casi tres semanas recibiendo clases de don Santiago Ruiz y progresaba a ojos vistas, aunque seguía dudando de su
stacatto,
que le parecía poco contundente. Aquella tarde su profesor había llegado tan puntual como siempre.

Desde el primer día daban las clases en uno de los tres salones con los que contaba la espléndida casa en la que vivía Ana. Su madre le había permitido elegir cualquiera de ellos, y la joven se decantó por el más pequeño no porque reuniera mejor acústica, sino por los espejos: de esa forma se convertía a la vez que intérprete en espectadora de sus propios ensayos. Le gustaba verse al lado de su profesor y observarlo sin que él se diera cuenta.

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