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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (2 page)

BOOK: El enigma de Ana
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El paso de una estrella fugaz la obligó a abandonar sus pensamientos. La vio desaparecer…, le hubiese gustado fijarse más en ella. Y se preguntó si la estrella se habría desintegrado o simplemente apagado. Aunque quizá fuese lo mismo; se dio cuenta de que no sabía nada de estrellas fugaces: «Bueno —se dijo—, no son más que cuerpos luminosos cargados de energía»… Aunque Ana bien podía pensar que la estrella le había robado la suya porque de repente sintió frío, mucho frío, un frío intenso. Percibió algo en el ambiente que la envolvió y la hizo temblar.

Con la copa aún en la mano se abrazó para protegerse y darse calor. Si continuaba un minuto más en la terraza, corría el riesgo de quedarse helada;
intentó
entrar en la habitación, pero algo le impidió abandonar aquel lugar, como si unas manos invisibles la sujetaran. A duras penas logró traspasar el umbral de la puerta… No encontraba explicación para lo que le estaba sucediendo. ¿Por qué esta angustia que casi le impedía respirar? Sintió la acuciante necesidad de interpretar música; solo así podría escapar de aquella tristeza, de aquella angustia que se estaba apoderando de ella. No conseguía dominar su estado de ánimo y agarrada a su violín como única tabla de salvación, se dispuso a tocar uno de los solos de Mendelssohn, los preferidos de su padre…

Cierra los ojos, se concentra y el violín comienza a sonar… Algo la desconcentra… Sus ojos recorren la habitación, asustados, tratando de identificar el sonido que parece salir de su violín… ¡No! Es imposible… Está interpretando a Mendelssohn y lo que se escucha es el
Capricho 24
de Paganini… Ana no puede ser la intérprete, desconoce esas partituras. Quiere detener sus manos, pero se siente invadida de una voluptuosidad tal que no opone resistencia y sigue tocando, tocando…

Jamás había escuchado una versión del 24 mejor que aquella. La conmovió de tal forma que las lágrimas se deslizaron por sus temblorosas mejillas. Miró con incredulidad sus manos, consciente de que no era ella quien había arrancado del violín aquellos vibrantes y frenéticos sonidos. Era buena, pero no sabría tocar así a Paganini y sin partitura. ¿Tendría el violín vida propia? ¿Se habría convertido en mágico? No encontró ningún tipo de respuesta para lo sucedido, aunque afortunadamente la angustia había ido desapareciendo, y poco a poco fue recuperando la calma.

Al llevarse a los labios la copa de champán, cayó en la cuenta de todo lo que había bebido y en cierta forma aliviada, trató de agarrarse a la posibilidad de que la extraña experiencia se debiese tan solo a los efectos del alcohol. «Seguro que todo ha sido una especie de ensoñación», se dijo, y en su empeño de convencerse de que no había pasado nada, decidió olvidarlo porque, además, nadie creería semejante historia.

Horas después, la luz del nuevo día comenzaba a rasgar la oscuridad de la noche. Sin embargo, Ana se olvidó de que quería ver amanecer porque seguía dándole vueltas a lo sucedido. Desde sus primeros pasos en la Escuela de Música sabía que nadie había podido igualar el genio de Paganini, que no solo era bueno interpretando, sino componiendo y realizando innovaciones en la técnica del violín, como el uso exclusivo de la cuarta cuerda en composiciones de cierta extensión o
los pizzicatos
con la mano izquierda, que pellizcaba con una rapidez inusitada las cuerdas del violín. A pesar de todas estas genialidades, no era una entusiasta de Paganini, aunque la experiencia vivida aquella noche la llevaba a buscar un significado y se sintió impulsada irremisiblemente hacia las composiciones del violinista genovés. Se convenció a sí misma de que lo sucedido podía responder a su inconsciente: aquello hablaba a las claras de que su deber era intentar ser la mejor con el violín.

Poco antes de quedarse dormida, decidió que lo primero que haría nada más regresar a Madrid sería volver a tomar lecciones particulares de violín para tocar a Paganini como una auténtica virtuosa.

Elvira Sandoval terminó de arreglarse. Aquella mañana se encontraba bastante animada. Los comienzos de año siempre eran dificultosos para ella y ya tenía una edad en la que el paso del tiempo se convertía en dura realidad, aunque el desasosiego no le duraba más de cuatro o cinco días, los necesarios para habituarse a los nuevos dígitos. 1895. Año impar, aquello le despertaba buenos presagios. Además, estaba estupenda, nadie diría que había cumplido los cuarenta. Se puso el abrigo y solo se detuvo unos segundos ante el espejo para colocarse el sombrero.

—Abríguese, señorita. Hace muchísimo frío. Creo que hoy nevará.

—Gracias, María. ¿Me espera el coche?

—Sí. Lo he avisado hace quince minutos. ¿Vendrá la señorita a almorzar o se quedará en casa de su cuñada?

—No, regresaré a casa porque he quedado con el señorito Juan, que viene con un amigo francés. Prepáralo todo para las dos y media. Ahora debo darme prisa, no quiero que Ana llegue antes que yo.

Tenía ganas de ver a su sobrina. Ojalá la estancia en Biarritz le hubiera venido bien. Ignoraba si había sido un acierto que se fuera sola, pero la entendía muy bien: la muerte repentina de Pablo de un ataque al corazón los había dejado sumidos en la más profunda de las tristezas. Ana estaba muy unida a su padre y necesitaba asimilar la dura realidad; también para ella la pérdida de su único hermano había sido un durísimo golpe del que nunca se repondría del todo.

Elvira confiaba en los efluvios especiales de La Barcarola. No pudo evitar sonreír al recordar la primera vez que vio la que sería su casa en Biarritz. Estaba paseando con un grupo de amigos cuando de repente la descubrió sobre un pequeño acantilado al final de la playa. «Fijaos, es maravillosa». «Sobre todo la ubicación —había puntualizado Juan—. ¿Os imagináis la vista desde allí?» La panorámica era, en realidad, única. Desde las inmediaciones de la casa, que entonces se llamaba «Villa Olimpia», podía contemplarse la playa en su totalidad, con Biarritz al fondo. A ninguno de sus amigos le impactó tanto como a ella, y esa noche Elvira soñó que aquella increíble mansión era suya.

El tren acababa de llegar a Madrid y tardó en descubrir a Ana, que avanzaba por el andén entre la gente. Al instante pensó en Enrique Solórzano, el joven abogado que estaba enamorado de su sobrina, y se dijo que buenas razones tenía para estarlo.

Nada más bajarse del tren y mientras aguardaba a que el mozo sacara todo su equipaje, Ana vio a su tía esperándola al fondo. Una vez más volvió a sorprenderse ante su aspecto: era tan alta que no podías dejar de fijarte en ella. Si la observabas en su ambiente, con personas de su círculo, no extrañaba tanto su físico, pero viéndola entre desconocidos en un lugar público, llamaba la atención porque era distinta. Su cabello rojo, su tez pálida y su elevada estatura llevaban a imaginarla danesa o más bien austríaca. Sí, austríaca, y además ella se preocupaba de acentuar su aspecto extranjero, tanto en la apariencia externa como en su conducta, con frecuencia no muy ortodoxa.

Estaba segura de que su tía jamás se escandalizaría de nada de lo que pudiera contarle, pero de momento pensó que sería mucho mejor no hablarle de su extraña experiencia en La Barcarola. La verdad era que no había vuelto a ocurrirle nada fuera de lo normal en Biarritz. Los días siguientes habían discurrido tranquilos. No, no había observado nada anormal hasta hacía unos minutos en el tren.

Ana era una gran lectora y desde muy jovencita tenía la costumbre de plasmar, en una especie de diario, anotaciones de frases que le habían llamado la atención o pensamientos suscitados después de una reposada lectura. Le encantaba releer sus impresiones, pues le servían como recordatorio de determinados libros y también le permitían ver cómo iba cambiando su carácter. Al ir a guardar el libro que estaba leyendo y la libreta en la que había escrito algunas ideas, se fijó en que, sin ser consciente de ello, había dibujado varias hojas de árbol todas idénticas. Eran hojas acorazonadas, un poco aserradas. No tenía ni idea de a qué tipo de árbol podían pertenecer, y durante un buen rato estuvo dándole vueltas al asunto, aunque pensó que de no ser por el recuerdo de la experiencia vivida o tal vez soñada de la noche de fin de año, no le daría ninguna importancia a aquellos trazos garabateados.

La voz de su tía la devolvió a la realidad.

—¡Feliz año, mi amor! Has llegado como un regalo de Reyes —decía Elvira mientras abrazaba a su sobrina, y sin dejarle tiempo para saludar siquiera, le preguntó por su estancia en Biarritz para añadir acto seguido—: Seguro que has hecho nuevas amistades. Llegas con carita de felicidad.

—He estado sola todo el tiempo, pero me ha sentado muy bien. No sabes cómo te agradezco que me hayas dejado tu casa. He pensado mucho en papá y ya puedo hacerlo sin sollozos y con una paz interior que me permite sentirlo cerca. ¿Cómo estás tú, tía Elvira? ¿Y mamá, por qué no ha venido? ¿Sigue enfadada?

—Es probable que sí, y no me sorprende. Eres su única hija y la abandonas en fin de año, cuando ella lo está pasando fatal, igual que todos cuantos queríamos a tu padre. Menos mal que has vuelto para pasar los Reyes en casa. No te preocupes, que a tu madre no le ocurre nada. No ha venido a recibirte porque debía acompañar a tu tía Ernestina al médico.

—¿Está enferma? ¿Le pasa algo grave? —preguntó preocupada Ana.

—No, es un reconocimiento rutinario. Pero cuéntame qué has hecho tú solita en Biarritz.

—Pensar, tocar el violín, pasear y beber champán.

—La verdad es que me cuesta entenderos a los jóvenes. ¿No habrías estado mucho mejor con Enrique? ¿Sabes, Ana? Si yo a tu edad, aunque lo estuviese pasando tan mal como tú, pudiese elegir entre celebrar sola o en buena compañía el fin de año, y más si se trata de compartir o no mi pena, habría elegido estar al lado de mi amigo.

—Si tanto quieres a Juan —sonrió Ana, que sabía bien a quién tenía Elvira en mente—, no sé por qué no os habéis casado.

—Es posible que algún día te lo explique, cuando tenga una mínima seguridad de que puedas entenderme.

Ana se arrepintió al instante de haberle hecho aquella pregunta porque estaba segura de que había algo extraño en la relación de su tía con Juan, y esta acababa de confirmárselo con aquella respuesta. De todos modos, no le gustó que la mortificara tratándola como a una niña.

—Perdóname, tía Elvira, no tienes por qué darme ningún tipo de explicación. Pero debes saber que ya soy una mujer, pronto cumpliré veintidós años. Bueno —dijo con sonrisa ingenua—, puede que tengas razón y que en el fondo todavía siga siendo una niña. ¿Sabes?, he traído conmigo a uno de tus payasos. ¿Me lo regalas?

—¿Te has encaprichado de
Toti?
—le preguntó Elvira.

—No, de
Bepo.

—Claro que te lo regalo. Aunque en realidad
Bepo
es el único payaso de la colección que no me pertenece de verdad.

—¿Cómo que no te pertenece? ¿No es tuyo?

—Sí, ahora sí, pero ya estaba en la casa cuando la compré.

Ana no le dio ninguna importancia a lo que acababa de decirle su tía sobre la procedencia de
Bepo,
antes bien, se centró en averiguar cómo empezó ese afán coleccionista.

—No lo sé —se sinceró Elvira—, es posible que el responsable sea Juan. Cuando decoramos La Barcarola no sabíamos qué hacer con el payaso que había quedado olvidado o abandonado por los antiguos dueños. Yo quise regalárselo a la hija pequeña de los caseros, pero Juan me convenció de que lo dejáramos. Al día siguiente, al venir a buscarme me trajo otro payaso para que le hiciera compañía. Fue entonces cuando les pusimos los nombres:
Bepo y Toti,
así comenzó todo. Bueno, ya está bien de payasos. ¿Te apetece un chocolate con churros?

—Muchísimo —contestó con una sonrisa; le encantaba el chocolate y su tía lo sabía bien. Ana la miró fijamente—. Tía, quiero que seas la primera en saberlo: voy a dedicarme a la música profesionalmente.

Elvira respondió a la mirada de su sobrina intentando disimular su admiración. «No cabe duda de que es una Sandoval auténtica —pensó— y mucho más fuerte que yo».

—¿Lo has pensado bien? —preguntó, sintiendo tanta alegría como temor ante la noticia de su sobrina—. Es un mundo de hombres en el que te sentirás extraña y obligada a demostrar continuamente lo que vales. Tendrás que viajar. ¿Y el matrimonio? ¿Crees que Enrique estará de acuerdo? Pasaréis largas temporadas separados. Y luego están los hijos. Además, tú no tienes problemas económicos y podrías viajar y disfrutar de las cosas más hermosas, sin dedicarte a nada en concreto. ¿No has pensado en la posibilidad de ejercer como profesora de violín en Madrid?

—Ya he sopesado todo eso, pero mi vida es la música; el violín, mi compañero inseparable, y necesito conocer otros ambientes musicales. Deseo introducirme en el mundo de la interpretación. Además, tía Elvira, no estoy enamorada de Enrique. Me he dejado llevar, pero en el fondo no deseo unir mi vida a la suya. Tal vez un día descubra que le quiero y nos casemos, pero de momento espero que Enrique entienda mis aspiraciones profesionales. Imagínate por un momento que quien tuviese que tomar la decisión fuera él, ¿crees que se plantearía lo mismo que yo?

—Estoy de acuerdo, aunque nuestra educación nos obliga a sacrificarnos por la buena marcha de la familia.

—Pero si tú siempre has hecho lo que has querido…

—Solo en apariencia, cariño. En el fondo he aceptado el juego que la sociedad me ofrecía y me he plegado a sus exigencias.

Ana miraba sorprendida a su tía.

—Bromeas, ¿no?

—No, es la pura verdad. Pero sigamos hablando de tu futuro, Ana. Entonces, ¿cuándo te vas a Viena? —Elvira no ignoraba la oferta que tenía su sobrina sobre la mesa, y tampoco que la capital austríaca siempre había estado en el punto de mira de Ana. La capital de la música. ¿Dónde si no? Su sobrina no pareció sorprendida al ver que su meta resultaba tan transparente para ella.

—De momento retrasaré el viaje. Escribiré al director del grupo de cuerda diciéndole que acepto encantada ser una más del equipo, pero que no podré incorporarme hasta el año que viene. Si están de acuerdo, perfecto, y si no ya aparecerá otra oportunidad.

—¿Para qué necesitas un año? Sabes que aunque no puedas independizarte por la edad, entre todos convenceríamos a tu madre para que te diera el consentimiento —le dijo Elvira.

—No, no es por eso. Lo cierto es que me he dado cuenta de que si quiero ser de las mejores
con
el violín, debo perfeccionar mi estilo. Me he propuesto tocar a Paganini como los buenos violinistas.

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