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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (20 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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—¿Y Antoñita? Sigue en sus manos —dijo López Carrillo.

—Haremos lo que se pueda, no en vano la cría es de buena familia. Ya les he dicho que tengo a tres hombres trabajando en el asunto y a esos amigos de Ros, los del Sello, pero mucho me temo que esa arpía la habrá despachado ya. Pobre. No creo que sea cómodo huir de la justicia tirando de una criatura. Pero no necesitamos ya la ayuda de don Víctor y don Alfredo. Pueden volver a casa.

—Usted me disculpará —dijo don Alfredo muy serio—, pero la Brigada Metropolitana tiene jurisdicción única y yo no me muevo de aquí hasta que lo digan mis superiores.

El gobernador quedó sorprendido ante la entereza del veterano policía. No sabía qué decir.

—¿Y el libro? Me refiero al dietario —añadió Víctor—. Había nombres, al parecer muy importantes: gente de Madrid, de aquí, de Sevilla e incluso extranjeros. De alcurnia.

—Ese es asunto nuestro —dijo don Trinitario—. Aquí lavamos los trapos sucios en casa. Desde Madrid han tomado cartas en el asunto, no sigan por ahí. ¿Han leído ustedes los nombres?

—No, no, algún guardia dijo algo —mintió López Carrillo.

Don Trinitario suspiró con aire de superioridad.

—Bien, bien, me alegra que sean ustedes inteligentes. Les diré, como muestra, que he recibido hasta un telegrama al respecto desde el mismísimo Palacio Real. Ese dietario no existe ni ha existido nunca. Ay del que se atreva a decir que lo ha leído. Y no es cosa mía, que quede claro. Sólo queda encontrar a esa cría, Antoñita, y es cosa de tiempo. Si vive, claro. Nada tienen ya que hacer aquí.

—Pero el dietario... —añadió López Carrillo—. Esos nombres...

—¡Rehostia! —exclamó el gobernador dando un puñetazo en la mesa—. ¡Ese asesino ha volado y punto! Olviden el maldito libro, no se metan en líos.

Se hizo un embarazoso silencio.

—Además, Ros, usted se propasó con el obispo. Sepa que he cursado una misiva a Madrid. En cuanto se enteren los retiran del caso. Veremos si esto no le cuesta un expediente —entonces, mirando a López Carrillo, añadió—: estos señores se van de Barcelona, López Carrillo, y usted, chitón. Y ahora, salgan, estoy cansado.

Barcelona, 24 de junio de 1881

Estimada Clara:

Te escribo muy desanimado pero con el convencimiento de que pronto nos veremos y os podré abrazar a ti y a los niños, cosa que en este momento es lo único que me apetece. Sabes que no me gusta hacerte participe de los casos que investigo porque entiendo que, a menudo, me toca lidiar con el lado más oscuro del ser humano, pero éstas son circunstancias especialmente duras para mí. Me consta que llevas un gran detective dentro y que disfrutas, como yo, conociendo los detalles, planteando hipótesis y llegando a conclusiones como uno más del gremio. Así eras cuando te conocí, me ayudaste mucho en aquellas investigaciones de los primeros días, y así sigues siendo. Además, sé que la prensa se va a hacer eco de los detalles más truculentos de este caso, que comienza a asquearme y del que me temo vamos a ser relevados por Madrid ante las presiones del gobernador de la plaza, quien no nos quiere por aquí. Tú sabes que no es la primera vez que la investigación de un asunto me lleva a adentrarme en otro más enrevesado y horrible que el primero. Este ha sido el caso del secuestro de don Gerardo Borrás, que me ha llevado a seguir la pista de una mujer inteligente, o mejor, un hombre que se viste de mujer, intrépido como un varón, reflexivo como una mujer, pérfida y con rasgos psicopáticos que, la verdad, comienza a hacerme sentir miedo. Es un caso de doble personalidad muy raro. Tiene dos identidades: una de hombre y otra de mujer. Ya verás los detalles en la prensa de Madrid, pero hoy hemos hecho descubrimientos horribles. Este hombre-mujer no sólo ha participado de forma activa en el secuestro de Borrás (que fue brutal e inhumanamente torturado), sino que lleva años prostituyendo niñas y, lo que es peor, asesinándolas tras extraerles la sangre poco a poco. He encontrado un libro en la biblioteca que me ha aclarado el asunto. Hemos hallado un cuerpo emparedado, lleno de laceraciones, pequeño, de apenas una jovencita. Estaba acartonada, la habían sangrado como a una res y me temo que sé cómo lo han hecho. Eso me turba. Me enfrento a un loco que había convencido al menos a tres personas para que trabajaran para ella: dos hombres, uno de ellos muerto, el otro fugado, y un enano que murió por una tremenda caída. La visión del macabro hallazgo que hemos tenido que contemplar hoy me ha hecho pensar en los niños y sentirme vulnerable. He sentido miedo por ellos, por ti, por mí. Hacía tanto tiempo que no lloraba...

Sé que este desalmado andará aún por aquí y me gustaría cazarlo, pero me temo que en breve llegará la orden de regresar a Madrid. En el fondo lo espero, así podré volver a casa, sentirme aliviado y olvidar esta pesadilla. Hay gente importante metida en el asunto: hemos hallado un dietario que ha confiscado el gobernador, así como abundante correspondencia cifrada en papel y sobres demasiado elegantes. Además, nos consta que cuando tuvo un pequeño lupanar, por las noches recibía clientes en coches de lujo que incluso iban acompañados por damas. Se creía bruja. Me gustaría hallar el lugar donde estuvo recluido don Gerardo, pero lo tengo difícil. Ha resultado malherido, según me ha dicho el médico esta misma noche, está en coma, probablemente irreversible debido a un traumatismo que ha sufrido tras autolesionarse en nuestra presencia. La culpa la han tenido a partes iguales su mujer, doña Huberta, el obispo, el cura de la familia y hasta el gobernador, que han montado un auténtico circo agobiándolo con signos religiosos para demostrar que estaba poseído. Por no hablar del Sello de Brandenburgo, del que ya te contaré. Yo sabía lo que iba a ocurrir, el médico también lo sabía, pero no hemos podido evitarlo, protegerlo de la ignorancia que se aferra a este país en el que vivimos. ¿Dónde estuvo recluido? ¿Qué vio? ¿Qué padeció? El informe de Córcoles y su amigo el geólogo me han dado una idea, estuvo en algún lugar con materiales diluviales, o sea, arenas de río en cristiano. Sabemos que eran del cuaternario porque había unos pequeños organismos fosilizados en la tierra,
Pupilla dentata,
que son de esa época. La zona objeto de estudio es demasiado grande, la cuenca del río Besós cerca de Barcelona, la de su afluente, el Ripoll, y una amplia área al sur de Montjuïch, hacia el hipódromo, casi en el Llobregat. Además, iba cubierto de azufre y no he hallado ningún yacimiento en esos lugares. Necesito tiempo, Clara, y es justo lo que no tengo. Quizá sea mejor así, añoro tanto volver contigo...

Siempre tuyo, te quiere,

Víctor

Dos jóvenes salían apoyándose el uno en el otro del fumadero de opio de Takeo situado en el corazón de Pekín. Ese poblado de chabolas, habitado íntegramente por inmigrantes de origen chino, albergaba a casi seiscientas almas. Una ciudad al margen de la ciudad, una pequeña parte de China inmersa en el corazón de Cataluña, con otro idioma, otros usos y otras leyes.

Santiago Berga y Alfonsín Borrás se tambaleaban caminando por en medio del albañal mientras dos figuras los observaban, discretamente ocultas tras el aglomerado que hacía de pared en una casamata. Cuando aquellos dos jóvenes disolutos se perdieron en el mar de chabolas, un chino, pequeño, enérgico y enclenque, salió de su local abriendo una desvencijada puerta hecha con tablas de distintos tamaños y colores. Lo acompañaban dos enormes malones sin camisa, musculosos, con el cráneo rapado y una larga coleta que, saliendo de la nuca, les llegaba hasta bien abajo de la espalda.

—Perdonen, pero no sé qué hacen ustedes vigilando mi local —dijo muy serio acercándose a aquellos dos desconocidos que, amparados en la oscuridad, veían alejarse a Berga y a Borrás.

Uno de los dos vigilantes dio un paso al frente y la luz de la luna iluminó su cara:

—Jodido chino, ¿ya no saludas a los amigos?

—¡Señor Ros! —exclamó Takeo lanzándose en los brazos del policía—. ¡Cuánto tiempo!

—Y tú estás igual —repuso Víctor—. ¿Cómo va el negocio?

—Muy bien, como siempre.

—Sí, los viciosos nunca desaparecen.

Los dos hombres rieron.

—Este es mi socio, don Alfredo.

Takeo estrechó la mano del compañero de Ros:

—Los amigos de don Víctor son mis amigos. —Entonces se volvió para mirar a Ros y dijo—: ¿Cuánto tiempo hacía que no venía por Barcelona?

—Buf, ocho, quizá nueve años. Ahora vivo en Madrid. Me va bien. Quisiera hacerte unas preguntas sobre esos dos que han salido.

—Dos señoritos.

—Ya.

—Sabe usted, don Víctor, que un día me hizo un gran favor y yo le prometí que siempre que quisiera podría acudir a mí en busca de ayuda.

—Estoy metido en un asunto complejo, Takeo, y no te digo que no. Si el negocio se me tuerce aún más de lo que está (cosa que creo harto probable), voy a necesitar tu ayuda.

—Usted dirá.

—Mira, Takeo, se trata de...

Sentados en la barra de una tasca de la Barceloneta, Ros, López Carrillo y Blázquez apuraban sendos vasos de aguardiente. Estaban borrachos.

—Santiago Berga y Alfonsín, amigos -dijo don Alfredo— Otra casualidad. ¿Creéis que mi sobrino estuvo implicado en el secuestro de su propio padre?

—Sí —contestó López Carrillo.

—No —añadió Víctor—. Es un pobre imbécil.

Se hizo un silencio, denso, impenetrable.

—Veinticuatro niñas —dijo Juan de Dios, que parecía indignado—. ¡Veinticuatro! Llevaba diez años actuando y el gobierno civil lo sabía.

—Veinticuatro niñas que ellos sepan —añadió don Alfredo completamente ebrio, pues no solía beber y el aguardiente había surtido su efecto—. Pero no podemos ni hacernos una idea del número real. ¿Cuántos hijos de inmigrantes, de los poblados, habrán desaparecido sin dejar ni rastro?

—No quiero ni pensarlo —declaró Víctor—. Maldita sea el hambre.

—Todo esto es una gran mierda. Lástima no tener una fotografía y cazarlo como a una rata —apuntó Juan de Dios.

—¿De Paco o de Elisabeth? —espetó don Alfredo.

—De cualquiera de los dos. Además, a estas horas estará en Cuba —comentó López Carrillo.

—No —negó rotundo Víctor alzando su vaso—. Esa arpía sigue por aquí. Quiere el dinero de don Gerardo.

—¿Cómo? —preguntó don Alfredo—. ¿Pero no vaciaron ellos, los secuestradores, digo, la caja fuerte?

—No, amigo, no. Tras registrar el piso lo he visto claro. ¿Acaso creéis que si don Gerardo les hubiera dado la clave hubieran necesitado llegar a ese extremo de tortura que lo dejó ido? No, no. Ahora debe esconderse. Necesita dinero. Además, sólo dos personas tenían llave de la oficina y sabían la clave: Guzmán, el secretario, y el propio don Gerardo. Fue este último quien sacó el dinero.

—Pero ¿por qué?—preguntó Juan de Dios intrigado.

Víctor dio otro trago asqueado.

—Mirad, tengo el caso bastante claro, pero para cerrar el círculo debo capturar a los malhechores. Don Gerardo está listo, fuera, no cuenta. Creo saber más o menos lo que le ocurrió, pero me falta hallar la guarida. Ese loco se esconde allí, seguro, donde encerraron a Borrás. Allí está la cría, Antoñita.

—Si sigue viva.

—Ya. —Víctor volvió a tomar la palabra—. Es probable que esté muerta, sí. Depende de la sangre que le quede. Aunque lo último que he averiguado no me ha animado mucho. Ese loco de Paco se cree condesa. La portera del inmueble en el que tuvo su lupanar hace dos años y Teresita han coincidido en que el enano la llamaba señora condesa. Y en el dietario hallé una lámina de una mujer noble del medievo, de frente despejada, elegantes ropajes y ojos de loca. Muy blanca. Me la quedé.

—¿Y sabes quién era?

—Sí, y ojalá no lo hubiera sabido: Erzsébet Báthory.

—¿Quién? —preguntó López Carrillo.

—Una noble húngara, nacida en el año 1556. Fue una joven infeliz, casada con un tipo duro, un soldado, un sádico que casi nunca estaba en casa, el conde Ferencz Nadasky. Cuando éste murió, ella dio rienda suelta a sus instintos. Siempre había sido una sádica, torturaba a sus criadas brutalmente por nimiedades y se decía que gustaba de acompañarse en el lecho por jovencitas. Al verse libre del marido comenzó a buscar la compañía de brujas, viejas desdentadas que ejercían la magia en los bosques de alrededor. Le agradaba rodearse de una corte de tarados, viejas y horribles mujeres con malformaciones, porque así ella resaltaba más, parecía más bella.

—Como el enano, el criado.

—Exacto. Poco a poco fue elevando el nivel de su sadismo, aunque lo que le obsesionaba era no envejecer. Pinchaba a sus siervas con alfileres en los pechos y se restregaba su sangre como tratamiento de belleza.

—Como dijo Teresita que le hacía a ella…

—Se bañaba en la sangre de sus víctimas, literalmente. Por eso estoy tan afectado —dijo Víctor— El cuerpo que hallamos emparedado tenía múltiples laceraciones...

—Sí, ¿y?

Víctor se atizó un nuevo trago y tomó fuerzas.

—Erzsébet Báthory —dijo— tomaba duchas con sangre de jovencitas vírgenes. Colocaban a la víctima en una especie de jaula de cristal pero llena de pinchos de hierro por dentro, un instrumento de tortura medieval.

—La dama de hierro.

—En efecto. Metían a una joven virgen dentro, subían la jaula en alto y la condesa se situaba debajo. Entonces, sus acolitas azuzaban a la joven con agujas y ésta, al moverse, se laceraba la piel con los pinchos de la dama de hierro provocándose una hemorragia múltiple. La sangre caía y, debajo, la condesa, se bañaba en sangre.

—¿Y crees que ese cuerpo...?

Víctor Ros asintió:

—Me temo que nos hallamos ante un emulador. Paco, o mejor, Elisabeth, se cree Erzsébet Báthory. Por cierto, ¿sabéis cuál es la traducción al castellano de ese nombre?

—No.

—Elisabeth.

—¿Y no crees que el espíritu de la condesa pudo entrar en el cuerpo de Paco Martínez Andreu? —terció don Alfredo.

—No. Eso es lo que él quiso creer, pero este hombre padece un trastorno de personalidad grave.

—Quizá Lewis te podría ayudar —apuntó Blázquez—. Te ha mandado más de diez recados.

—No quiero hablar con él. Me ha decepcionado, él y el Sello. No logro entenderlo. ¿Por qué actuó así el Sello de Brandenburgo? ¿Qué sacan en claro de esto?

—No te hagas mala sangre —dijo López Carrillo.

—Sí, tienes razón. Quiero cazar a Elisabeth. Debo encontrar el escondite como sea. El subterráneo donde estuvo don Gerardo.

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