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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (21 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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—¿Y para eso estás liado con todas esas historias de la tierra y los geólogos? Paparruchas —dijo López Carrillo.

Víctor levantó la mirada abotargada, los ojos rojos por el alcohol y, dirigiéndose muy serio a su amigo, apuntó:

—No es ninguna tontería. Los geólogos dividen la historia de la Tierra en cuatro eras, a saber: primaria, secundaria, terciaria y el cuaternario, en el que ahora estamos. ¿Me seguís? —Los otros dos asintieron—. La era primaria se llama también paleozoico, la secundaria, mesozoico y la terciaria, cenozoico. Bien, a lo que iba, conforme van pasando los años los materiales que forman las rocas se van depositando. Bien. Por tanto, es lógico pensar que los materiales más antiguos quedan debajo de los más nuevos.

—Lógico —musitó Blázquez completamente beodo.

Víctor siguió a lo suyo:

—A veces hay excepciones a esta regla porque los materiales se pliegan, pero como norma general nos permite ir leyendo la historia de la Tierra en las rocas que se han ido formando, como un libro del que vamos pasando páginas. En cada época han existido seres distintos y, a veces, se fosilizan, por lo que si hallamos un fósil determinado, de una época determinada, en un material, pues ya lo hemos datado.

—A ver, listillo —dijo Juan de Dios—. ¿Y cómo saben los geólogos la edad de un fósil? ¿Se la preguntan?

Don Alfredo soltó una tremenda carcajada.

—No —dijo Víctor muy serio—. A lo largo de la historia los geólogos han estudiado con qué estratos estaban asociados determinados fósiles. Si con materiales más antiguos (esto se sabe a veces por el tipo de roca, por ejemplo, un granito) o con materiales más modernos. Y por supuesto han comparado los de unas zonas con otras, los de diferentes continentes incluso, y así han ido reconstruyendo la cronología, la secuencia de las distintas especies que han poblado la Tierra.

—¿Y qué cono tiene eso que ver con Barcelona? —dijo López Carrillo tras soltar un tremendo eructo.

—Bien —continuó Víctor exageradamente serio y rimbombante—. Barcelona está asentada sobre una llanura ligeramente inclinada que se extiende desde las montañas de la sierra litoral catalana hasta el mar. Queda enclavada entre los deltas del Besós y el Llobregat. Bien, bien. Hay dos zonas claramente delimitadas: una, las zonas montañosas, antiguas, muy antiguas, del paleozoico, o sea, de la era primaria. ¿Me seguís?

—¡Sí!

—La otra, más nueva, la llanura, casi toda de materiales muy recientes, del cuaternario, que a su vez descansan sobre materiales viejos, como una mesa que los sostiene. Pero, amigos, nos interesa lo de encima, los materiales nuevos, me refiero a los de la llanura. Bien, el geólogo, el amigo de Córcoles, identificó un fósil en los restos de tierra de las botas de don Gerardo: se llama
Pupilla dentata,
son pequeñas conchas, como capullos de apenas un milímetro de tamaño, fácilmente identificables con una lupa, y son propias de materiales diluviales, o sea, depositados por arenas de río y del cuaternario. En cristiano, recientes. Esto nos permite descartar una amplia zona, que es en la que se encuentran los materiales de la era primaria: las montañas, de entrada, y luego el resto de la llanura excepto la cuenca del Besós, el Ripoll y el Llobregat.

—O sea, que tienes demasiado terreno para buscar —sentenció Juan de Dios.

Otro eructo.

—Y que lo digas —le contestó Ros.

—Y tiempo, lo que se dice tiempo... poco —apuntó Blázquez.

—Nos van a mandar a Madrid de un momento a otro y no tengo ni idea de dónde ocultaron a don Gerardo, y ésa es la clave del caso —sentenció Víctor.

—Pues, entonces, habernos ahorrado la maldita lección —dijo Juan de Dios.

—¿Y qué pasó con esa condesa? —preguntó don Alfredo.

—Mató a seiscientas jóvenes. No había una sola moza en muchas millas alrededor de su castillo. Pero cometió un error: comenzó a asesinar a jovencitas nobles de su corte. El rey envió a su guardia y destaparon el pastel. A las brujas les cortaron las manos y las quemaron.

—¿Y a ella?

—La emparedaron y murió a los tres o cuatro años.

López Carrillo llamó la atención del tabernero con la mano y dijo lo que todos esperaban oír en un momento como aquél:

—¡Otra botella!

Capítulo 10

Víctor salió del hotel acompañado de don Alfredo para encaminarse hacia el parque de la Ciudadela. Allí había desparecido Antoñita Medina, la última niña secuestrada por Paco Martínez Andreu, Elisabeth. Antes de poner el pie en la pequeña escalera del coche de alquiler escuchó la voz de Juan de Dios López Carrillo:

—¡Víctor!

—Hombre, Juan de Dios, ¿qué hay de bueno?

—Venía a verte.

—Vamos al parque de la Ciudadela, a hacer un poco de turismo y echar un vistazo al lugar donde desapareció esa cría.

—Voy con vosotros —dijo el policía de Barcelona subiendo al carruaje.

Los tres guardaron silencio por un momento.

—Menuda resaca —dijo Blázquez—. Recordadme que no vuelva a beber en lo que me queda de vida.

—Descuida —contestó Víctor.

—Los padres de la niña están montando una de órdago a la grande. El gobernador está perdiendo los nervios y los periódicos no hacen más que desgranar los horribles detalles de la declaración de Teresita -apuntó López Carrillo—. Ya sabéis, lo de la sangre.

—Se lo tiene bien merecido —dijo Víctor—. He leído los titulares: «VAMPIRISMO EN BARCELONA». El obispo afirma que la ciudad está maldita, que primero ocurrió lo del Endemoniado y luego la aparición de estas bestias. La gente comienza a murmurar y todos tienen miedo, pero ¿qué querías?

—La mujer de Paco. La pintora. ¿La recuerdas?

—Sí, claro.

—Se ha colgado.

Silencio.

—Vaya, supongo que de alguna manera se sentía culpable —dijo don Alfredo.

—La han encontrado esta mañana. En su casa.

Permanecieron de nuevo en silencio durante el resto del corto trayecto. Aquel asunto era tétrico, desagradable y como para desanimar a cualquiera.

Llegaron enseguida al parque. Bajaron con parsimonia y compraron tres vasos de horchata a un heladero que, con su pequeño quiosco, daba la bienvenida a los recién llegados.

—Vaya —dijo don Alfredo contemplando el amplio espacio ajardinado que se abría ante ellos—. La Ciudadela debió de ser un bastión imponente.

—No lo sabes tú bien —repuso López Carrillo.

Sólo quedaban tres edificios de lo que antaño fuera un gran fuerte militar: el Arsenal, la capilla castrense y el palacio del Gobernador.

construcción de la fuente, en concreto eran suyas las rocallas de la cascada, los mástiles de hierro y algunos otros motivos decorativos. La idea era ir dotando poco a poco a la fuente

Nada más entrar, a la izquierda, se toparon con la enorme fuente, un conjunto monumental al que llamaban la Cascada. Se detuvieron a echar un vistazo. El cuñado de López Carrillo les había dicho que su antiguo alumno, Gaudí, había participado en el diseño y la construcción de la fuente, en concreto eran suyas las rocallas de la cascada, los mástiles de hierro y algunos otros motivos decorativos. La idea era ir dotando poco a poco a la fuente de nuevas esculturas que le dieran un aspecto grandioso. El desarrollo de aquel inmenso jardín que había de contribuir al solaz y el deleite de los barceloneses era aún incipiente, por lo que la fuente había suscitado algunas críticas en la prensa: «Una obra levantada porque sí en unos jardines a medio hacer, que comporta de seguro un gasto desproporcionado con el presupuesto total», había afirmado el
Diario de Barcelona.
Juan de Dios López Carrillo les hizo de cicerone. Había un lago para que los ciudadanos pudieran pasear en barcas y los críos correteaban jugando arriba y abajo. Víctor no pudo evitar que su mente los comparara con los escuálidos pilluelos de los poblados de chabolas. Como si le leyera el pensamiento, don Alfredo dijo:

—¿Has pensado en Eduardo?

—Sí, claro —afirmó muy serio.

—Cuando nos vayamos de aquí, que me temo será pronto, volverá a la calle. Se ha encariñado contigo.

—Es un crío muy listo. Me ha ayudado mucho y corrió demasiados riesgos el otro día. Le estoy intentando buscar acomodo, descuida. Algo tengo ya previsto en una residencia para jóvenes en el Pirineo leridano; allí tendrá todo lo que necesita, recibirá una buena formación y estará bien atendido. Yo correré con los gastos.

—Ya —dijo don Alfredo con un evidente gesto de desaprobación en el rostro.

Habían llegado al tiovivo, situado hacia el fondo, donde desapareciera Antoñita Medina. López Carrillo se identificó a un guarda que vestía uniforme gris y éste le comunicó que se hallaba presente en el momento del rapto.

—Yo estaba aquí —dijo—. Y su aya estaba en este lado. La chica subió y cuando el tiovivo llevaba dadas un par de vueltas su caballo volvió vacío. Pensamos que se había caído y fuimos hacia allá, al otro lado —señalaba en dirección al puerto—. Cuando llegamos no había ni rastro. Tardamos en reaccionar. Entre que el operario paró la máquina y miramos debajo, pasaron unos minutos preciosos. Me temo que dimos lugar a que pudieran escaparse con ella.

—No se preocupe, buen hombre, ¿cómo iban ustedes siquiera a suponer que aquello era un secuestro? —dijo Ros dándole unas palmadas en la espalda al guarda. Rodeó después el tiovivo para echar un vistazo y se adentró en el jardín.

Volvió ,a los pocos minutos

—Nada —confirmó desanimado.

Regresaron dando un paseo para inspeccionar el resto del parque, que estaba muy concurrido. Echaron un vistazo a la Font de la Guineu, la fuente del Zorro, que representaba a un ave, quizá una rapaz, que tenía a sus pies a un zorro en apariencia muerto. Pasaron junto a las obras del Museo de Geología, imponente, de frontón neoclásico, mientras Víctor tenía que aguantar estoicamente las chanzas de sus dos amigos, quienes comenzaban a apodarlo el Geólogo.

—No —dijo resignado—. Si me lo tengo merecido. Eso me pasa por contarlo.

En eso, y cuando ya casi salían del parque, un pilluelo se dirigió a Víctor y le dijo:

—¿Don Víctor Ros?

—Sí, soy yo.

El crío le tendió una carta y el detective le dio una buena propina. Abrió el sobre, leyó la esquela y palideció. De pronto, salió corriendo tras el niño.

Don Alfredo y López Carrillo hicieron otro tanto. Cuando lo alcanzaron, Víctor agitaba por los hombros al pequeño y gritaba:

—¿Quién te la ha dado? ¿Quién? ¿Quién?

Estaba fuera de sí.

—Una mujer, allí —dijo señalando hacia la cascada.

—¿Cómo era? ¿Cómo?

—Una dama. Guapa. Muy guapa. Me dijo su nombre, Elisabeth.

López Carrillo se agachó y tomó la nota, la leyó en voz alta:

—«Querido inspector Ros, deje de jugar a un juego que seguro ha de perder. No podrá con nosotros. Tenemos a su hijo Víctor.»

Después de correr hasta la oficina de Correos, enviaron un telegrama a casa de Víctor. No hubo respuesta. Insistieron y al fin el cartero de Madrid les comunicó que no había nadie en el domicilio. Víctor Ros parecía fuera de sí, sin su flema y sus características maneras pausadas. No podía pensar en otra cosa: veía el rostro de su hijo, sus bracitos regordetes, su sonrisa, sus hoyuelos, y se le aparecían imágenes horribles, el libro de tapas gruesas sobre Erzsébet Báthory que había encontrado en la biblioteca. Sabía de lo que hablaba. El hombre del saco existía, y él mismo había participado en un caso similar. La España profunda, dura, irracional e ignorante acababa siempre por imponerse. El miedo a la plaga del siglo, la tuberculosis, había llevado a muchos degenerados a hacer un buen negocio, a sacar buenos dineros de gente de posibles que, desesperada, veía cómo se le iba la vida a un ser querido sin poder evitarlo. Víctor era un estudioso de aquellos casos. Recordaba un caso en Almería, hacía apenas tres años, cerca de Vélez Rubio, o el de Almadén, que él mismo había resuelto. En aquellos días, cuando los padres metían miedo a los niños con el hombre del saco, no mentían, y Víctor lo sabía. En Almadén había cazado a un buhonero, Francisco Velarde, que había pululado durante años por los campos de Castilla asesinando criaturas. Vendía la sangre coagulada y las mantecas a una alcahueta de Toledo que daba salida a aquellos carísimos ungüentos entre gente de la alta sociedad que, claro está, no pagó su delito.

Siempre se trataba de niños pobres, muchos de ellos vagabundos, sin padre, sin madre. La gente bien, desesperada, creía a pies juntillas en la superstición más profunda y despiadada, la que aseguraba que un tuberculoso podía sanar bebiendo la sangre de un infante o aplicándose en ungüento sus «mantecas». Siempre había algún avispado, algún monstruo sin escrúpulos que, empujado toda la vida por el hambre, era capaz de cualquier cosa por dinero. En este caso el asunto era peor. Paco, Elisabeth, era un loco, un emulador que sacaba la sangre a sus víctimas para mantenerse hermosa, joven. Un degenerado que mataba chicas vírgenes como una condesa húngara del siglo XVI.

No podía alejar a Victítor de su mente, le temblaban las piernas y sentía que se iba a desmayar. Pensaron en telegrafiar a la mujer de don Alfredo, pero ésta se hallaba en San Sebastián. Intentaron localizar a su jefe, don Horacio Buendía, el comisario de la Brigada Metropolitana.

Víctor reparó en que quizá había molestado a gente muy importante acostumbrada a moverse en la más absoluta impunidad. Querían que se apartara del caso, que saliera de Barcelona. Además, el niño debía de estar aún retenido en Madrid. No habían tenido tiempo suficiente para traerlo a la Ciudad Condal.

—¿A qué hora sale el siguiente tren para Madrid? —se escuchó decir a sí mismo.

—A las nueve—dijo López Carrillo.

—Falta hora y media. Las maletas, Alfredo.

Volvieron al hotel. Echó la ropa en el interior de su maleta sin doblarla, en total desorden. Nada le importaba en el mundo en aquel momento, sólo hallar a su hijo, el cual, al parecer, estaba en manos de aquella gentuza. Pensó en Elisabeth, una mujer despiadada, sin escrúpulos. En Paco Martínez Andreu, una persona abyecta que carecía de sentimientos, sin un atisbo de remordimientos. Un tipo con una personalidad doble. Las dos caras de un alma inmisericorde. Había visto a don Gerardo y había llorado al ver el cuerpo de aquella criatura lleno de laceraciones y seco, como una res desangrada. Recordó el testimonio de Teresita y sintió, una vez más, que iba a desmayarse. Apenas si acertó a pronunciar un par de frases corteses para despedirse de Eduardo. Prometió volver a verlo en cuanto resolviera el asunto; mientras tanto, López Carrillo se haría cargo de él. Hasta que comenzara el curso.

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