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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (24 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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Santiago Berga y su eterno acompañante, Alfonsín Borrás, llegaron a El Bou Trencat justo a tiempo para incorporarse a la tertulia. Toda la «tribu» —como a ellos les gustaba denominarse medio en serio medio en broma— polemizaba en torno a un porrón de vino. Resultaba curioso ver a aquellos aristócratas con sus fracs, sus damas y sus joyas, sentados a una rústica mesa de madera que olía a vino y a aceitunas.

—No, no —decía Max—. No me entienden ustedes.

—Claro que lo entiendo, mi buen amigo Max. Usted no es partidario del catalanismo—decía Arcadi, el menor de los Torrents—.Y, por tanto, es partidario de un Estado central fuerte, vamos, partidario de Madrid.

Entonces Max se puso en pie y comenzó a declamar en voz alta, como si fuera un actor o un poeta, llamando la atención de toda la parroquia, que quedó embelesada por su entonación, por su aterciopelada voz y por sus gestos:

A Déu siau, turons, per sempre, a Déu siau; O senas desiguals, que allí en la patria mia Dels nuvols é del cel de lluny vos distingia. Per lo repos etern, per lo color mes blau.

Adéu tú, vell Montseny, que des ton alt palau, Com guarda vigilant cubert de boyra é neu, Guaytats per un forat la tomba del Jueu, E al mitg del mar immens la mallorquina nau.

Todo el mundo estalló en un aplauso tras escuchar a Max declamar así el comienzo de la famosa
Oda a la patria
de Aribau que había dado inicio nada menos que a la
Renaixenca.
Max miró a Arcadi y añadió:

—Sepa usted, amigo, que hace muchos años, me parece ya otra vida, estuve preso en los sótanos de Montjuïc. Pero no, no creo en ningún Estado, ni en Madrid, ni en Barcelona, ni en el Vaticano. Me cago en el Estado central. Yo creo en reventar todo este maldito negocio, esta sociedad. ¿No entiende que usted me habla de Cataluña y yo le hablo de la fraternidad universal, del planeta, del universo, de mí? ¿Acaso no son las fronteras, las banderas, algo artificial? Todos los hombres somos hermanos, ¡y enemigos! —exclamó con el índice de la diestra enhiesto, como avisando al respetable—. La naturaleza, ella sí que es sabia. Los políticos nos manipulan, amigos, habría que fusilarlos a todos.

—Habla de la revolución. Entonces es usted socialista, como yo— dijo el pintor, el joven Cusí.

—No, no, es la segunda vez que me pregunta usted eso, pollo. El socialismo, bah, ¡otra filfa! Pero ¿no lo entienden? Los socialistas lo que quieren es quitar a la élite actual para situarse ellos en su lugar. Una élite por otra, el hombre no ha nacido para ser esclavo de nadie. El ser humano es, por naturaleza, corruptible y corrupto, todos aquellos sistemas que se basen en la existencia de alguien en el poder acabarán siendo deshonestos.

—Entonces... —aventuró Berga-: es usted anarquista. Max, con todo el auditorio expectante, puso cara de pensárselo:

—Es lo que más se me parece, sí, pero no olviden que yo creo en el individuo. Piensen, sin ir más lejos, en nuestro buen amigo aquí presente, Fulgencio. Hijo de una familia burguesa venida a menos y que, pese a su juventud, ha sabido hacerse rico, eso es iniciativa, riesgo...

—Sí, la verdad es que supe ver una oportunidad y la aproveché —dijo Fulgencio Manueles.

—Un visionario —apuntó la pintora, Elia.

—Sí —continuó hablando el joven emprendedor—. La desamortización fue la clave. Había mucho terreno en el campo para comprar, y barato. Además, enseguida vi que el cultivo de la vid era rentable y me subí al carro de la elaboración de vino. Hace apenas un par de años cuando me enteré de la catástrofe que sufrían los viñedos franceses debido a la filoxera, compré más viñedos y saqué todo el partido que pude: el precio del vino se disparó. Pero me consta que la filoxera ha traspasado ya los Pirineos. Ha llegado al Ampurdán. En un par de años estará aquí y será una catástrofe. Yo ya he vendido. Un negocio redondo.

—¿Ven? —dijo Max—. Esta es la verdadera Cataluña y no esos conservadores que viven mirando a Madrid, más preocupados por el proteccionismo que por conseguir cotas de libertad, esos Godo, Masnou, Güell, Grau, que explotan a los obreros y se dicen catalanistas mientras aceptan títulos nobiliarios del rey.

Hay que pegar fuego a las iglesias, a las casas de los burgueses, al Palacio Real, al Parlamento de Madrid, a las ciudades e irnos todos a vivir al campo.

Todos miraban a aquel ácrata embobados, con los ojos y la boca abiertos como platos. Máximus Aeternum apostaba fuerte, estaba claro. Berga reparó en que su discurso se hallaba lleno de contradicciones, con llamadas a la revolución, halagos a un empresario como Manueles, críticas al centralismo pero también al catalanismo y mucho, mucho fuego. Una locura. Pese a eso era un discurso llamativo, nuevo y complejo, revolucionario en cierto modo. No lograba clasificar, etiquetar a aquel hombre extraño como le hubiera gustado, una auténtica fuerza de la naturaleza.

—Señores, es la hora —intervino Berga—. Están todos invitados a mi palco del Liceo. Vámonos ya o no llegamos.

Max ladeó la cabeza y dijo:

—Yo no voy.

—Si es por lo de la indumentaria... dispongo de varios fracs para prestarle —comenzó a decir Berga.

—No, no. No me entiende, amigo. Luego no se queje si lo ven como a un noble ocioso que de vez en cuando se acerca a las vanguardias —sentenció Max.

—¿Cómo?

—Sí, hombre, sí. ¿Dónde está la emoción? ¿El amor a la música? ¿En un palco? ¿Se disfruta del arte allí? ¡Por Dios! Si hasta ustedes mismos me han contado que algunos socios del Liceo se han quejado de que la escasa iluminación de la platea (en favor del escenario, claro está) provoca que no se aprecien como es debido las joyas, la indumentaria y el esplendor de sus damas.

—Sí, eso es cierto —convino Alfonsín.

—Pues entonces, carajo, rompamos con el orden establecido, vayamos a apreciar el arte por el arte. Vayamos al gallinero, con la gente del pueblo, con nuestros hermanos. ¡El arte, amigos, el arte! Y no toda esa decadencia de la sociedad burguesa, adormecida y sobrealimentada mientras que otros mueren de hambre.

No fue necesaria ni una palabra más. Todos siguieron ilusionados las consignas de Max. Subieron a sus lujosos carruajes y, una vez en las Ramblas, bajaron de los mismos acudiendo a la taquilla para sacar entradas para el último de los anfiteatros. Ni que decir tiene que la presencia de aquel nutrido grupo de notables, luciendo sus fracs y vestidos de noche, entre la gente humilde del gallinero, causó un revuelo considerable. Algunos de los ujieres, escandalizados, intentaron recordarles que el palco de Berga estaba más abajo, pero éste, divertido, desoía lo que le decían bebiendo vino tinto de una bota que le habían pasado. Allí, entre humildes estudiantes de música, algún que otro poeta venido a menos y algún que otro melómano de humilde condición, los bohemios pasaron un buen rato. Estaban maravillados por el revuelo que había creado su presencia entre los pobres. Con la función, nada menos que
La Cenerentola
de Rossini, bien avanzada, eran muchas las damas que desde sus palcos, e incluso desde la platea, se giraban mirando con sus binoculares hacia donde ellos estaban. Ellos se morían de risa. Estaban encantados. Poco a poco, conforme progresaba la función, Max fue poniéndose nervioso. Era conocida la devoción que sentía el público del Liceo por la ópera italiana, e incluso se había dado el caso de que hasta los libretos en francés habían tenido que ser traducidos al italiano para agradar a aquel público, muy entendido, pero muy aferrado a los autores de la Gran Opera y el
bel canto.
Los compositores alemanes, que comenzaban a causar furor en Europa, no eran bien recibidos aún por el público barcelonés.

—Esto es el pasado —comenzó diciendo Max en voz baja—. Wagner, amigos, ¡Wagner!

Poco a poco, el tono de sus quejas fue tornándose más alto hasta que, en mitad del entreacto, se levantó y a voz en grito proclamó:

—¡Viva el romanticismo alemán!

Entonces, sin saber de dónde la había sacado, mostró una bol sa de papel de la que comenzó a extraer coliflores podridas que arrojó a la platea. «¡Está loco!», decían unos. «¡Es un borracho!», se escuchaba decir a otros desde los palcos. Obviamente, Máximus Aeternum fue detenido por varios guardias urbanos que apenas si eran capaces de reducirlo. Se resistía luchando como un poseso. Aquella noche durmió en comisaría.

Capítulo 12

Santiago Berga leía la prensa apurando un coñac y un buen habano en la sala de prensa del elitista Cercle del Liceo. A la derecha, el alcalde dormitaba en un cómodo butacón; algo más allá, el conde de Selles echaba otra cabezadita y, al fondo, Eusebi Güell charlaba con dos caballeros de aspecto extranjero, cerrando sin duda alguno de sus muy prósperos negocios. Entonces apareció su buen amigo Higinio Mestre y se sentó a su lado.

—Hace un calor de mil demonios —dijo por todo saludo.

—Y que lo digas, amigo. ¿Un café? ¿Un coñac? —sugirió Berga llamando al camarero con un chasquido de sus dedos.

—Coñac, por favor —ordenó el sobrino del gobernador—. ¿Vas esta noche a la
performance
de Max?

—¿Cómo? —repuso el otro.

—Sí, hombre, ya sabes que dice ser artista mental y creo que esta noche nos va a deleitar con una demostración. Silencio.

—Vaya, no te ha invitado —añadió Higinio—. He metido la pata.

Berga lamentó perderse aquella ocasión. Aquel tipo, Max, era todo un genio, un misterio y, la verdad, se moría por saber qué era aquello de «artista mental».

—¿A qué hora habéis quedado?

—A las nueve, en El Bou.

—Allí estaré —aseguró sacando su reloj de bolsillo.

Tras charlar un rato sobre naderías y despedirse de Higinio Mestre, Berga se apresuró a pasarse por casa para cambiarse. Eligió un traje de
tweed,
ni demasiado elegante ni demasiado ordinario. Rehusó avisar a Alfonsín, era obvio que a Max no le agradaba, y se dirigió a El Bou Trencat. Llegó allí a las nueve menos cuarto. Halló a Max enfrascado en la lectura de alguna novela de Goethe en alemán.

—Buenas tardes -dijo tomando asiento junto a él.

—Hola —repuso el otro sin abandonar la lectura.

—Perdone, Max, si no es molestia...

—¿Sí? —contestó el «artista mental» dejando el libro a un lado con evidente fastidio.

—Es que me considero un admirador de lo bello en todos los sentidos, del arte.

—¿Y?

—Tengo entendido que usted va a realizar una
perfor...

—Una
performance,
hombre de Dios, que se atraganta. Ya sabe, un
fonctionnement;
si usted lo prefiere, un espectáculo.

—Sí, eso.

—¿Y bien?

—Que me gustaría asistir, le admiro mucho. Max estalló en una carcajada.

—No, hombre, no. Nada de eso, para realizar uno de mis montajes necesito espacio. Haré uno en breve, pero necesito espacio, quizá sea por aquí, no sé, pero hasta que no llegue mi mentor no es posible, se necesita dinero, mucho dinero. Si lo hiciera aquí, por ejemplo, acabaríamos todos en la cárcel.

—¿Su mentor? —dijo Berga, intrigado por aquella
performance
que, según Max, podía hasta provocar detenciones. ¿Qué sería aquello?

—Sí, claro, mi mentor, el conde de Chiaravalle. Llegará en breve, desde Nueva York. Es mi mecenas.

—Ah repuso el otro— Entonces, esta noche...

—No, no, unos amigos, algunos de «la tribu» y otros, ya sabe, amigos míos socialistas, obreros, vendrán a tomar una copa a mi guayaba*. ¿Quiere venir? Sólo ha de traer una botella.

—Cuente conmigo.

—Pues quédese por aquí que dentro de un rato nos vamos.

La fiesta resultó divertida a ojos de Berga. El estudio de Max era un lugar infecto, un ático no demasiado espacioso situado en Sants, en el que había restos de comida aquí y allá, mal amueblado y lleno de objetos extrañísimos: figuras de santos, hierros retorcidos, sábanas que colgaban de las paredes y algún que otro cochecito de niño desvencijado. Había velas de colores por todas partes y estaba repleto de gente, la más variopinta que Berga había visto jamás: obreros de la Maquinista, muchas putas, algún que otro mendigo, la gente de «la tribu» y varios escritores que iban de malditos. Hasta le pareció ver, achispado como estaba, a un par de chinos e incluso a un marinero negro como el carbón. A pesar de estar medio beodo aprovechó para moverse por el piso a sus anchas y sacó la conclusión de que Máximus Aeternum era un artista a la vanguardia de la vanguardia. En una habitación adyacente al sucio dormitorio en el que la cama estaba sin hacer y las telarañas y el polvo lo ocupaban todo, halló una especie de mesa o tablero con un microscopio, cajas de arena y grava, minerales perfectamente clasificados y varios mapas geológicos de Cataluña. Max era un enigma. En un momento dado, Berga salió al excusado, el cual estaba en una galería que daba a un patio interior, pues era de uso comunal. Por allí pululaba Elia, la pintora, que le preguntó de sopetón:

—¿Has visto a Max?

La noche era fresca y el canto de los grillos le agradaba, pues se sentía flotar por el
hashish
que había fumado en una pipa que le había pasado el anfitrión.

—No —se escuchó decir a sí mismo.

Entonces se abrió la puerta del excusado y del mismo salieron Max y su joven criado, Alphonse. El crío se subía el pantalón mientras Max se abrochaba la bragueta. Las miradas de Elia y Berga repararon en una muy llamativa mancha roja en el calzón del niño.

Max y el chiquillo pasaron junto a ellos. Se perdieron entre el bullicio de la fiesta.

—Vaya -dijo ella con retintín-. Parece que éste es de los tuyos.

—Eso fue un malentendido —contestó Berga.

—Ya —respondió Elia mordaz—. Pero Santiago, no olvides que en esta ciudad nos conocemos todos y si no llega a ser por lo que eres y por nuestro mutuo amigo Higinio y su tío, el gobernador, tú estabas en la cárcel, donde, por cierto, ¿sabes lo que les hacen a los pedófilos?

—¡Calla, bruja! —exclamó él.

—Por no hablar de tu amiga, ese loco que siguió con sus «hazañas» gracias a que logró eludir la cárcel con tu ayuda.

—Hace siglos que no la veo. Yo no soy como esa mujer -se defendió Berga.

—Eso espero —contestó la pintora.

Volvió a la fiesta y se atizó un par de tragos de coñac, quería emborracharse. Luego, cuando las piernas empezaron a pesarle, se tumbó en el sofá. Alguien le pasó una copa de absenta. Medio en sueños creyó fumar un habano. Se sentía bien, flotando.

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