Read El Escriba del Faraón Online
Authors: César Vidal
Merit sonrió al escuchar aquellas palabras y pude percibir un brillo de alegría en sus ojos.
—Naturalmente, el tratamiento durará unas semanas, pero podemos dar por seguro el éxito del mismo.
Mi esposa se volvió hacia mí y tomó mi mano apretándola con fuerza. Estoy seguro de que sólo el temor a avergonzarme le impidió saltar y gritar de alegría en esos momentos.
—¿En qué consiste el remedio? —pregunté a Kaemuast.
—Más bien tendríamos que hablar de una combinación de remedios que, sucesivamente, irán teniendo un resultado curativo. En primer lugar, tendremos que fumigar la vagina de su esposa. Algunos de mis colegas consideran que el mejor estiércol para realizar esas fumigaciones es el de hipopótamo. Personalmente discrepo de ellos. Lo ideal para estos casos es el excremento humano, bien seco, eso sí, revuelto con resina de terebinto. Con eso se fumiga a la mujer y se obtienen resultados excepcionales. Naturalmente, el excremento ideal en el caso de una mujer casada es el del esposo. Una vez realizada esa fumigación, durante una semana, la esposa se introducirá diariamente en la vagina un supositorio confeccionado con excrementos de su marido. Finalmente, hay que colocar un ibis de cera encima de carbón, haciendo que el vapor penetre por la vagina de la paciente. Llegados a ese punto, la mujer podrá concebir y dar a luz sin problemas. ¿Han entendido todo? ¿Desean que se lo explique con más tranquilidad?
Le pedí papiro y tinta, y tomé nota puntual de todo. Le hice describir la manera en que debía defecar y guardar posteriormente mis excrementos. Asimismo me aseguré de comprender cuáles eran los recipientes más adecuados para proceder a su secado y aprendí de memoria las letanías que debía recitar mientras moldeaba los supositorios. Las fumigaciones eran algo más exigentes en su realización y el sacerdote médico estuvo de acuerdo en ejecutarlas personalmente a cambio de una buena suma de dinero.
Apenas habíamos cruzado la puerta de la morada del médico cuando una anciana con el rostro surcado de arrugas se nos acercó. Sin duda, estaba acostumbrada a esperar la salida de las mujeres para ofrecer su mercancía y quién sabe si no mantendría algún tipo de acuerdo con el sacerdote.
—Mujer, compra un talismán de la diosa Heket para asegurarte la concepción y el buen parto.
La diosa en forma de rana nunca me había atraído de manera especial al tratarse de una divinidad relacionada fundamentalmente con las mujeres. Hubiera pasado de largo como ante cualquier otro mercachifle, pero los ojos suplicantes de Merit me convencieron de lo contrario. Pregunté el precio, pero no me sentí con valor para regatear. Tras pagar una cantidad exorbitada, se lo ofrecí a mi esposa, que se lo colgó del cuello en ese mismo instante. Recuerdo a la perfección su alegría cuando regresábamos a nuestro hogar. Parecía como si los dioses hubieran insuflado nueva vida en su ser, como si hubieran disipado todos sus temores e inquietudes sustituyéndolos por gozo y confianza.
Aquellos sentimientos que llenaban su corazón no se apagaron en los días posteriores. Comenzó a cebarme para que defecara más, a la vez que supervisaba mi trabajo con los excrementos para que todo se realizara según las instrucciones dadas por Kaemuast, el sacerdote de Sejmet. Sé que toda aquella medicina era repugnante. Yo mismo no podía evitar el asco al tener que prestarme a aquella farmacopea prescrita por el sacerdote, pero la visión de Merit parecía sujetar mi estómago y aplacar las náuseas. Mi esposa realmente soportaba todo de buena gana con la esperanza de darme un hijo, alegrando así mi corazón y apartando de ella el oprobio por ser estéril y el peligro de que yo tomara a otra mujer.
Finalmente, un día me anunció que su regla le había fallado y que creía que estaba embarazada. Había tal brillo en su rostro, tal vida en sus ojos, que la abracé, la besé, la levanté por los aires dándole vueltas. Lloraba de dicha y también yo derramé lágrimas al ver su alegría. Inmediatamente decidimos volver a visitar a Kaemuast para que nos confirmara la noticia.
L
a manera en que Kaemuast nos recibió fue pomposa y displicente. Por supuesto, contaba con ese resultado tan positivo. Como nos había dicho, el excremento humano —y todavía más si procedía del esposo— superaba ampliamente las virtudes del estiércol de hipopótamo en casos como éste.
—Con todo —nos aclaró—, no estará de más que confirmemos tan halagüeñas expectativas.
—¿Cómo? —preguntó Merit súbitamente preocupada ante la perspectiva de que todo hubiera sido una equivocación.
—Oh, muy fácil —sonrió Kaemuast—, bastará con un diente de ajo.
Merit me miró interrogante.
—Nuestros maestros lo han prescrito claramente: la mujer tomará un diente de ajo humedecido —dijo el sacerdote dirigiéndose a mí— y lo tendrá en la vagina toda la noche hasta que amanezca. Si el olor del ajo le sale por la boca es que dará a luz. Si no, es que no dará a luz.
Recuerdo la alegría y, al mismo tiempo, la inquietud con que Merit se introdujo aquella noche un ajo en la vagina. También ha quedado grabado en mi memoria que apenas durmió y que procuró mantenerse quieta y con la boca totalmente cerrada como si temiera que el desagradable olor fuera a escaparse impidiéndole ser madre. Pero sus esfuerzos no le sirvieron de nada. Al día siguiente, su aliento no despedía un olor a ajo y aunque intenté quitarle importancia, aquello no disminuyó en absoluto su pesar.
Kaemuast nos contestó con evasivas la siguiente vez que lo visitamos, como suelen hacer los médicos que saben tan poco como sus pacientes la manera de solucionar un problema. A partir de entonces dio inicio un errático vagar de sacerdote en sacerdote, de santuario en santuario, de remedio en remedio. Al mismo tiempo, y a medida que pasaban los días, comencé a observar como el aspecto exterior de Merit iba haciéndose más demacrado y macilento. Su conducta seguía siendo tierna y dulce para conmigo, pero su rostro palidecía por momentos y en un par de ocasiones la sorprendí sofocando un chillido de dolor. Aquella visión me resultaba insoportable, tanto que, al final, decidí contarle todo a Sobejotep sin importarme lo que la gente pudiera pensar o murmurar. Mi superior fue bueno y comprensivo. Juró por Horus que no revelaría a nadie la situación y me escribió una carta de recomendación para que la llevara a un amigo suyo, un médico, llamado Iuty, que trabajaba de manera casi exclusiva para la gente de la
Per-a'a.
Creo que nunca conseguiré olvidar los momentos en que Iuty examinó a Merit. Pese a que se trataba de un hombre discreto, percibí casi instantáneamente la inquietud que se despertó en su rostro al verla. Repitió casi maquinalmente todos los pasos que Kaemuast había dado, pero, y esto me llamó la atención, por dos veces, y como de pasada, olió la vagina de mi esposa. El resto de la consulta fue similar a otras que había vivido con anterioridad. Nos aseguró que todo iría bien, aunque recomendó que no aplicáramos ningún remedio durante algún tiempo. Estábamos a punto de abandonar la casa del médico cuando asomó la cabeza por la puerta de la habitación donde había atendido a Merit y me llamó. Sentí en mi pecho como si un dardo lo hubiera horadado, pero sin salir por la espalda, sino quedándose suspendido entre mis hombros. Pedí a Merit que me esperara fuera e intentando aparentar calma, volví a entrar en la habitación de Iuty. Éste me rogó que me sentara y que tuviera calma, porque lo que deseaba decirme era muy importante.
No tenía a ciencia cierta ninguna idea de lo que podría contarme, pero aquella ignorancia sólo contribuyó a inquietarme más, a hacer que la desazón se apoderara con más fuerza de mí. Mentalmente elevé mis preces a la Madre y Señora para que todo se redujera a algo sin importancia.
—Nebi, deseo contarte algo de extrema gravedad. Lo hago porque sé la amistad que tienes con Sobejotep. De hecho, te diré que te considera casi como a un hijo.
Deseé que concluyera con aquel preámbulo y de una vez me dijera lo que le sucedía a Merit, pero el abatimiento que había empezado a embargarme y el temor a que se arrepintiera de revelarme lo que había ocultado a mi esposa me contuvieron.
—Voy a ser muy claro. Estamos en el mes de
mejir...
casi con toda seguridad para el de
pnamenot,
es decir, apenas en unas semanas, Merit habrá ido a su
ka.
No experimenté dolor en mi corazón al escuchar la noticia. Fue más bien una sensación de atontamiento la que se apoderó de mí. Paser, el sobrino de Nufer, me había contado en cierta ocasión cómo se había sentido una mañana al despertarse tras haber bebido durante toda la noche. No sabía dónde estaba, cómo se llamaba, casi ni siquiera quién era. Todo en él era un aturdimiento que tardó en dejar paso al dolor. En aquellos instantes también yo desperté de la borrachera de los meses anteriores. Durante cerca de medio año había bebido de aquel dulce licor que era la convivencia cotidiana con Merit. Sus caricias habían sido como miel en mis labios, su amor, como una bebida agradable que llevaba plácidamente al sueño. Ahora era como si me hubiera despertado y, antes que todo, sintiera la sensación de no saber siquiera quién era.
—¿Es eso seguro? —pregunté aun a sabiendas de que aquel médico sólo me decía lo que mi corazón llevaba temiendo desde hacía semanas.
—Sin duda. La vagina de Merit tiene el olor de la mujer cuyas partes se irán corroyendo hasta obligarla a ir con el
ka.
Se trata de un olor muy peculiar, muy semejante al de la carne asada...
Pinté mi rostro con la mejor sonrisa cuando me reuní de nuevo con Merit. Mentí asegurándole que el médico me había dado las mejores esperanzas, aunque no había querido decírselo a ella para no emocionarla demasiado. Me creyó y en sus ojos volvió a aparecer esa alegría que tantas veces antes había podido contemplar. En el camino de vuelta a casa me obligó a repetir palabra por palabra lo que supuestamente me había dicho el médico y yo inventé frase tras frase intentando que no descubriera el engaño.
Es terrible ocultar el dolor a un ser amado y aún más terrible es comportarse de esa manera si esa persona es la causa del mismo. Durante el día intentaba infundir en Merit, cuyo aspecto se deterioraba progresivamente, unos ánimos que yo mismo no tenía y cuando, finalmente, exhausta por la labor cotidiana, se quedaba dormida poco antes de que Ra ascendiera en
Mandet,
salía de la habitación y lloraba de la manera más silenciosa que podía con la esperanza de desahogar mi dolor y, a la vez, de no perturbar su sueño.
Después de hablar con Iuty sabía que ningún médico podía curarla, que todo dependía únicamente de la voluntad de los dioses. Compré un talismán con el ojo de Horus y lo colgué de su cuello, donde hizo compañía al de la diosa Heket. Incluso pensé en la posibilidad de encontrar a alguien que dominara el arte de
heka
y que pudiera, utilizando poderes sobrenaturales, evitar el lento apagarse de Merit. Tras muchas vueltas, tras muchas consultas, fue Paser, el sobrino de Nufer, el que consiguió darme unas señas adonde dirigirme. Se trataba de una mujer a la que él mismo había acudido para saber si tendría éxito en sus intentos de seducir a una joven casada a la que deseaba ardientemente. Según Paser, la persona en cuestión no sólo le había predicho con exactitud lo que sucedería, sino que además le había proporcionado un filtro mediante el cual aquella esposa le había franqueado el camino hacia su lecho. En otra ocasión, en otros momentos, el simple contacto con un ser de esa naturaleza me hubiera resultado repugnante y, muy posiblemente, hubiera reprendido a Paser por recurrir al arte de
heka
para perpetrar un acto tan vergonzoso como el adulterio. Sin embargo, ahora no me importaba nada a excepción de salvar la vida de Merit. En mi corazón sabía que si hubiera tenido que mentir, que robar, que matar para lograrlo, no hubiera dudado un instante en hacerlo, y tampoco hubiera vacilado en cambiar mi vida por la suya.
La conocida de Paser resultó ser una mujer pintarrajeada como una prostituta y tocada con un peinado costoso y estrambótico. Sonrió, realizó grandes alharacas, se refirió velada pero claramente a sus éxitos en el uso de
heka
y, finalmente, aparte de una considerable suma de dinero, me pidió algunos cabellos de Merit para consumar sus hechizos. Naturalmente, justificó todas sus pretensiones con referencias extrañas a poderes que yo desconocía, pero que, infaliblemente, curarían a mi esposa.
Regresé dos días después con todo lo que había solicitado. Quiso ofrecerme bebida y algunas golosinas, pero rehusé tomar nada y le conminé a que llevara a cabo cuanto antes sus rituales. Así lo hizo. En apenas unos instantes su casa estuvo llena de humo y ella comenzó a ejecutar aparatosos aspavientos y a invocar a dioses y fuerzas que, en algunos casos, me resultaban totalmente ignotos. Reconozco que todo aquello me impresionó. Era tal la fuerza que imprimía a sus gestos y tanta la energía que salía por sus labios al lanzar conjuros que, por unos instantes, confié en que volvería a ver a Merit curada y con el aspecto saludable que siempre había tenido. Quizá me hubiera ido a mi casa con esa convicción, de no ser porque, de repente, la mujer comenzó a emitir lo que se suponía eran letanías pronunciadas en una lengua mágica y esotérica. Ignorando que yo podía entenderla, por su boca comenzaron a salir términos
aamu
para designar los ajos, la cebolla, el pepino e incluso algunas palabras groseras utilizadas en medios bajos para referirse a los genitales del hombre y de la mujer. En seguida comprendí todo. Lejos de ser una maestra de
heka,
como pretendía, aquel ser asqueroso debía de haber sido una prostituta en algún puerto; lejos de estar pronunciando fórmulas mágicas, sólo sabía balbucear malamente los vocablos que servían para pedir comida o sexo de baja estofa. En aquellos momentos sentí deseos de matarla con mis propias manos. Sí, seguramente había ayudado a Paser, pero lo más posible es que el resultado se debiera más a sus malas artes como alcahueta que al filtro que tan caro le había vendido. Fuera de mí, me abalancé sobre ella y, sujetando sus brazos con mis manos, comencé a zarandearla.
—¡Basta, bruja! —grité—. ¡Sé que me estás mintiendo!
Con los ojos desorbitados por la sorpresa, tardó unos instantes en recuperarse, pero, entonces, como si salieran llamas de sus ojos, comenzó a lanzar maldiciones contra mí.
—Asquerosa alcahueta, no te atrevas a amenazarme —grité mientras le daba una bofetada con el dorso de la mano—, sé perfectamente lo que estabas diciendo. ¿Acaso crees que no conozco las lenguas de los
aamu?
Tu
heka
se limita a pedir pepinos y cebollas, a ofrecerte a gañanes y marineros para que te monten... Voy a matarte aquí mismo.