El Escriba del Faraón (7 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Escriba del Faraón
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Volví a mirar a Tjenur, que seguía agitándose en el suelo como si un poder superior lo dominara. Después dirigí mi vista hacia los campesinos. Sus caras no expresaban ya nada. Daba la sensación de que el corazón les había sido extraído del cuerpo, de que, al contrario del bastón de Ptahmose convertido en serpiente, ellos habían pasado a transformarse en objetos inanimados y carentes de vida.

—Nebi, Merira, Raner... —era la voz de Nufer—, Tjenur está ahora bajo la diosa. Serán otros los encargados de devolver la imagen al santuario. Id ahora a descansar.

Contemplé en el rostro de mis dos compañeros una sonrisa. Eran poco mayores que yo y también para ellos llevar la imagen había representado un honor inmerecido. Dos sacerdotes estaban levantando del suelo a Tjenur y casi a rastras comenzaron a llevarlo hacia el templo. En cuanto a Ptahmose, estaba hablando con Hekanefer y Tjenuna, el alcalde, algo que no pude entender, aunque sí suponer por la expresión de los rostros. Al franquear el umbral dirigí por última vez mis ojos hacia los campesinos. Inmóviles, con las mandíbulas apretadas y las manos ocultas, no traslucían ningún sentimiento o emoción. Ya ni siquiera lloraban o se contorsionaban. A lo lejos, más de uno los hubiera tomado por troncos que, víctimas de un incendio, habían sido abandonados en el páramo.

10

E
l paso de los años me ha enseñado en diversas ocasiones que la alegría de los pobres acaba siempre resultando efímera. La mañana en que escuché el juicio de la diosa no ha significado en mi vida sino un ejemplo más, pero fue el primero y tuvo un especial significado por los acontecimientos que se desarrollaron en las horas siguientes.

Aunque mi misión como porteador de la imagen ya se había cumplido, estaba obligado a realizar purificaciones y a mantenerme separado de mis compañeros hasta que concluyera el período relacionado con las mismas. Retirado en el aposento que me habían destinado provisionalmente, ya llevaba rezando un buen rato y me disponía a tumbarme en mi lecho y descansar. Una llama rojinegra, nacida de una lamparita de aceite, iluminaba apenas la habitación. Iba a soplarla cuando reparé en el firmamento estrellado que se veía a través de la ventana. La bóveda celeste parecía más oscura que nunca y las estrellas brillantes que colgaban de la misma la tachonaban con unos destellos que parecían formados por el blanco metal de
hedj.
Me encontraba absorto en su contemplación cuando una voz ronca y pastosa me sobresaltó.

—¿Brilla mucho
Mesjetiu
esta noche, jovencito?

Me volví y el espectáculo que se ofreció a mis ojos bastó para revolverme el estómago. Era Tjenur. Había entrado en mi habitación tambaleándose con una jarra en la mano derecha y una bolsa en la izquierda, de la que se deshizo inmediatamente dejándola caer en el suelo.

—¿O acaso observas la estrella
Sopdu,
jovencito?

Sentí como el asco y la cólera se apoderaban de mí. Aquel blasfemo había sido perdonado de su conducta inapropiada contra la diosa, se le había concedido el inmenso honor de convertirse en uno de sus porteadores, hoy había sido tocado por la divinidad... y ahora era incapaz de guardar el más mínimo decoro. Estaba borracho perdido, algo grave en cualquier sacerdote en todo instante, pero terriblemente sacrílego en esos momentos de purificación posterior al juicio de la Madre.

—¿Cómo te atreves...?

—Schhh, schhh, jovencito —me dijo levantando el dedo índice de su mano derecha e intentando conservar el equilibrio. Cuando se aproximó unos pasos más a mí, pude sentir su fétido aliento—. Hubo una época en que yo también fui como tú...

Hice ademán de salir de la habitación, pero no lo conseguí. De un salto, inesperado en alguien tan ebrio, se interpuso en mi camino y con un empellón me lanzó al suelo.

—Necesito hablar con alguien y te he elegido a ti. —Su rostro se endureció—. Y te juro por la diosa a la que tanto amas y respetas que si intentas escapar te mataré con mis propias manos.

Comprendí que no tenía alternativa. Lo mejor sería esperar a que se desplomara y entonces emprender la huida. A juzgar por su estado no podía mantenerse mucho sobre sus pies. Bajo mi atenta mirada, se apoyó en uno de los muros y llevó los labios a la jarra. Se despachó un trago largo y después chasqueó la lengua satisfecho.

—Apuesto mi ojo derecho a que todavía te preguntas por qué la diosa tardó tanto en responder esta mañana...

Una sonrisita de hiena había aparecido en los labios de Tjenur dejando al descubierto una dentadura amarillenta y desigual. Por un momento la curiosidad se superpuso a mi repugnancia, pero no permití que ningún gesto lo dejara de manifiesto.

—Sí, claro que te lo preguntas... Yo también me lo pregunté cuando asistí a una ceremonia como ésa hace ya algunos... algunos años... Pues bien, jovencito, voy a revelártelo... sí, te lo voy a decir para que lo sepas. ¡La diosa no contestó antes porque yo no quise!

Por un momento pensé que había enloquecido. Quizá Isis lo había herido por su irreverencia y ahora comenzaba a manifestar las primeras señales de un corazón que ya no podía controlar.

—¡Ah, claro! Tú no sabes cómo funciona el tinglado del juicio de la diosa —Tjenur sofocó una risotada y continuó con su relato—: Los necios de los campesinos, bueno, todos los necios, incluido tú, creen que la diosa deja sentir su peso en favor de la parte que tiene razón...

Volvió a acercar los labios a la jarra, pero esta vez el trago fue más corto. Tjenur no pudo evitar su disgusto al comprobar que no quedaba ya cerveza en el recipiente.

—Pues bien, de eso nada. Simplemente, uno de los sacerdotes, ¡nunca más de uno!, suelta el peso muerto de esa maldita imagen y los otros se desploman a causa del mismo. Naturalmente, tiene que ser uno de los que están situados en la parte de atrás, así los desgraciados y piojosos campesinos no pueden ver de forma directa cómo les quitamos las tierras...

No podía ser verdad lo que estaba oyendo. Aquel hombre tenía que estar mintiendo, debía de estar inventando todo lo que salía por sus labios.

—¿Sabes? Yo también pertenecía a una familia de campesinos. Claro que de eso hace mucho tiempo. Me eduqué como tú en un templo parecido a éste. Un año, el
Hep-Ur,
uno de nuestros padres, se negó a darnos una buena cosecha y la gente, gente como la que has visto estos días, comenzó a pasar hambre.

Tjenur guardó silencio y se dejó deslizar lentamente por la pared hasta quedar sentado en el suelo. Su voz seguía siendo pastosa, pero en ella no quedaba el menor vestigio de burla. Por el contrario, daba la sensación de que un espeso manto de tristeza había descendido sobre ella.

—En el templo teníamos un estanque para cocodrilos. Los cuidábamos y alimentábamos primorosamente sin importarnos sus ruidos desagradables ni su pestilente olor. Algunos de ellos hasta llevaban pendientes de
nub,
el metal amarillo, o brazaletes de
hedj,
el metal blanco. ¿Te imaginas a una de esas bestias malolientes con una pulsera como si fuera una mujer hermosa? No, jovencito, no te lo puedes imaginar...

La mirada de Tjenur estaba comenzando a tornarse vidriosa. Concebí la esperanza de que pronto, muy pronto, caería inconsciente y podría escaparme.

—Los campesinos suplicaron que les concediéramos una remisión o, al menos, un retraso en el pago de los impuestos. Podríamos haberlo hecho porque nuestros almacenes estaban repletos y nuestras vasijas rebosaban de trigo y aceite. Pero nos negamos. El sacerdote jefe se dio cuenta de que, si no exprimíamos a aquellos campesinos hasta la última gota de sangre, tendríamos que dejar de alimentar a nuestros cocodrilos y quizá algunos podrían enfermar y quién sabe si hasta morir.

Tjenur hizo una pausa y bajó la cabeza. Por un instante pensé que se había dormido, pero la levantó en cuanto creyó percibir un movimiento por mi parte.

—No tengas prisa en irte. Cuando termine de contarte todo, la obsesión por marcharte se convertirá en tu pesadilla. ¿Por dónde iba...? Ah, sí, ya sé. Sometimos a aquella pobre gente al juicio del dios y, como era de esperar, la imagen nos dio la razón a nosotros. Quizá aquello no me habría inquietado mucho de no ser porque mis padres y mi hermana formaban parte de aquellos campesinos harapientos. Mi hermana... Se llamaba Nefer y era esbelta y grácil: como esas palmeras que ves erguirse al lado del
Hep-Ur.
Su risa sonaba como un sistro limpio y alegre. Sus pasos eran como los de una danzarina de las que iban en la
Per-a'a.
Infeliz... Un día mi madre consiguió comunicarse conmigo y me anunció que a menos que obtuviera algún tipo de alivio, mi padre tendría que vender a mi hermana para pagar sus deudas. Corrí a postrarme ante el sacerdote jefe para implorarle clemencia. No intercedí por todos los campesinos, no. Sabía de sobra que eso no me hubiera conducido a nada. Me limité a pedirle por mi familia, por la familia de uno de aquellos que iban a ser sacerdotes. Pero no me escuchó.

—¿Qué pasó entonces? —le pregunté, interesado por el desenlace de la historia.

—Vaya, ¿así que empiezas a preocuparte por algo que no sea sólo la Madre y este asqueroso templo? —dijo con un deje de amargura en la voz—. Pues no pasó nada. El sacerdote insistió en que no resultaba lícito realizar excepciones y, sobre todo, en que no podíamos ir en contra de lo ordenado por el dios. Al fin y a la postre, mi hermana fue vendida y nunca he vuelto a saber de ella.

—¿Qué sucedió con tus padres?

—Sobrevivieron a la experiencia, pero por poco tiempo. La querían mucho, como yo, y sabían que lo más seguro es que hubiera dado con su cuerpo joven en un burdel para marinos y descargadores.

—Tjenur, los hombres no podemos juzgar los designios...

—… de la divinidad —me interrumpió inmediatamente—. Ya conozco esa cantinela. Pero es que tú no te has dado cuenta de que esa divinidad es sólo un pretexto. ¿Sabes? Apenas habían pasado unos años cuando volvió a darse una situación similar. Entonces se me llamó para servir de porteador de la imagen del dios. Me imagino que debí de sentir lo mismo que tú cuando te lo comunicaron hace unos días. Pero a mí la impresión me duró poco, porque me dijeron desde el principio que debía doblar mis rodillas cuando se preguntara al dios, a fin de que el altar en que los transportábamos se hiciera
pesado y
los campesinos no tuvieran más remedio que pagar... Por supuesto, obedecí sin rechistar, ¿acaso tenía alguna alternativa?

—Entonces... si lo que dices es verdad, ¿significa que todos los sacerdotes saben que se trata de un engaño?

—No —dijo Tjenur con tristeza—. No todos. Por supuesto, gente como Ptahmose o Hekanefer conocen la artimaña y la ponen en funcionamiento cada vez que es necesario. De los sacerdotes menores como yo, sólo conocen el truco uno o dos, precisamente aquellos que tienen que practicarlo. ¿Sabes? Disfruté enormemente viendo como a Hekanefer casi le estallaba la vena de la cabeza cuando la imagen no se hizo
pesada.
En cuanto a Ptahmose, seguramente no se inquietó. Es frío como un reptil y astuto como un chacal. Supondría que sólo estaba intentando forzar la mano para divertirme un rato.

Sentí que la sangre se subía a mi rostro pero, esta vez, la sensación que experimentaba no era de cólera, sino de vergüenza. Era una extraña mezcla en la que me veía como un objeto de la burla y la manipulación, una burla y una manipulación cuya única finalidad había sido la de robar a unos infelices. En rápida sucesión pasaron ante mis ojos los rostros de los campesinos desesperados el día de la procesión, la mujer desplomada que lloraba en sordina. Hekanefer, Ptahmose... ¡Ptahmose!... Aquello no podía ser verdad. Tenía que tratarse del delirio de un borracho.

—¡Pero Ptahmose convirtió su bastón en una serpiente! ¿Quién habría podido hacer eso, de no estar la diosa con él?

Tjenur me miró fijamente. Por unos instantes me pareció percibir en sus ojos un tinte de compasión, como si el rencor acumulado durante años diera paso a un pozo de ternura cegado por los golpes de la vida. Sin apartar la vista de mí, echó mano de la bolsa que había dejado caer al suelo y metió la mano en su interior. Vi que sacaba una vara y, de repente, ¡la madera se transformó en una serpiente! Se estaba moviendo, se acercaba... pero, no, no era un reptil. Era...

—¿Lo ves? Se trata de un sencillo truco. Lo que parece madera no es madera, lo que pretende ser una serpiente sólo es su piel abandonada. No todos los sacerdotes saben que es mentira. Si el secreto se revelara a todos, alguien podría quebrantar el silencio, y si los campesinos lo descubrieran... Nosotros, pobre e infeliz Nebi, podemos convertir los bastones en serpientes, transformar el agua en sangre, atraer a las ranas sobre las cosechas ajenas para arruinar a sus dueños y apoderarnos de sus campos. Pero siempre se trata de un truco, de un engaño, de una artimaña. Sé que ahora no valgo nada, que resulto una ruina, pero no siempre fui así. Han sido ellos los que me han llevado a esta situación. Nebi, huye de aquí, márchate lejos. Eres un joven instruido, podrías encontrar acomodo en muchos sitios porque sabes leer y escribir, porque puedes expresarte en lenguas habladas por los
aamu
y desconocidas para la mayoría. No hagas de tu vida lo que yo he hecho...

Momentos antes aún me embargaba la emoción de los días anteriores, pero en ese instante me sentí muy solo. Como si me hubieran abandonado en un páramo desolado, atado y sin provisiones.

—¡Ya basta, Tjenur!

Levanté la vista para saber de dónde procedía la voz. Se trataba de Nufer. ¿Cuánto tiempo llevaba allí escuchando todo? ¿Qué pensaría de ello? ¿Qué iba a suceder conmigo, que ahora me veía inmerso en un remolino de confusión y dolor?

—Has bebido demasiado, Tjenur. Deberían expulsarte del templo...

—Tú sabes que no lo harán, viejo Nufer —la voz de Tjenur sonaba cansina—, no en estos momentos en que los campesinos se ven aplastados por las deudas.

—He dicho que ya está bien. Levántate y vuelve a tu aposento.

Tjenur no opuso resistencia. Con dificultad se puso en pie apoyándose en la pared. Después me miró y dijo:

—Duerme bien, joven Nebi... si es que puedes.

Y tras esbozar una sonrisa amarga, salió de la habitación.

Nufer dejó transcurrir unos instantes —quizá a la espera de que Tjenur se hubiera alejado— antes de dirigirme la palabra.

—No sé el tiempo que ese deslenguado llevaba en tu habitación. De todas formas, con lo que he oído me resulta más que suficiente. Lo sucedido puede cambiar mucho las cosas.

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