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Authors: César Vidal

El Escriba del Faraón (9 page)

BOOK: El Escriba del Faraón
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En estos casos entregar directamente un regalo a alguien es de pésimo gusto. Podría darse la sensación —¡algo que nunca se ha de producir!— de estar tentando al cohecho al obsequiado, de manera que la pieza ha de llegar a su destino a través de un tercero. Paser se ofreció a realizar ese papel y apenas unas horas después me encontraba delante de Sobejotep como flamante aspirante al puesto de traductor e intérprete. El superior de Paser me recibió con cortesía e incluso podría decir que con un leve barniz de amabilidad.

—Tu nombre es Nebi, ¿verdad?

Contesté afirmativamente, pero sin extenderme demasiado. Las reglas más elementales de urbanidad marcaban que él tenía que preguntar y comentar, y yo ser lo más breve y rápido posible en mis respuestas.

—Paser me ha informado de que durante años has estudiado con su tío Nufer en uno de los templos de Isis...

Asentí con la cabeza.

—Esos sacerdotes son muy competentes formando a la gente. Sí, vaya si lo son. De sus
per-anj
salen médicos, funcionarios... lo mejor de lo mejor la mayoría de las veces. Bueno, vayamos al grano. ¿Qué lenguas conoces?

—He estudiado algunas de las que hablan los
aamu,
incluyendo el hebreo y...

Sobejotep me interrumpió inmediatamente.

—¿Conoces el hebreo?

—Me puedo defender —contesté procurando no dar una imagen demasiado buena de mí mismo.

—Ya es más de lo que puede decir la mayoría de los funcionarios que se ocupan de administrarlos. Esa gente nos resulta un auténtico problema. Lo ideal sería expulsarlos, pero no podemos, y por otro lado, resulta impensable que ese pueblo bárbaro llegue alguna vez a percibir los beneficios que reporta la tierra de
Jemet.
Sólo con olerlos uno se percata de que eso es una imposibilidad absoluta. En fin, no quiero hacer pesado mi corazón hablando de ellos. ¿Podrías traducir esto?

Y mientras lo preguntaba alargó la mano hacia un texto escrito en arcilla que había sobre su mesa y me lo tendió. Nada más echarle un vistazo pude identificar lo que era. En realidad, no era nada difícil porque repetía un modelo de expresión epistolar que había visto con frecuencia. Se trataba de una carta de un vasallo de Menjeperra Tutmosis acompañando el pago del tributo anual. Con seguridad, pero a la vez sin apresurarme, fui traduciendo el contenido de la misiva y cuando levanté mis ojos de la misma, comprendí que había hallado gracia a los ojos de Sobejotep.

—Sí, está muy bien, realmente muy bien. Te quedarás aquí como intérprete. ¿Te gustaría comenzar ya?

Asentí con la cabeza.

—En ese caso Paser te acompañará a tu lugar de trabajo.

Con aquella frase dio por terminada nuestra entrevista y con una ligera inclinación de cabeza nos retiramos de su presencia.

Pasé los días siguientes enfrascado en la traducción de las cartas que llegaban continuamente de los más lejanos lugares dominados por la
Per-a'a.
En general, se trataba de documentos muy fáciles, escritos siguiendo fórmulas estereotipadas y con un vocabulario escaso y sencillo. Cuando llevaba unos meses en esa situación, Sobejotep decidió que podía dedicarme también a contestarlas, lo que incrementaría incluso mi salario. Aquella subida de emolumentos me permitió encontrar un alojamiento mejor. Alquilé dos habitaciones —una de ellas daba a una terraza— en la planta superior de una casa cercana a los muelles. Ciertamente no se trataba de un barrio tranquilo, pero para mí, que había vivido en silencio durante tanto tiempo, resultaba una puerta abierta a sensaciones desconocidas hasta entonces. Por otro lado, como ahora no estaba atado al servicio de la diosa, descubrí que tenía enormes espacios de tiempo durante el día que antes ocupaba en lavar, incensar y vestir la imagen o simplemente en cantarle salmodias. No era ingrato con la Madre, ya que, de hecho, pensaba que a su intercesión le debía mi nuevo destino, pero ya no estaba obligado a dedicarme a ella durante tanto tiempo.

Pronto descubrí cómo ocupar mis horas de ocio en algo interesante. Paser me propuso varias veces ir a beber con él, pero la cerveza me supo amarga la primera vez y decidí no volver a probarla. Casi a diario veía los efectos de su consumo en mis vecinos y decidí que no quería convertirme en un babuino con taparrabos por consumirla todos los días. En cuanto a las mujeres, provocaban en mí una sensación extraña. Aunque algunas me atraían por su delicadeza de formas, era mayor la turbación que experimentaba al verlas. Sentía que me invadía una timidez paralizadora y que mi rostro ardía si me hablaban, y cuando sorprendía sus risitas relacionadas conmigo, deseaba que la tierra me tragase. Pero aun sin mujeres ni cerveza supe cómo hallar placer en mi existencia.

La biblioteca de la
Per-a'a
contaba con buen número de libros de la tierra de
Jemet y
también de los
aatnu,
que servían como obras de consulta a los intérpretes empeñados en descifrar textos más abstrusos que aquellos con los que yo tenía que entendérmelas todos los días. Sobejotep no puso ningún inconveniente en que, de vez en cuando, sacara alguno de aquellos escritos y me lo llevase a casa para estudiar. A decir verdad, hasta me animó a ello porque, en su opinión, los funcionarios diligentes eran tan escasos que a uno que se tomaba en serio su trabajo no se podía correr el riesgo de desanimarle. Así que por las tardes me sentaba en la terraza y leía algunas de las obras de la biblioteca, ya fueran escritas en la tierra de
Jemet
o entre los
aamu.
A veces, Ra descendía en
Meseket y
yo ni siquiera me percataba absorto como estaba en la lectura. En otras ocasiones, hasta me olvidaba de cocinar algo para cenar y tenía que acudir a alguna taberna para llenarme la andorga de pan y pescado.

Aquella dieta irregular iba a tener una enorme trascendencia. Sobejotep debió de advertir por alguna razón cuál era mi régimen de comidas y pronto comenzó a susurrarme insinuaciones sobre la necesidad de casarme. Sus consejos cayeron en saco roto. No creía tener la madurez suficiente para gobernar una casa, atender a una esposa y educar a unos hijos, y jamás he emprendido tarea alguna que no supiera, siquiera mínimamente, cómo realizar. Quizá toda mi vida hubiera podido discurrir tranquila y plácida en aquella dependencia modesta destinada a traducir documentos extranjeros para la
Per-a'a.
Hubiera sido, sin duda, una existencia sin grandes emociones, pero también sin excesivas preocupaciones o exagerados dolores. Pero, cuando parecía que todo se había encauzado por ese camino, tuvo lugar un acontecimiento que trastornó a toda la tierra de
Jemet y
con ella a mí.

2

A
ún guardo en mi memoria la manera en que la noticia llegó hasta mis oídos. Aquella mañana me encontraba en la dependencia que compartía con otros funcionarios ocupados en redactar la respuesta a una misiva de un reyezuelo de los
aamu.
Mi recuerdo resulta un tanto borroso en relación con su contenido, pero me parece que se trataba de una epístola de rutina como las que solían acompañar cada pago de impuestos. Se quejaba de las malas cosechas, pero pagaba hasta el menor grano y la última gota a la vez que realizaba votos por la salud de Menjeperra Tutmosis y porque su poder siguiera extendiéndose aún más. Más o menos lo de siempre.

Fue en esos momentos cuando Sobejotep entró en la estancia. Sus ojos estaban arrasados en lágrimas y cuando comenzó a hablar noté que su voz temblaba como las hojas azotadas por el viento. De hecho, intentó infructuosamente pronunciar unas palabras en un par de ocasiones y otras tantas tuvo que detenerse para evitar que el llanto sofocara totalmente el mensaje que deseaba comunicarnos. Finalmente respiró hondo, pareció serenarse y abrió los labios.

—Hijos míos, tengo que comunicaros una triste nueva... una terrible noticia... Menjeperra Tutmosis, señor de la tierra de
Jemet
toda, de
Shemeu
y
Tamejeu,
el que aplastó a los
aamu
en infinidad de campañas y extendió su dominio más allá de
Wawat...
ha ido al
ka...

Al llegar a ese punto de su discurso, Sobejotep no pudo contenerse y las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas. Oí a mis espaldas como alguno de mis compañeros rompía a llorar con menos dignidad, llegando incluso a dejar escapar una especie de aullido de dolor.

—… el dios viviente ha ido a reunirse con los otros dioses —intentó seguir trabajosamente Sobejotep—. Toda la tierra de
Jemet,
que gobernó con justicia y equidad, llora su ausencia y se viste de luto por su pérdida.

Aquellas palabras parecieron ser una señal para que todos comenzáramos a sollozar. Nunca había llegado a conocer a Menjeperra Tutmosis. De hecho, puedo decir que supe más de él tras irse al
ka
que mientras aún vivía entre los hombres. Sin embargo, no por eso ignoraba sus logros como señor de
Jemet.
Hasta los niños sabían cómo había dirigido diecisiete campañas victoriosas contra los
aamu,
cómo había obligado a los hebreos a construir edificios para evitar que conspiraran aliándose con sus enemigos y cómo había cubierto el imperio con monumentos que denotaban belleza y poder. Durante más de cuatro décadas nuestro pueblo, como si se tratara de un solo hombre, lo había apoyado incondicionalmente con su sangre y su sudor para que él pudiera avanzar hacia la consecución de sus propósitos. Cuando aquel día regresé a mi morada encontré que las estrechas calles de la ciudad se encontraban colapsadas. Los comercios habían cerrado, las tabernas no permitían entrar a nadie, los músicos ambulantes habían desaparecido como tragados por la tierra y todo era dolor y lamento, clamor y llanto. Las mujeres aullaban al saber que aquél ya no estaba en este mundo y los hombres se golpeaban el pecho en señal de dolor. Ancianas y adolescentes, hombres maduros y jovencitas, niños y madres elevaban el mismo gemido de pesar a los dioses porque el dios en la tierra se había ido al
ka.
Nadie parecía tener una queja, un reproche, una lamentación contra Menjeperra Tutmosis. Seguramente los maridos o los hijos de muchas de aquellas mujeres habían perecido o quedado lisiados combatiendo en lejanas tierras por él. Seguramente también las hijas de muchos de aquellos hombres habían sido tomadas para la
Per-a'a
como sirvientas o concubinas de ínfima calidad. Sin embargo, en aquellos momentos nadie parecía pensar en ello. Sólo sentían que toda la tierra de
Jemet
había quedado sin padre y sin esposo, y yo mismo no pude sustraerme al sentimiento de dolor que, como un pesado paño, había descendido sobre la ciudad.

Al llegar a casa me encerré en una habitación y, postrado, elevé plegarias a la Madre y Señora, a Horus y a otros dioses. Les di gracias por el gobierno de Menjeperra Tutmosis, al que yo, desgraciadamente, no había llegado a conocer, pero de cuya sabiduría y rectitud me había beneficiado. A continuación les supliqué con lágrimas en los ojos para que la
Per-a'a
fuera regida de ahora en adelante por alguien tan capaz, tan valiente y tan justo como Menjeperra Tutmosis. En mis preces estaba presente un sentimiento de pérdida, una sensación de orfandad y una quietud por aquello que nos depararía el futuro.

Aquel estado de postración duró en
Jemet
días y días, y fue un sentimiento sincero. Creo en mi corazón que la tierra hubiera caído en el caos, de no ser porque los funcionarios nos mantuvimos en nuestros puestos, los militares no descansaron en los fortines y, sobre todo, porque, de manera inmediata, la corona roja de
Tamejeu
y la blanca de
Shemeu
descansaron sobre Ajeprura Amenhotep, el hijo de Menjeperra Tutmosis. Cuando sus sienes se vieron ceñidas por aquellas, se anunció que el orden había sido reconstituido y todos descansaron en la certeza de que el
Hep-Ur
seguiría fluyendo, de que los campos darían su fruto y de que los animales continuarían pariendo con normalidad.

Pero para mí eran demasiadas las impresiones sucedidas en tan poco tiempo. La sensación de desaliento que había sentido tras la conversación nocturna con Tjenur volvía de vez en cuando, y ahora se había acrecentado ante la cercanía de la desaparición de Menjeperra Tutmosis. Necesitaba que algo me sacara de esa melancolía de la que ni siquiera el movimiento del barrio o la lectura parecían poder arrancarme. Entonces mi superior Sobejotep acudió en mi socorro.

3

Y
a he referido con anterioridad como Sobejotep manifestaba un especial interés por mi futuro familiar. A la más mínima ocasión, me refería los deleites de su vida conyugal e insistía en que ningún hombre estaba completo sin conocerla. La insistencia de mi superior acabó por hacerse tan continua que, en algún momento, llegué a sentirme como una plaza asediada. A mis frases —corteses pero tajantes—, que afirmaban que no veía ninguna necesidad de casarme, Sobejotep respondía adaptando un aire displicente. Naturalmente —solía decirme él—, yo no podía entender mi situación. A fin de cuentas, apenas había vivido con mis padres y, para remate, me había criado y crecido en un ambiente donde la presencia femenina más representativa era una diosa. En su opinión, aquello no era bueno porque no me permitía calibrar correctamente las circunstancias a la hora de escoger a una mujer y, sin duda, las buenas hembras eran maravillosas, pero las malas harían palidecer aterrorizada a la serpiente
Apep.

Cierto día estaba a punto de abandonar la dependencia en que trabajaba para dirigirme a casa cuando Sobejotep se acercó a donde me encontraba y comenzó a descargar sobre mí una variante de su discurso habitual.

—Muy bien, Nebi, he examinado tu trabajo de ayer y está realmente muy bien. Sinceramente, no me cabe la menor duda de que puedes contar con un halagüeño porvenir. La prosperidad te espera...

Hizo una pausa y yo me preparé para lo peor porque conocía de sobra sus preámbulos.

—Nebi, tú conoces a la perfección lo que escribió el sabio:
Cuando prosperes, funda un hogar, ama a tu esposa con ardor.
¿Cómo sigue? —preguntó retóricamente.

—Aliméntala bien, viste su espalda. Que el aceite unja suavemente su cuerpo. Alegra su corazón mientras vivas —
dije yo con un tono de voz que daba a entender que la perspectiva no me resultaba nada atrayente.

Sobejotep me miró con aire de fastidio. Evidentemente, no eran ésos los versos hacia los que deseaba llamar mi atención.

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