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Authors: César Vidal

El Escriba del Faraón (19 page)

BOOK: El Escriba del Faraón
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6

E
ncontré a Itunema, el
heritep-a'a,
en un estado peor de aquel en que lo había dejado doce días antes. Tras despedir con un gesto de la mano a Ipu y a Hekareshu, me pidió que tomara asiento y comenzó a pasear arriba y abajo de la habitación, presa de la excitación más absoluta. Comencé a inquietarme cuando vi que pasaba el tiempo sin que detuviera su andar frenético entre aquellas cuatro paredes y sin que abriera la boca. Aquella escena me resultaba intolerablemente violenta. Si ése era el temple del
heritep-a'a,
podíamos esperar cualquier desastre en los próximos días y entonces no tendríamos que culpar a los hebreos, sino más bien a nuestra propia incompetencia. Carraspeé un poco, y aquel gesto —que reconozco fue descortés— provocó un efecto automático en mi superior. De hecho, éste pareció despertar de un sueño.

—Oh, disculpa, Nebi. No lo creerás, pero había olvidado que estabas aquí...

Sí, lo creía. Estaba en posición de aceptar cualquier cosa que pudiera proceder de un corazón que intuía enfermo e incapaz de gobernar aquella zona del país.

—La verdad es que no sé por dónde empezar... Todo ha sido tan increíble, tan inesperado...

Volvió a hacer una pausa y temí que se sumiera de nuevo en el estado de semisonambulismo que había contemplado tan sólo unos momentos antes. Pero no fue así. Respiró hondo, parpadeó tres o cuatro veces como si pretendiera disipar el peso de una borrachera nocturna, volvió a inspirar y reanudó el hilo de lo que había intentado comenzar a contarme.

—Todo empezó el día que te marchaste. Aquella mañana tenía que despachar con el señor de la tierra de
Jemet
y me citó a la orilla del
Hep-Ur
para después del desayuno. Llegué un poco antes porque a nuestro señor le desagradaba profundamente la impuntualidad y, como resultado de ello, tuve que asistir a una exhibición de su fortaleza. Ciertamente es un hombre vigoroso y capaz. Con el mismo esfuerzo que yo empleo en beber un sorbo de cerveza, dio un par de carreras impresionantes, combatió con un esclavo de
Wawat
a brazo partido y luego se arrojó al agua para nadar arriba y abajo durante un buen rato.

La sonrisa que se dibujó en el rostro de Itunema me indicó que estaba algo más tranquilo pero, a la vez, temí que se perdiera en divagaciones sobre la fuerza física del señor de la tierra de
Jemet
y que no llegara a contarme nada. Violando las más elementales reglas de educación y de respeto al superior, volví a carraspear. El efecto resultó nuevamente positivo.

—No deseo desviarme de lo que te contaba, Nebi —dijo casi disculpándose por su digresión— El caso es que nuestro señor acababa de salir del agua y decidió que nuestra entrevista tuviera lugar mientras paseábamos a orillas del río. La idea no me complació mucho porque nuestro señor camina muy deprisa. De hecho, su fuerza... Ejem, el caso es que comenzamos a andar y de pronto, como salido de la tierra, aparecieron los dos hebreos de la vara y la serpiente, que, por si no lo has averiguado todavía, se llaman Aarón y Moisés. Esta vez habían decidido, por lo visto, cambiar de papeles. Moisés, el tartamudo, se plantó enfrente de nuestro señor y le gritó, con voz nada trémula, que su dios le había conminado para que dejara ir a todos los hebreos al desierto pero que, hasta la fecha, se había negado a escuchar. Aún no nos habíamos repuesto de la sorpresa que nos produjo a todos los presentes semejante desvergüenza cuando alzó una vara que llevaba en la mano... juraría que la misma que transformó en serpiente y... bueno, no lo vas a creer, pero le dijo que por desobedecer a su dios iba a convertir el agua del
Hep-Ur
en sangre.

No pude evitar dar un respingo al escuchar aquello. ¿Quién era aquel Moisés? Hasta donde yo sabía, sólo algunos de nuestros sacerdotes sabían cómo realizar ese prodigio, pero, por supuesto, ninguno de ellos hubiera revelado su secreto a un hebreo.

—Y lo peor no fue eso... ¡Qué va! Lo malo fue, como había dicho, que golpeó con la vara las aguas del
Hep-Ur...
y entonces, créeme, asistimos a algo digno de verse. Con la velocidad del fuego que desciende del cielo, el río fue adquiriendo un color rojo como la sangre de un animal recién degollado. No te digo más que uno de los escribas que nos acompañaba tuvo un vahído y se cayó desplomado.

—Mi señor, supongo que Ra, el sumo sacerdote de Amón, y otros podrían repetir el prodigio que llevó a cabo el tal Moisés —intervine molesto ante aquella muestra de la credulidad de mi superior.

—Sí, claro. Cuando se repusieron un poco, comenzaron a recitar salmodias y lo hicieron. También ellos transformaron en sangre algunos recipientes de agua, pero eso no nos ayudó mucho. Si por lo menos hubieran logrado convertir la sangre de la que rebosaba el
Hep-Ur
de nuevo en agua... Pero ¡qué va! Y mientras nos llegaban informes de que en la tierra de los hebreos el agua era pura y cristalina, durante siete días con sus noches nosotros estuvimos a punto de morir de sed. La gente sentía un asco tremendo sólo ante la idea de acercarse al río y nuestras reservas de agua, que además teníamos que compartir con las bestias, casi se agotaron. Creo que si todo aquello llega a durar un par de días más, nadie lo hubiera contado.

—¿Qué decidió nuestro señor? —pregunté.

—Como puedes imaginarte, no permitió que los hebreos salieran, eso por descontado, pero no vayas a creer que su firmeza ayudó a arreglar las cosas...

Itunema guardó silencio, miró a izquierda y derecha, y, bajando mucho la voz, acercó su rostro al mío.

—Puede que lo que te voy a decir me cueste la cabeza, pero creo que esa inflexibilidad de nuestro señor sólo contribuyó a complicar las cosas... El agua dejó de ser sangre, pero entonces Moisés volvió a presentarse ante nuestro señor y le anunció que si no dejaba salir a los hebreos para que sirvieran a su dios, castigaría con ranas la tierra de
Jemet.
Aún me dan escalofríos cuando recuerdo lo que sucedió. Casi no podías dar un paso sin pisar uno de esos bichejos... bueno, supongo que las preñadas estarían encantadas ante tantas manifestaciones de la diosa Heket...

Sentí una punzada en el pecho. Sin advertirlo, hacía ya mucho tiempo que Merit no subía a mi corazón. Pero al escuchar a Itunema mencionando a Heket, la diosa en forma de rana, recordé el día en que compré a mi esposa un amuleto de la misma para que tuviera la certeza de concebir pronto. No, había luchado mucho, había tenido que viajar demasiado como para dejar que aquel recuerdo me atormentara ahora. Lo deseché con rabia y procuré volver a concentrarme en lo que seguía relatando mi superior.

—Naturalmente, Ra y los demás sacerdotes también se las arreglaron para traer ranas... Ja, ¡como si no tuviéramos ya bastantes! Pero lo que es quitarlas de en medio...

—Itunema volvió a mirar a izquierda y derecha antes de continuar su narración—. Al final, Ajeprura Amenhotep ordenó comparecer a Moisés y le dijo que estaba dispuesto a dejar marchar a los hebreos si las ranas desaparecían al día siguiente...

Me puse en pie de un salto. ¿Era posible que el señor de la tierra de
Jemet
hubiera claudicado de esa manera? ¿Tan desesperante había llegado a ser la situación? ¿También él, que nunca había dudado a la hora de derramar sangre, era presa del mismo temor que zarandeaba a mi superior?

—Moisés aceptó la súplica de nuestro señor, le espetó que no había nadie como su dios, comenzó a orar a esa divinidad extraña, y las ranas empezaron a morir por decenas y decenas... No te digo más que tuvimos que hacer montones y quemarlas para que dejaran de apestar la tierra. Y ahora viene lo peor —dijo Itunema mientras se pasaba la mano por la frente para quitarse el sudor que se la perlaba copiosamente—. Ajeprura Amenhotep se sintió de nuevo tan seguro al ver cómo ardían las pilas de ranas que ha decidido no cumplir su promesa. Posiblemente, piensa que ha burlado a ese Moisés y defiende su cambio de opinión con el argumento de que, a fin de cuentas, el hebreo no ha llevado a cabo nada que no hayan podido realizar igualmente nuestros sacerdotes. Sin embargo, Nebi, mi corazón no está en paz y siente que sólo hemos contemplado el principio de los horrores y... francamente, no creo que la tierra de
jemet
pueda soportar muchas nuevas manifestaciones parecidas del dios de los hebreos.

Tuve que contenerme para no gritar. De hecho, la irritación rebosaba mi corazón y estaba a punto de salir del mismo al igual que la leche expuesta al fuego durante mucho tiempo abandona ardiente el cacharro en que fue calentada. Si aquel Moisés conseguía colocar a un
heritep-a'a,
culto e inteligente, poco a poco en contra de las directrices del señor de la tierra de
Jemet,
si podía insuflar en él tamaño temor, ¿qué no conseguiría con el pueblo llano y sin instrucción? Recordaba la confesión que, años atrás, me había narrado, totalmente embriagado, el sacerdote Tjenur. Él conocía a sacerdotes que transformaban las varas en serpientes, que convertían el agua en sangre, que podían llenar de ranas los campos, pero todo se reducía a trucos, a fraudes, a engañar encaminados a mantener dominado al pueblo bajo el control de los templos. Había logrado pasar por alto aquello porque confiaba en que los dioses los juzgarían algún día por sus malas acciones. Sin embargo, ahora daba la impresión de que también los funcionarios al servicio de la
Per-a'a,
los altos sacerdotes, el mismo señor de la tierra de
Jemet
estábamos atrapados en esa miserable farsa. ¡Y por un hebreo de pasado ignoto!

Sinceramente, no podía creer que lo que Moisés deseaba era el bien de su pueblo —un pueblo que, pese a su pobreza, no viviría en ningún otro país como en la tierra de
Jemet—;
no, no se trataba de un adversario leal, enfrentado a nosotros como los reyes capturados en Tijsi. Seguramente, lo que aquel embustero ansiaba era convertirse en un personaje cargado de poder como lo estaban nuestros sacerdotes y para ello estaba dispuesto a sacudir los cimientos de la
Per-a'a.
Precisamente por eso, si bien la conducta de hombres como Ra o Ptahmose me repugnaba, ver una similar en el caso de Moisés me inspiraba un odio ciego e incontrolable. Estoy seguro de que si en esos momentos el hebreo hubiera estado ante mí, habría intentado matarlo. Aquella misma noche decidí que lo procuraría a la primera oportunidad.

7

L
a idea de derramar sangre siempre había resultado odiosa a mis ojos. De hecho, aún no había podido asimilar la feroz brutalidad de que había sido testigo en Ykati, ni tampoco había encontrado ningún sentido al sacrificio cruel de los reyes capturados en Tijsi. Ciertamente, había usado la espada en una ocasión, pero lo había hecho sin odio, sólo para salvar mi vida y, desde luego, no había experimentado ninguna satisfacción en esa acción. Tanto era así que el solo hablar de ello me resultaba violento. Pero la idea de abatir a Moisés me parecía muy distinta porque a ella no me impulsaban la ambición, el ansia de sangre o el afán de botín, sino la seguridad de que su muerte era ineludiblemente necesaria. Si no acababa con él, sería la tierra de
Jemet
la que lloraría al tener que enviar a sus hijos a reprimir a los hebreos, que podrían llegar a alzarse, más tarde o más temprano, contra la autoridad de la
Per-a'a.
Pensaba, por lo tanto, que sólo el deseo de evitar la destrucción, el hambre, el pillaje, las violaciones, en suma, el caos, impulsaba mis pasos.

Posiblemente por ello, el plan para matar a Moisés tomó forma en mi corazón con una facilidad desacostumbrada. Desde el primer momento, supe que su muerte tenía que ser pública y a la vista del mayor número posible de personas. No debía quedar duda alguna de que aquel farsante había encontrado su merecido y de que el que le había asestado el golpe mortal había sido un hombre corriente como era yo. Al mismo tiempo, llegué a la convicción de que, cuando cayera abatido por mi espada, dos cosas tenían que resultar evidentes para todos. La primera, que todo lo que él había logrado podía ser repetido por nuestros sacerdotes; la segunda, que su muerte dejaba de manifiesto que ningún tipo de
heka
contaba con la más mínima posibilidad de oponerse con éxito a nuestras armas. Para lograr ambos objetivos sólo tenía que esperar a su próxima exhibición de fuerza. Debía estar presente entonces y permitir que la realizara a placer. Una vez que la hubiera llevado a cabo, bastaría con que Ra o cualquier otro similar repitieran su acción, mostrando que no había nada de superior en él. Entonces, de la manera más rápida e inadvertida posible, me acercaría a él y antes de que pudiera protegerse con la vara le heriría en el cuello. Había pensado cuidadosamente en el asunto y sabía que si cortaba uno de los conductos de sangre procedente del corazón que pasaba por allí le provocaría una muerte casi instantánea. Después bastaría con que gritara aclamaciones a Ajeprura Amenhotep para que todos salieran de su sorpresa, respondieran a las mismas y, lo que era más importante, las aguas regresaran a su cauce. Ahora sólo tenía que aguardar a que llegara el momento adecuado.

La oportunidad que esperaba no se presentó. Los días pasaban y veía cómo no encontraba ocasión de llevar a cabo mis propósitos. Entonces decidí que no podía permitir que no se consumaran. Sin perder un instante me dirigí a mi superior y le insté a que recomendara a nuestro común señor una audiencia a la que, junto con Moisés, asistiera Ra y los otros sacerdotes de palacio. Itunema no pareció, inicialmente, muy entusiasmado con la idea. De hecho, temía un nuevo revés. Sin embargo, acabó cediendo ante mi insistencia y marchó a palacio a entrevistarse con Ajeprura Amenhotep y exponerle la conveniencia de llevar a cabo lo que le había comentado.

Durante medio día mi corazón se debatió entre la esperanza de que el señor de la tierra de
Jemet
atendiera a las súplicas de Itunema y el desaliento producido por la duda de que así fuera. Por ello, cuando mi superior regresó y me informó que la audiencia tendría lugar, estuve a punto de llorar de alegría. Aquella noche dormí mal. Mi cuerpo se revolvía incesantemente en el lecho a la espera de que Ra se alzara a bordo de
Mandet
e iluminara así mis pasos. Cuando, finalmente, esto comenzó a suceder, me postré en el suelo y elevé plegarias a Ra y a Amón, a Ptah y a Horus, y, por supuesto, a Isis, nuestra Madre y Señora. Después me vestí con mis mejores galas y me ceñí la misma espada que había llevado en Tijsi. Con ella había combatido entonces por el señor de
Jemet
y volvería a hacerlo esa mañana.

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