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Authors: César Vidal

El Escriba del Faraón (17 page)

BOOK: El Escriba del Faraón
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Con ligeras variantes, el problema de los hebreos continuaba siendo el mismo mientras yo me encaminaba a su región, aunque algunas noticias recientes apuntaban a un recrudecimiento. Ajeprura Amenhotep —y eso yo lo sabía de manera directa— había traído un botín no pequeño a la tierra de
Jemet.
Sin embargo, su gusto por lo suntuoso, su tendencia al despilfarro y, en buena medida, la poca claridad de sus presupuestos habían conseguido que el mismo se le fuera de las manos como el agua se escapa por entre las hendiduras de una cesta. En realidad, la
Per-a'a
sólo tenía dos opciones. O bien reducía sus gastos y evitaba una época de encarecimiento y miseria; o bien buscaba una manera de abaratar los costes de sus caprichos. Lo más sensato hubiera sido lo primero, pero Ajeprura Amenhotep optó por lo segundo. Seguiría construyendo, seguiría cubriendo la tierra de
Jemet
con referencias a la gloria que los dioses y su valor le proporcionaban, pero lo haría a costa de gente que no protestaría por recibir un pago miserable, lograría todo a costa de los hebreos.

En pocas semanas aquella decisión del señor de la tierra de
Jemet
dejó sin trabajo con que alimentar a sus familias a millares de personas. Los obreros que, de padres a hijos, habían aprendido a trabajar en un oficio necesario para la
Per-a'a
se vieron sustituidos por los hebreos y llegaron a la conclusión de que éstos eran los culpables de sus desgracias. La pobreza obligada es mala consejera y muy pronto se convirtió casi habitual el incendio de las cabañas en que habitaban los hebreos. Por supuesto, ninguno pensó que el responsable de aquello era Ajeprura Amenhotep y su soberbia. No, los culpables tenían que ser aquellos extranjeros a los que debía expulsarse de la tierra de
Jemet
porque la convertían en inmunda con su mal olor y causaban la miseria de sus habitantes realizando duros trabajos por pagas casi simbólicas.

No es menos cierto que nadie los sacaba de su error. Los hebreos no se hubieran atrevido a disculparse ante gentes que, furtiva y cobardemente, los asaltaban por la noche o quemaban sus viviendas, y aunque lo hubieran deseado, ¿quién hubiera entendido su lenguaje extraño y gutural? ¿Quién hubiera permitido que se le acercaran? Y, sobre todo, ¿quién se detiene a escuchar a un extranjero del que se piensa que le ha arrebatado el medio de que disponía para alimentarse a sí mismo y a su familia?

3

I
tunema, el
heritep-a'a
a cuyo servicio me habían asignado, era un hombre culto y refinado, perteneciente a una rancia estirpe de gobernadores. Como había sucedido con Sobejotep, encontró considerablemente sugestivo que yo hubiera participado en la segunda campaña militar de Ajeprura Amenhotep. Él mismo contaba con algunas competencias militares e incluso algún antepasado suyo había combatido a las órdenes de Ajeperkara Tutmosis hacía ya bastantes décadas. Debió de suponer que mi conocimiento de la lengua, y no digamos ya mi veteranía como soldado supuestamente aguerrido, me convertían en la persona ideal para ejercer el puesto de intérprete asesor para asuntos relacionados con los hebreos. Me aclaró que, pese a lo rimbombante de la designación, mi trabajo no sería muy engorroso. En realidad, debía limitarme a escuchar a los espías con que contábamos entre los hebreos, redactar informes lo más completos y detallados sobre su comportamiento, y entregárselos en persona para facilitar la toma de decisiones sensatas por su parte. En resumen, escuchar, pasear, reflexionar y dictar, ya que tendría asignados dos escribas que pondrían por escrito las dos copias que había que redactar de mis informes. Era consciente de que se hablaba mucho del dichoso problema hebreo, pero lo cierto es que, por regla general, aquello resultaba tranquilo como las aguas del
Hep-Ur,
el trabajo era suave y el tiempo de ocio, abundante. Pensé, al escucharle, que Sobejotep no podía haber elegido mejor destino para mí. Tal impresión, sin embargo, experimentó un cambio al cabo de unas semanas. Para aquel entonces Itunema y yo habíamos trabado cierta amistad y pronto pude saber que estaba muy molesto por una reciente intervención, directamente personal, de Ajeprura Amenhotep en el problema hebreo. En sus palabras se podía adivinar que lo hubiera deseado lejos, morando en la
Per-a'a
y no viajando arriba y abajo de la
sepat
que él gobernaba. Intuí en aquellas quejas las añosas reivindicaciones de casi todos los
heritep-a'a.
Históricamente, siempre había existido una tensión entre el poder del señor de la tierra de
Jemet
y el de ellos, pero resultaba difícil discutir cuál había sido realmente el resultado final cuando los últimos habían conseguido imponer su voluntad. En situaciones así, la tierra de
Jemet
siempre se había visto abocada a una horrible fragmentación. Aquí y allí habían aparecido dinastías de escasa importancia, y los
aamu
o los
tjehenu
habían aprovechado semejante debilidad para arrancar de nuestro poder riquezas, hombres y territorios.

Naturalmente, me guardé muy bien de expresar aquel punto de vista a Itunema. Sabía que para gente como él la experiencia pasada era irrelevante porque, en realidad, descalificaba el camino para llevar a buen puerto sus ambiciones personales. Por otro lado, tenía sumo interés en averiguar cuáles eran sus puntos de discrepancia con la política seguida por Ajeprura Amenhotep. Me dispuse, por lo tanto, a escuchar con atención.

—Ahora, sin ir más lejos, puede abrirse una nueva úlcera en el trato que tenemos con los hebreos —comentó Itunema con irritación mal disimulada—. Apenas hace unos días dos de los hebreos se presentaron ante Ajeprura Amenhotep con una serie de peticiones. Tenías que haberlos visto. Su aspecto era realmente penoso: barbas sin afeitar, cabezas sin rasurar... se me revolvía el estómago sólo con echarles un vistazo. Si hubiera tenido dudas de que se trata de una raza inferior, se hubieran disipado ese día. Y no sabes lo mejor... El que parecía más listo ¡era tartamudo! Sí, como lo oyes, ¡tartamudo! Y claro, como seguramente se atascaba a la hora de hablar, tenía que llevar al otro para que se dirigiera a nosotros. Me recordaron a un dios y a su profeta. ¿Y sabes lo que pedían?

—La verdad es que no se me ocurre, mi señor. ¿Quizá una reducción de trabajo? ¿Más comida?

—¡Qué va, qué va! —dijo Itunema, sofocando una carcajada—. Eso hubiera sido lógico. No, no. Habían decidido volverse piadosos y solicitaban autorización para realizar una peregrinación a varios días de camino y ofrecer unos sacrificios a un dios suyo... Porque ésta es otra de sus características: sólo creen en un dios.

Aquel comentario me dejó sorprendido. ¿Cómo podía nadie creer en un solo dios? La existencia del agua, de los campos, de los animales, de los vientos o del sol ponía de manifiesto que tenía que existir una pluralidad de divinidades, encargada cada una de ellas de cometidos que rara vez se entrecruzaban. Además, estaba el asunto de los dioses de otros pueblos, ¿quién podía creer que la tierra de
Jemet
iba a tener los mismos dioses que los
aamu?.
Tuve la sensación de que, efectivamente, si los hebreos abrigaban semejantes necedades en su corazón, quizá no resultaba del todo extraño que tuviéramos problemas con ellos. Quizá no todo se reducía a cuestiones económicas. Quizá estábamos tratando con una situación más espinosa de lo que parecía a primera vista y yo me había precipitado al eximirlos casi totalmente de responsabilidad.

—¿Qué pasó al final? —pregunté orillando la cuestión del único dios, ya que, en esos momentos, estaba más interesado en averiguar el desenlace de tan peregrina historia.

Itunema reprimió una mueca de disgusto. Sin duda, no estaba especialmente entusiasmado por la forma en que se había desarrollado el asunto.

—Yo hubiera sido partidario de dar de bastonazos al tartaja y a su oráculo. No demasiados, porque no podemos permitirnos el lujo de perder obreros mientras Ajeprura Amenhotep desee seguir construyendo al mismo ritmo que hasta ahora, pero sí los suficientes como para que se les quitaran esas estupideces de la cabeza y, sobre todo, para que se les pasen los deseos de formular peticiones.

Guardó silencio y pareció reflexionar por unos instantes. Colegí que posiblemente se daba cuenta de que había llevado la conversación demasiado lejos. Acababa de darme su opinión acerca del trato que debía dispensarse a los hebreos antes de expresarme las órdenes pronunciadas por su majestad. De manera muy poco sutil estaba bordeando la deslealtad y, por otro lado, no me conocía lo suficiente como para saber de qué modo reaccionaría yo. Pero ya resultaba tarde para volverse atrás y no le quedaba más remedio que concluir el relato.

—Naturalmente, el señor de la tierra de
Jemet
dio con una salida que pone de manifiesto su clemencia y su misericordia...

Contuve la sonrisa. Había acertado al suponer lo que Itunema tenía en su corazón. Sí. Se había dado cuenta de que pisaba un terreno resbaladizo y ahora deseaba salir del mismo sin caer. De haberme conocido, habría sabido que yo no había estado de acuerdo con Ajeprura Amenhotep durante su segunda campaña, pero no contaba con esos datos y no sería yo el que se los proporcionara.

En un primer momento les increpó porque llevaban al pueblo a cesar en sus tareas, unas tareas indispensables para el bienestar de la tierra de
Jemet.
Luego ordenó que no se entregara paja a los hebreos para fabricar ladrillos y que fueran éstos los que se las arreglaran para encontrarla.

¿Clemencia y misericordia? No. Ajeprura Amenhotep había actuado con la frialdad y la dureza de las que le había visto hacer gala tan sólo unos meses antes. Si hubiera azotado a los dos hebreos, habría corrido el riesgo de una algarada. Por supuesto, hubiera podido controlarla, pero a juzgar por lo que había perpetrado su ejército en Ykati, ¡cuántos esclavos no le habría costado la represión! De esta manera, ocupando a la gente en recoger la paja de los ladrillos, se aseguraba de que no tuvieran tiempo para pensar mucho y además propiciaba un remedio astuto para acabar con los hebreos interesados en ofrecer un sacrificio a ese ridículo dios único. Sería su propio pueblo el que, irritado por el aumento de trabajo ocasionado por su visita al señor de la tierra de
Jemet,
los mataría a golpes o a pedradas. Se trataba de la maniobra perfecta: los propios sometidos acaban, por cuenta de su señor, con los que de entre ellos resultan, si no levantiscos, al menos, molestos. Consideré que Itunema estaba equivocado y que muy pronto tendríamos ocasión de comprobarlo.

4

P
ude comprobar en los días sucesivos la manera en que iba surtiendo efecto el plan de Ajeprura Amenhotep. En los tejares, los capataces de los hebreos, hebreos también a los que habían designado nuestros cuadrilleros, estaban comenzando a recibir bastonazos por el lamentable retraso en la buena marcha de las distintas labores. Por supuesto, se habían quejado al señor de la tierra de
Jemet,
alegando que si además tenían que recoger la paja les resultaba imposible realizar las cuotas a tiempo. Sin embargo, la respuesta de aquél había sido directa e irrefutable. Se les añadía nuevas ocupaciones por su propio bien, para que no cayeran en la peligrosa ociosidad y no comenzaran a pensar en la necia idea de ir a ofrecer sacrificios a su dios. No se les retiraría el trabajo añadido de recoger paja y mucho menos se les disminuiría el número diario de ladrillos que habían de entregar.

Según supe más tarde, aquella respuesta provocó reacciones inmediatas. Los capataces —que tenían un interés natural en proteger sus cuerpos de las varas de nuestros cuadrilleros— dejaron claro a los otros hebreos que no se podían cambiar las órdenes de nuestro señor y que si para conseguir que se obedecieran tenían que recurrir al látigo, no vacilarían ni un instante. Los bárbaros, en lugar de culpar a Ajeprura Amenhotep, a los cuadrilleros o incluso a sus capataces que habían preferido salvar la piel antes que continuar buscando alguna solución que paliara la calamitosa situación presente, se volvieron contra los dos hebreos que habían concebido la brillante idea del sacrificio y comenzaron a insultarlos, culpándoles de todos los males. Mis informadores me contaron que los acusaban de haberlos convertido en seres abominables a los ojos de Ajeprura Amenhotep y de haber colocado una espada en nuestras manos para que los matáramos. Imaginé que no tendría nada de particular si la noche menos pensada los apuñalaba cualquiera en un callejón oscuro y el episodio encontraba un rápido final.

Apenas habían transcurrido unos días cuando volví a tener noticia de los dos hebreos díscolos. Me encontraba en mi despacho examinando unas cifras relacionadas con el aumento de la producción cuando uno de los funcionarios llegó casi sin aliento y pidió permiso para entrar en la estancia donde me hallaba. Le ordené pasar y le sugerí que recuperara el resuello antes de darme su mensaje.

—Mi señor —dijo boqueando por la falta de aire, como un pez a punto de ahogarse—, no hay tiempo. Itunema desea que vayáis inmediatamente a palacio. Los dos hebreos de los que os habló días atrás pretenden hablar con el señor de la tierra de
Jemet y
cree que sería muy conveniente que los conocierais.

Me dio un vuelco el corazón. Sí, no estaría mal conocer a aquellos sujetos antes de que Ajeprura Amenhotep les aplastara la cabeza con una maza como había hecho con los reyes capturados en Tijsi. Definitivamente, aquellos hebreos debían de ser unos locos y su antepasado José, una mera excepción a la regla general. Di un par de órdenes para el tiempo que estuviera ausente y me encaminé todo lo deprisa que pude hasta la residencia del señor de la tierra de
Jemet.

Cuando llegué, los hebreos habían dado ya comienzo a su perorata. Efectivamente, el espectáculo me pareció lamentable. Como Itunema me había dicho, uno de ellos actuaba como intérprete del otro y no porque éste hablara con dificultad nuestra lengua, sino simplemente porque tartamudeaba. Desde luego, si eso era lo mejor que podían presentar los hebreos, nuestro dominio sobre ellos en el futuro estaba más que asegurado por miles de años. De repente, el que actuaba de portavoz lanzó al suelo el cayado que llevaba. Pensé por un momento que se trataba de un gesto de cólera mal contenida y lo mismo pasó por el corazón de alguno de los guardias del señor de la tierra de
Jemet
que realizó el ademán de sacar la espada. Pronto advertí que me había equivocado. ¡Sobre las baldosas frías del palacio la vara se había transformado en serpiente! De manera que este hebreo conocía alguno de los trucos del viejo Ptahmose... ¿Dónde habría podido aprenderlos un hijo de siervos?

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