El Escriba del Faraón (16 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Escriba del Faraón
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Nada de aquello horrorizó a la multitud. Más de uno había perdido a algún familiar en aquel combate y contemplaron la macabra ceremonia como una muestra de justicia divina. No sólo eso. En realidad, a medida que Ajeprura Amenhotep iba destrozando las cabezas de aquellos cautivos, la gente gritaba cada vez más, ebria de satisfacción y entusiasmo. Estoy seguro de que algunos compensaban así el no haber podido formar parte de nuestro ejército y participar en las batallas de Ykati o de Tijsi. Ahora parecía que el brazo fuerte del señor de la tierra de
Jemet
los representaba a todos en el acto de debelar definitivamente a aquellos pobres reyezuelos.

Consumada la popular ejecución, se procedió a amputar las manos de los desdichados, que fueron colgadas junto con sus cuerpos de los muros de
Waset.
El séptimo rey no tuvo un destino mejor. Todo lo más consiguió un angustioso aplazamiento de su final. Por orden expresa del señor de la tierra de
Jemet,
fue trasladado por el
Hep-Ur
hasta la ciudad de Napata, en
Kush,
y allí sufrió una suerte similar. Nadie se había sublevado en aquella región, pero Ajeprura Amenhotep pensó que si los habitantes de la misma veían el destino que les esperaba a los rebeldes, no se permitirían siquiera alimentar intenciones levantiscas. Debo decir con pesar que nuestro señor acertó de lleno.

En cuanto a mí, distaba mucho de compartir la euforia que embargaba las calles de todas las ciudades y aldeas de la tierra de
Jemet.
De hecho, cuando Paser o Sobejotep me pedían detalles, una y mil veces, acerca de la expedición, me limitaba a contarles alguna de las leyendas que tanto abundaban ya entre las gentes, pero sin entrar en profundidad en lo que había sucedido realmente. Poco a poco, empecé a sentirme sofocado en aquella ciudad. Por un lado, todo volvía a la misma rutina y a las mismas gentes, gentes a las que quería, pero cuya presencia me cansaba. Por otro, el recuerdo de Merit, amortiguado durante los días de la campaña, volvió a asestar dentelladas a mi corazón. Por la noche aparecía en mis sueños envuelta en el humo de Ykati o en la sangre de Tijsi, y en mis pesadillas no era raro que aquella mujer que decía dominar el arte de
heka,
y a la que yo había estado a punto de matar, surgiera riendo o que contemplara el rostro, mudo e impenetrable, de la concubina de Minhotep. Decididamente, tenía que abandonar aquel lugar, buscar otro sitio, pero no sólo para retirarme una temporada, sino para dejar que mi vida discurriera en él hasta tener que ir al
ka.
Pensé en algún enclave que no estuviera lejos del
Wad-wer,
donde quizá, algunos días al menos, pudiera acercarme hasta las playas o adentrarme en sus olas a bordo de una barca de pescadores. Sin embargo, esta vez no fui yo en busca de la ocasión, sino que ésta se acercó hasta mí.

TERCERA PARTE

AL SERVICIO DEL HERITEP-A'A

1

N
o tuve que esperar mucho a que mi anhelo de vivir en otra ciudad se convirtiera en realidad. Me encontraba una mañana traduciendo cuando Sobejotep expresó su deseo de hablar conmigo. Temí que esperara algún nuevo relato heroico de mi participación en la segunda campaña de Ajeprura Amenhotep y no pude evitar que el desagrado invadiera mi corazón. Lo cierto, sin embargo, es que me equivoqué.

—Nebi, vengo observándote desde hace tiempo —comenzó diciendo con acento estudiado—. Cuando marchaste a la campaña con el ejército de nuestro señor, sentí pesar en mi corazón porque temía que no regresaras o que si lo hacías no fuera sin antes perder un ojo o algún otro miembro. Sin embargo, al mismo tiempo, me alegré porque pensaba que tendrías posibilidad de progresar entre los servidores de la
Per-a'a
y también, y esto te lo puedo decir ahora, porque confiaba en que olvidarías lo sucedido con Merit y volverías a ser un hombre tranquilo y feliz.

Aquel inicio me sorprendió un poco. Aunque sentía estima por Sobejotep, siempre lo había considerado carente de sutileza a la hora de leer en los corazones o en los ojos de los hombres. En esos momentos supe que me había equivocado totalmente y que bajo aquella piel campechana, y aparentemente interesada sólo en los asuntos de la
Per-a'a,
se escondía un ser con sensibilidad y sabiduría.

—Todos sabemos que los dioses han sido misericordiosos contigo, y con este pobre viejo que te aprecia, y que por ello has vuelto sano y salvo. Pero he visto demasiadas inundaciones del
Hep-Ur
como para no percatarme de que no hay paz en tu corazón. Nebi, si quieres escuchar un consejo, te recomiendo que abandones esta ciudad. En ella hay demasiados lugares y personas que te recuerdan a Merit, y temo que tú seas uno de esos raros hombres que sólo aman una vez. En ti no hay un simple escriba, un funcionario más, como tantos otros. Lo cierto es que nunca dejas de estudiar y has llegado incluso a participar en combates terribles. Ajeprura Amenhotep ha decidido pasar parte del año en las cercanías del
Wad-wer.
Aparentemente se debe a un súbito deseo de cambiar de aires, pero, confidencialmente, puedo decirte que se trata de estar más cerca del territorio de confinamiento de los hebreos. Tú conoces la lengua de esos bárbaros... estoy seguro de que si le pidieras ir con él te lo concedería. Allí, realizando un trabajo más tranquilo, quién sabe incluso si en un puesto superior, podrás olvidar todo.

Miré por un momento los ojos de Sobejotep. Eran los del padre al que había perdido cuando aún era casi un niño, esos ojos que sólo vemos, muy de tarde en tarde, en el rostro de los hombres que aman a otros seres humanos, pero que rara vez exteriorizan lo que hay en el interior de sus corazones por temor a que sus sentimientos sean confundidos con debilidad. Mi superior, muy posiblemente, tenía razón.

—Creo que mi señor ha sabido leer en el corazón de este siervo —comencé a contestarle— Es cierto que la visión de esta ciudad me resulta insoportable. Muchas noches el sueño se niega a posarse sobre mis párpados y me revuelvo en mi lecho recordando cuando no estaba solo y podía sentir el cuerpo tibio y suave de Merit...

Sobejotep se acercó hasta mí y colocó su mano derecha sobre mi hombro. Volvía a ser el funcionario probo e ideal.

—Sé que con tu marcha perderé a mi mejor hombre. Sin embargo, la
Per-a'a
seguirá teniéndote a su servicio y, créeme, todo me lleva a sospechar que quizá tu labor allí sea aún más importante para la prosperidad de la tierra de
Jemet
que todo lo que has realizado hasta el día de hoy. Yo mismo redactaré tu petición de nuevo destino.

Apenas habían pasado dos semanas cuando recibí una respuesta positiva a la solicitud que había escrito Sobejotep. En su tono frío y oficial se traslucía incluso un velado entusiasmo. Me dio la impresión —corroborada por mi superior— de que no había mucha gente que conociera la lengua de los hebreos y que aún era menor el número de los dispuestos a trasladarse a la tierra ocupada por ellos, por mucho que Ajeprura Amenhotep hubiera decidido fijar en su cercanía una de sus primeras residencias. Se me asignaba un puesto a las órdenes directas del
heritep-a'a
que no sólo incluía competencias en calidad de intérprete, sino que, de hecho, me convertía también en una especie de asesor en lo que a las relaciones con los
aamu
se refería.

Mi superior no cupo en sí de gozo al conocer la noticia. Como si fuera él quien iba a ser trasladado, reunió toda la documentación que pudo sobre los hebreos y me ordenó que la leyera para estar lo mejor preparado posible. Por mi parte, decidí celebrar una comida de despedida, y él estuvo a punto de emborracharse mientras recordaba regocijado episodios de sus primeros años como funcionario. Creo que, en ocasiones, los hombres somos felices no porque podamos conseguir algo deseado, sino al ver que los seres amados obtienen aquello mismo que nosotros ansiamos un día. Posiblemente eso fue lo que le sucedió a Sobejotep.

Antes de marchar celebré las ofrendas de rigor en los templos. Di gracias a los dioses porque me habían permitido conocer a un hombre como Sobejotep y aprender tanto a su lado, y también porque, en su misericordia, se habían mostrado propicios a mi salida de aquella ciudad. Seguía sin haber felicidad en mi corazón. Sin embargo, abrigaba la esperanza de que el tiempo y la lejanía volverían, aunque fuera lentamente, a depositarla en él y, en un esfuerzo de fe, supliqué a aquellas divinidades que, efectivamente, aconteciera así en los próximos años.

2

E
mpleé los días de viaje en estudiar una y otra vez los materiales que Sobejotep me había proporcionado sobre los hebreos. A esas alturas estaba tan acostumbrado a leer entre líneas en documentos oficiales que no tardé en hacerme una idea muy personal de lo que había sido su historia hasta entonces. Despojados de los calificativos humillantes y de las altisonantes declaraciones en honor de los señores de la tierra de
Jemet
que habían precedido a Ajeprura Amenhotep, los datos que aparecieron ante mis ojos resultaron de una claridad indiscutible.

Los hebreos llevaban asentados en la tierra de
Jemet
algo más de cuatrocientos años. Al parecer, uno de ellos, un tal José, había desempeñado funciones administrativas de importancia al servicio de la
Per-a'a,
lo que le había permitido alcanzar un rango similar al del
tjat.
Satisfecho por su capacidad para evitar las terribles consecuencias de una hambruna inesperada que se extendió durante siete años, el señor de la tierra de J
emet
había decidido incluso permitir que trajera a su padre y hermanos y que éstos se asentaran en la región que ellos denominaban Goshén y que era, precisamente, a la que yo me dirigía. Aquella medida no había tenido nada de excepcional. No es que los
aamu
que conseguían promocionarse en la tierra de
Jemet
fueran muchos, pero tampoco resultaban escasos, y como en este caso concreto el tal José parecía haber sido un sujeto de valía, todos aquellos sucesos debieron de producirse de manera natural y sin inconvenientes.

Aunque los primeros auspicios parecieron halagüeños, lo cierto es que los años de felicidad de los hebreos no fueron, al fin y a la postre, muchos. Con el paso del tiempo, la
Per-a'a
fue perdiendo su poder en beneficio de los diferentes
sepat,
el poderío de la tierra de
Jemet
se quebró y un pueblo de brutales invasores, a los que denominamos
hyksos,
consiguió establecerse en la zona del país que limita con el
Wad-wer.
Los hebreos no se vieron favorecidos por aquel cambio más que nuestros antepasados. Todo lo contrario. Para los
hyksos
eran, sin más, gente asimilada a los modos y maneras de la tierra de
Jemet
que no podía pretender la hermandad con los
aamu.
En cuanto a los nuestros, no veían en ellos sino otra tribu de bárbaros, extranjeros e indeseables. Cuando Nebpehtira Amosis consiguió encender la llama de la rebelión contra los
hyksos
en
Waset
e incendiar con ella todo el país, la suerte de los hebreos llegó a ser peor si cabe. Las masas enardecidas contra el invasor, que ahora estaba en franca retirada, sintieron una especial satisfacción en cebarse en aquellos
aamu
inofensivos y, a la vez, tan al alcance de la mano. No acabaron con ellos porque Nebpehtira Amosis no estaba dispuesto a perder una mano de obra barata y, en general, nada levantisca, pero a partir de ese momento su existencia se diferenció ya poco de la de los esclavos.

Por supuesto, los hebreos alegaron que José había sido un leal servidor de la tierra de
Jemet,
que se habían asentado en el país por la generosidad de la
Per-a'a,
que ellos nunca se habían aliado con los
hyksos
y que siempre habían llevado una vida de súbditos laboriosos y tranquilos. Todo era verdad estrictamente hablando, pero no les sirvió de nada. Con todo, y pese a encontrarse a mitad de camino entre los súbditos más miserables y los esclavos, su suerte aún no había dejado de empeorar. En los años siguientes, se vieron atrapados entre el deseo de la
Per-a'a
de no expulsarlos del país por su carácter de mano de obra semiesclava y la imposibilidad de abandonar su lugar de residencia, de descender más hacia el interior y de hacerse menos visibles ocultos entre el resto de la población. De hecho, se vieron confinados en la región fronteriza que les daba albergue desde hacía décadas, y aquella circunstancia, unida a su capacidad para multiplicarse, llevó al señor de la tierra de
Jemet
a decidir cortar por lo sano. Por supuesto, no estaba dispuesto a correr el riesgo de que se aliaran con ninguna tribu de los
aamu y
decidió que lo más sabio sería controlar su crecimiento procediendo a la eliminación de todos los niños varones que pudieran nacer en el futuro. Si la medida era ejecutada fielmente, pensaba nuestro señor, en una o dos generaciones los hebreos habrían empezado a reducir tan claramente sus efectivos que pronto sólo serían un recuerdo del pasado. El problema habría desaparecido simplemente porque los hebreos ya no existirían.

Tal directriz dependía en no pequeña medida de la obediencia de las parteras hebreas, y la lealtad de éstas dio unos resultados más que sospechosos. Pese a la vigilancia armada de nuestras fuerzas, los niños siguieron naciendo y los varones no dejaron de encontrarse entre los que sobrevivían al parto. Las comadronas alegaron —seguramente de la manera más falaz que se pueda imaginar— que las hebreas parían solas y que cuando llegaban al lugar del parto las criaturas ya habían desaparecido. Este último extremo resultó, desde luego, verdad.

Ante el fracaso de su plan, el señor de la tierra de
Jemet
pensó temporalmente en la posibilidad de proceder a un exterminio directo de los hebreos, acabando así de raíz con el mal. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que aquella actitud probablemente se sellaría con un fracaso rotundo. En realidad, no tardó en llegar a la conclusión de que lo único que estaba consiguiendo era que millares de varones de aquella raza inmunda crecieran ocultos y sin registrar. Aquello podía significar, ni más ni menos, que el día de mañana, aprovechándose de su anonimato, pudieran incluso fingir ser libres y unir su sangre repugnante con la nuestra sin que nadie pudiera impedirlo. Naturalmente, comprendió que eso era lo último a lo que podía llegarse. Muy a su pesar, revocó la orden destinada a eliminar a los hebreos varones recién nacidos y decidió endurecer su servidumbre a la espera de que los dioses le mostraran la mejor manera de salir de aquel atolladero.

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