El Escriba del Faraón (22 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Escriba del Faraón
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Miriam se levantó para regresar al cabo de unos instantes con un jarro. Bebí con premura hasta dejar vacío el recipiente. Me preguntó si deseaba más, pero rehusé su ofrecimiento con un gesto de la mano. Entonces la hermana de Moisés volvió a tomar asiento y comenzó a hablar.

10

M
iriam estuvo hablando durante casi toda la noche, pero a medida que pasaba el tiempo, lejos de notar sueño, me sentía cada vez más presa de una lucidez extraña y tranquilizadora, como si, por primera vez, desde que todo se había iniciado, empezara a entender.

Moisés era hijo de hebreos. De dos miembros de la tribu de Leví, por más señas, y, efectivamente, había nacido cuando estaba en vigor el plan de exterminio de los varones hebreos. También eran ciertas mis intuiciones en relación con el hecho de que había sido protegido por gente de la tierra de Jemet, pero nunca me hubiera atrevido a remontar mis sospechas tan arriba como descubriría aquella noche. Cuando el niño nació, sus padres lo guardaron oculto durante un período de tres meses, pero, al fin y a la postre, comprendieron que no lograrían seguir manteniendo esa situación de manera indefinida. Llegaron por ello a la conclusión de que nada o muy poco podían perder. Si eran descubiertos era muy posible que no sólo sobre el niño sino también sobre ellos mismos recayera todo el peso de la ley, así que concibieron un plan arriesgado, pero no desprovisto de ciertos visos de éxito.

Se hicieron con una arquilla de juncos, la calafatearon con asfalto y brea, metieron en ella al niño y la situaron en un carrizal a la orilla del
Hep-Ur.
No se trataba de abandonar a la criatura a merced de la corriente —de hecho, su hermana fue situada en las cercanías para evitar que la frágil embarcación se viera arrastrada por las aguas y la criatura se ahogara—. el plan, más bien, consistía en despertar la compasión de la hija del señor de la tierra de
Jemet.
Esta mujer solía descender al
Hep-Ur
por esa zona para bañarse y pasear con sus doncellas y, efectivamente, avistó la cesta y ordenó a una de sus servidoras que se acercara y se la trajera.

—Casi me parece estar viendo cuando la muchacha abrió la arquilla y mi hermano rompió a llorar... —Miriam hizo una pausa y cerró momentáneamente los ojos, como si intentara facilitar a su corazón el recuerdo— la hija del señor de la tierra de
Jemet
comprendió inmediatamente que se trataba de un pequeño hebreo y lo dijo con un tono de voz que ponía de manifiesto su lástima. Entonces me apresuré a salir del agua y, antes de que pudiera decir ni una palabra, le pregunté si debía ir a llamar a una nodriza hebrea para que le cuidara el niño. Tenías que haber visto la cara de las doncellas. Alguna ahogó una risita por lo ridículo de la situación, pero hubo otras que me echaron miradas de indignación como preguntándome quién me había creído que era para plantarme así ante su señora. Pero ella... ella se limitó a decir una palabra: ve. Sí, sólo dijo eso: ve. Y yo, con el corazón saliéndoseme por la boca a causa de la alegría y de la prisa, traje a mi madre.

—Entonces ¿fue vuestra propia madre la que se ocupó de criar a Moisés?

—Sí, pero como lo hacía a las órdenes de su señora, nadie pensó en ponerle inconvenientes. No pasó mucho tiempo antes de que la orden de acabar con los varones recién nacidos fuera derogada, y en no pocas ocasiones hemos pensado si en ello no tuvo algo de parte la hija del señor de la tierra de
Jemet.

—Naturalmente, fue ella la que puso nombre a Moisés... un nombre que no era hebreo, claro está.

Miriam asintió con la cabeza y volvió a sonreír. No estaba molesta contando aquello. Por el contrario, parecía disfrutar de una alegría tranquila, de una apacibilidad cuya causa me resultaba ignota.

—Sí. La princesa le puso uno que incluía el nombre de uno de vuestros dioses. Sin embargo, hasta en eso nuestro dios nos bendijo. Si quitábamos el nombre del dios de J
emet,
hasta parecía que hablábamos en nuestra lengua. Era como si dijera que
mashah
al niño de las aguas... Por eso, entre nosotros siempre lo llamamos Moisés.

Comprendí que el juego de palabras era ingenioso. La princesa podía haber llamado al niño con el nombre de un dios. Sin embargo, los hebreos entendían que sólo
mashah,
que sólo lo había sacado del agua.

¿Cuánto tiempo siguió viviendo con vosotros Moisés? —pregunté a Miriam.

—Sólo mientras la ley de exterminio estuvo en vigor —contestó la hebrea—. Puedes comprender que hubiera resultado un escándalo si la propia hija del señor de
Jemet
la hubiera desobedecido públicamente. Pero cuando fue abrogada, Moisés fue llevado a palacio y prohijado por ella. Aquello nos preocupó mucho. Mi madre se pasaba el día ocultando las lágrimas, y los ojos de mi padre perdieron la alegría que siempre habían tenido. Llegó en cierta ocasión a preguntarse si había merecido la pena que el muchacho se salvara sólo para convertirse en un adorador de vanidades y un opresor de su propia gente.

¡Vanidades! ¿De modo que así era como se atrevían a llamar a nuestros dioses? Deseé interrumpir su relato y discutir sobre esa cuestión, pero no me pareció prudente. Tenía la impresión de que la mujer no me ocultaría nada y hubiera resultado una necedad arruinar su buena disposición enzarzándonos en un debate religioso. Esperaría y en su momento conseguiría averiguar lo que deseaba.

—¿Cómo regresó con vosotros? —pregunté, intentando volver a centrar el relato.

—Pasó algún tiempo, pero, finalmente, un día volvió a visitar la tierra de Goshén. Seguramente se había acostumbrado ya a la vida cómoda de palacio y la visión de las tareas que nos imponían amargó su corazón. El dolor que contempló en nuestros rostros le hizo imprudente y... —Miriam calló un instante como si, por primera vez, dudara sobre la conveniencia de seguir hablando.

—¿Y...? —pregunté intrigado.

Miriam respiró hondo, se mojó los labios y prosiguió.

—Sucedió algo que le obligó a huir de la tierra de
Jemet...
Moisés se encontró con uno de los siervos de la
Per-a'a
que se complacía en maltratarnos. Era un mal sujeto, uno de esos funcionarios que creen que por el hecho de serlo pueden actuar despóticamente... En aquella ocasión había comenzado a golpear cruelmente a un hebreo. Creo que aquello llevó a Moisés a descubrir que nunca podría ser un hombre de
Jemet
y que su lugar se encontraba entre los hebreos. Esperó el momento adecuado y cuando supo que nadie lo descubriría, mató a aquel canalla y lo ocultó en la arena...

—Pero si cometió un homicidio, ¿cómo no lo apresaron nuestros hombres? —inquirí intrigado.

—Inicialmente no fueron capaces de descubrirlo. Cuando aquella noche el funcionario no se presentó en el acuartelamiento, pensaron que estaría con una prostituta o durmiendo una borrachera. Moisés tuvo que huir pero... —por primera vez en toda la noche sorprendí un gesto de dolor en el rostro de Miriam— pero si actuó así fue por culpa nuestra, a causa de sus propios hermanos. Al día siguiente de la muerte se encontró con dos hebreos que peleaban entre sí. Aquello le apenó mucho porque era consciente de que si no estábamos unidos nunca podríamos enfrentarnos al señor de
Jemet.
Sin pensarlo, convencido de la razón que le asistía, se acercó hasta ellos y comenzó a increpar al que estaba abusando del otro. Le preguntó que por qué golpeaba a su prójimo. Le ordenó que dejara de hacerlo. Pero éste no atendió a razones. Por un momento dejó de maltratar a su compañero y le gritó a mi hermano: «¿A ti quién te ha puesto por príncipe y juez sobre nosotros? ¿Acaso tienes la intención de matarme como hiciste ayer con el funcionario de la
Per-a'a?».
Moisés se asustó al escuchar aquello. Si aquel hombre sabía lo que había sucedido el día anterior, pronto sería conocido por nuestros opresores. Asustado, se despidió apresuradamente de nosotros y huyó.

—¿Llegó a saber la
Per-a'a
lo que había sucedido?

—Sí. Hasta envió soldados en su persecución. Seguramente lo habrían matado de haber logrado dar con él, pero cuando comenzaron a registrar la tierra de Goshén, mi hermano ya se encontraba muy lejos. Durante décadas enteras estuvo fuera de
Jemet.
Mis padres fueron a reunirse con sus antepasados y en más de una ocasión tanto Aarón como yo pensamos que lo mismo había sucedido con Moisés.

Miriam observó como la luz empezaba a filtrarse por la única ventana de la casa e hizo una pausa.

—Supongo que tendrás apetito, Nebi. Puedo darte algo de leche y cocerte unas tortas.

—Preferiría escuchar el final de la historia y saber qué llevó a Moisés a regresar a la tierra de
Jemet
y a enfrentarse con la
Per-a'a —
repuse.

—Es una historia larga y desfallecerías. Déjame prepararte algo de comer y te aseguro que luego terminaré de contarte todo.

Se puso en pie y entonces, como si recordara algo, añadió:

—Anoche oí llegar dos caballos. Seguramente tu acompañante también tendrá hambre y además habrá sufrido el relente de la noche. Quizá lo más adecuado sería que desayunara con nosotros y después podrías despedirlo.

Asentí. Estiré las piernas, que se me habían quedado dormidas, y con el corazón lleno de preguntas salí al exterior de la casucha.

11

D
espaché el frugal desayuno con la mayor premura e inmediatamente me deshice de mi acompañante con el pretexto de enviarle a buscar unos documentos que se custodiaban en mi residencia. Impaciente, esperé a que Miriam terminara de beber su leche. Por fin, recogió los cacharros y volvió a tomar asiento enfrente de mí. Sonrió y reanudó el relato.

—Aquéllos fueron años muy desdichados para Aarón y para mí, pero creo que Moisés fue el que más sufrió de todos nosotros. A fin de cuentas, Aarón se había casado y tenía una familia, y yo... bueno, yo los tenía a ellos. Moisés, sin embargo, estaba en otra tierra, tenía que hablar en una lengua que no era la suya y guardar ganados para su suegro... él, que había sido hijo adoptivo de la hija del señor de la tierra de
Jemet. —
Miriam respiró hondo. Sin duda, recordar todo aquello no le resultaba agradable—. Sé que muchas veces se preguntó el sentido de todo lo sucedido. Su corazón se veía atormentado especialmente al recordar que la causa de su exilio había sido uno de los suyos, uno de aquellos a los que había deseado ayudar. Sólo había perseguido hacer el bien, lo único que había querido era aliviar el sufrimiento de su pueblo... Pero la vida seguía. Tomó esposa e incluso tuvo un hijo al que puso de nombre Guer-son, porque él mismo era un
guer,
un extranjero en tierra extranjera. Entonces, cuando parecía que iría a reunirse con sus padres sin volver a ver el rostro de sus hermanos, cuando casi se había adaptado a la idea de morir alejado de su pueblo, el único Dios se le manifestó...

Di un respingo al escuchar aquello. ¿Qué pretendía dar a entender exactamente Miriam? ¿Había visitado su hermano algún santuario? ¿Algún sacerdote le había convertido en objeto de una revelación especial? ¿Había tenido un sueño procedente de la divinidad? Casi sin darme cuenta, me encontré expresando en voz alta el contenido de los pensamientos de mi corazón.

—No —respondió Miriam—. Fue algo muy distinto a eso. Moisés se encontraba guardando las ovejas de su suegro y, en busca de pastos, llegó hasta un monte llamado Horeb. Cuando menos podía esperarlo, se percató de que se quemaba una zarza. Su primera reacción fue la de alejar el ganado antes de que pudiera ser alcanzado por el fuego, pero entonces vio algo que le sorprendió: la zarza no paraba de arder y sin embargo no se consumía.

Fruncí el ceño. ¿Qué era aquello? ¿Habría sido engañado Moisés por algún sacerdote astuto como Ptahmose, alguien que pudiera hacer creer que una planta estaba envuelta en llamas sin verse reducida a cenizas por efecto del fuego? Guardé silencio con la esperanza de poder comprender aquel episodio que intuía esencial.

—Mi hermano se acercó para intentar entender aquello, pero cuando se aproximaba a la zarza oyó una voz que lo llamaba por su nombre..., bueno, debería decir más bien que utilizaba el mismo que nosotros: Moisés. Venciendo la sorpresa, contestó y entonces la voz le dijo que no diera un paso más y que se descalzara porque el suelo que estaba pisando era sagrado.

—Pero acabas de decirme que era en medio de un monte... ¿Se trataba acaso de un templo? —pregunté confuso.

Miriam negó suavemente con la cabeza y continuó su relato.

—Nebi, no hay templo que pueda contener a nuestro Dios y aquella voz que Moisés escuchó era la del Dios de nuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Mi hermano me contó que de pronto el temor se apoderó de él e inmediatamente se cubrió el rostro. Lo que sentía en esos momentos no era un pánico como el que vosotros nos habéis inspirado durante centenares de años, sino que se trataba de algo muy diferente. El ser que se le había manifestado y tenía frente a sí era completamente distinto a nada que hubiera conocido antes. Además, parecía penetrar como una luz dentro de él separando incluso la carne del hueso.

«Entonces la voz volvió a sonar y le dijo que había visto la aflicción que padecemos en la tierra de
Jemet
y que había descendido para sacarnos de aquí y llevarnos a una tierra buena y espaciosa, una tierra que fluiría leche y miel. No sólo esto, el Dios de nuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob había decidido enviarlo ante el señor de la tierra de
Jemet
para anunciarle su propósito. Unos años antes mi hermano hubiera partido, lleno de orgullo, al cumplimiento de esa misión. Ni por un instante hubiera dudado que era el más adecuado para llevarla a cabo. Pero ahora habían pasado demasiadas cosas y, sobre todo, ante Aquél se sentía insignificante, pequeño, como una gota de agua en medio del
Wad-wer.
Sin levantar el rostro del suelo se atrevió a preguntar quién era él para ir hasta el señor de la tierra de
Jemet
y sacar a los hebreos de la opresión.

—¿Y qué le contestó vuestro dios?

—Nebi, Dios rara vez da respuestas a nuestras preguntas. En realidad, sólo exige nuestra entrega sin dudas ni condiciones. Con mi hermano no fue distinto. Se limitó a decirle que debía ir porque Él marcharía a su lado y que comprobaría que todo había salido bien cuando regresara acompañado de todos los hebreos a aquel monte con la intención de servirle.

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