Sobre este decreto necesito decir algo. El abate Dubos lo ha hecho famoso al valerse de él para probar dos cosas: una, que todas las composiciones que se encuentran en las leyes de los bárbaros eran sólo intereses civiles agregados a las penas corporales, y esto destruye por su base todos los antiguos monumentos; otra, que todos los hombres libres eran juzgados directamente por el rey, lo que está desmentido por multitud de pasajes y de autoridades que nos dan a conocer el orden judicial de aquella época. En el decreto de Childeberto de que estoy hablando, se dice que si el juez encontraba a un ladrón famoso lo hiciera amarrar para mandarlo a la presencia del rey, si fuere un Franco
francus
; pero que si es una persona más débil
debilior persona
, se le ahorque allí mismo
[164]
. Según el abate Dubos, francus es el hombre libre; debilior persona es el siervo. Supongamos por el momento que yo ignoro lo que aquí significa la palabra
francus
, y pasemos a examinar qué debe entenderse por
debilior persona
. Digo que en cualquier lengua todo comparativo supone tres términos: el mayor, el menor y el ínfimo. Si aquí sólo se tratara de hombres libres y de siervos, se habría dicho un siervo y no un hombre de menor poder. Por tanto,
debilior persona
quiere decir, no siervo, sino inferior al siervo. En tal supuesto
francus
no puede significar hombre libre, sino hombre poderoso; y en esta acepción se toma dicha palabra, porque entre Francos estaban siempre los que tenían más poder en el Estado y les era más difícil al juez o al conde el corregir. Esta explicación concuerda con gran número de capitulares que citan los casos en que los delincuentes podían ser enviados ante el rey y aquellos otros en que no debían serlo.
Se lee en la vida de Ludovico Pío, escrita por Tegán
[165]
, que los obispos fueron los principales causantes de la humillación de dicho emperador, especialmente los que habían sido siervos o habían nacido entre los bárbaros. El citado autor de la vida de Ludovico Pío apostrofa de esta manera al arzobispo Hebón, a quien Ludovico había sacado de su servidumbre y le había nombrado arzobispo de Reims: "¿Qué pago ha tenido el emperador por tantos beneficios? Te ha hecho libre y no noble; no ha podido hacerte noble después de haberte dado la libertad"
[166]
.
Estas palabras, que prueban tan formalmente la existencia de dos órdenes de ciudadanos, nada significan para el abate Dubos, quien responde así: Este pasaje no quiere decir que Ludovico Pío no hubiese podido hacer entrar a Hebón en el orden de los nobles. Hebón, como arzobispo de Reims, era del orden más elevado, superior al de la nobleza misma
[167]
.
Dejo al lector que decida lo que quiere decir este pasaje; queda a su juicio si se trata aquí de alguna precedencia de la clerecía sobre la nobleza. Este pasaje, prosigue Dubos, prueba solamente que los ciudadanos nacidos libres se calificaban de nobles hombres; en el lenguaje social, noble hombre y hombre libre por su nacimiento siempre ha sido lo mismo. Según esto, ¡por haber tomado algunos burgueses de nuestros días la calidad de nobles hombres, se aplicará a esa clase de personas un pasaje de Ludovico Pío!
También puede ser, agrega, que Hebón no hubiera sido esclavo en la nación de los Francos, sino en la de los Sajones o en otra nación bárbara en que los ciudadanos se hallaba divididos en diversos órdenes. Es decir, que por el "puede ser" del abate Dubos, no habría habido nobleza en la nación de los Francos. Hemos visto que Tegán
[168]
distingue entre los obispos que se opusieron a Ludovico Pío, de los cuales unos habían sido siervos y otros habían salido de una nación bárbara: Hebón era de los primeros, no de los segundos. Por otra parte, ¿cómo puede decirse que un siervo, cual era Hebón, sería Sajón o Germano?
Un siervo no tiene familia ni nación. Ludovico Pío emancipó a Hebón; y como todos los libertos seguían la ley de sus amos, Hebón quedó hecho Franco y no Sajón o Germano.
He atacado; ahora necesito defenderme. Se me dirá que el cuerpo de los antrustiones formaba en el Estado un orden distinguido entre el orden de los hombres libres; pero que habiendo sido los feudos al principio amovibles y más tarde vitalicios, no podía constituír una nobleza de origen, puesto que sus prerrogativas se hallaban unidas a un feudo hereditario. Sin duda es esta la objeción que indujo a M. de Valois a pensar que no había más que un orden de ciudadanos entre los Francos, idea que el abate Dubos tomó de él, echándola a perder a fuerza de malas pruebas. Sea como fuere, no sería el abate Dubos el llamado a formular esta objeción; porque habiendo reseñado tres órdenes de nobleza romana y fundado el primero en la calidad de conviva del rey, no hubiese podido decir que este título indicase una nobleza de origen mejor que el de antrustión. Pero es necesaria una respuesta directa. Los antrustiones o fieles no adquirían esta calidad por poseer un feudo, sino que se les daba un feudo por tener la categoría de fieles o antrustiones. Recuérdese lo que queda expresado en los primeros capítulos de este libro: no tenían entonces, ni después tampoco, el mismo feudo; pero si no tenían el mismo tenían otro, ya porque se daban a menudo en las asambleas de la nación, ya porque, así como los nobles estaban interesados en tenerlos, al rey le interesaba otorgarlos. Eran familias que se distinguían por su dignidad de fieles y por su prerrogativa de poder recomendarse para un feudo. En el libro siguiente
[169]
se verá cómo, por las circunstancias de aquel tiempo, hubo hombres libres que fueron admitidos a gozar de esta prerrogativa y, como consecuencia, a ingresar en el orden de la nobleza. Esto no sucedió en tiempo de Gontrán ni en el de Childeberto su sobrino, pero sí en el de Carlomagno. Pero aunque desde el tiempo de este príncipe no fuesen los hombres libres incapaces de poseer feudos, parece por un pasaje de Tegán que los siervos emancipados estaban excluídos en absoluto de ellos. El abate Dubos
[170]
, que acude a Turquía para darnos una idea de lo que era la antigua nobleza de Francia, ¿nos dirá si alguna vez ha habido quejas en Turquía por concederse honores y dignidades a personas de baja extracción, como las hubo en los reinados de Ludovico Pío y de Carlos el Calvo? No las hubo en tiempo de Carlomagno, porque este príncipe distinguió siempre a las familias antiguas de las nuevas, en lo que no le imitaron ni Carlos el Calvo ni Ludovico Pío.
Recuerde el público y no olvide jamás que es deudor al abate Dubos de muchas composiciones excelentes: por tan hermosos libros debe juzgarle, no por el otro al cual nos referimos. En la obra de que hablamos, ha incurrido el abate Dubos en graves faltas por haber escrito pensando más en el conde de Boulainvilliers que en la cuestión que trataba. De todas mis críticas no sacaré más que esta reflexión: si hombre tan grande se ha equivocado, ¿qué no debo yo temer?
LIBRO XXXI
Teoría de las leyes feudales entre los francos con relación a las revoluciones de su monarquía.
CAPÍTULO ILos condes, al principio, eran enviados a sus distritos solamente por un año; pero luego empezaron a comprar la continuación en sus destinos. Hallamos ejemplos de ello desde el reinado de los nietos de Clodoveo. Un llamado Peonio
[1]
, que ejercía de conde en la ciudad de Auxerre, mandó a su hijo Mumolo con una cantidad para Gontrán a fin de obtener la prórroga de su oficio. Mumolo entregó el dinero como si fuera suyo y se le nombró a él en sustitución de su padre. Empezaban ya los reyes a corromper sus propias gracias.
Aunque los feudos fueran legalmente amovibles, no se daban ni quitaban caprichosa y arbitrariamente; por lo general, era una de las cosas que se debatían en las asambleas de la nación. Es de creer que la corrupción entró en esta materia como había penetrado en la otra, y que se conservó la posesión de los feudos mediante dinero como sucedía con los condados.
En otro capítulo de este libro
[2]
demostraré que, independientemente de las donaciones reales que tenían carácter temporal, hubo otras que eran para siempre. Un día quiso la Corte revocar las donaciones que había hecho, y esto provocó un descontento general; así nació aquella revolución tan célebre en la historia de Francia, cuya primera época nos ofrece el espectáculo del suplicio de Brunequilda.
Parece extraño a primera vista que la citada reina, hija, hermana y madre de tantos reyes, célebre aun hoy por obras suyas dignas de un edil romano o de un procónsul, nacida con disposiciones admirables para los negocios públicos, dotada de méritos reconocidos y que habían sido respetados largo tiempo, se viera expuesta de pronto a suplicios tan largos, tan vergonzosos y tan crueles
[3]
, por un rey que no tenía su autoridad bien segura
[4]
; apenas si esto se comprendiera, a no haber ella incurrido en el desagrado del pueblo por alguna razón particular. Clotario le imputó la muerte de diez reyes
[5]
; pero de dos de ellos, el autor fue él mismo; algunas fueron debidas a la casualidad o a la maldad de otra reina. Una nación que había dejado morir en su lecho a Fredegonda y aun llegó a oponerse a que se castigaran sus espantosos crímenes
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debió mirar los de Brunequilda con alguna frialdad.
Montada en un camello la pasearon por delante del ejército, señal segura de que el mismo ejército la odiaba. Fredegario dice que Protario, el favorito de Brunequilda, se apoderaba de lo perteneciente a los señores para con ello enriquecer al fisco; añade que humillaba a la nobleza y no había nadie seguro de conservar el puesto que tenía
[7]
. Conjurado el ejército contra él, se le mató a puñaladas en su propia tienda; y Brunequilda, bien por haber tomado venganza de esta muerte, bien por seguir el mismo plan del privado, se fue haciendo cada día más odiosa
[8]
.
Clotario con la ambición de reinar solo y ardiendo en sed de venganza; temiendo por otra parte morir a manos de los hijos de Brunequilda, si triunfaban éstos, se convirtió en acusador de Brunequilda y logró que se hiciera con la reina un escarmiento feroz.
Warnacario había sido el alma de la conjuración contra ella; le nombraron burgomaestre de Borgoña, y exigió de Clotario que no le privara de su empleo durante su vida. Así no se vió en el caso en que habían estado los señores franceses y esta autoridad comenzó a hacerse independiente del monarca.
La funesta regencia de Brunequilda era lo que más había irritado a la nación. Mientras las leyes conservaron su vigor, nadie pudo quejarse de que se le quitara un feudo, puesto que no se le daba para siempre y quien se lo daba se lo podía quitar; pero cuando se ganaron por la corrupción y las intrigas, provocó descontento y resistencia el ser privado por medios ilícitos de lo que se había adquirido por iguales medios. Si el motivo de las revoluciones hubiera sido el bien público, tal vez no se habría quejado nadie; pero las donaciones se quitaban sin ocultar la corrupción; invocábase el derecho del fisco para prodigar los bienes de éste, no siendo ya las donaciones la recompensa o la expectativa de servicios del Estado. Brunequilda, tan corrompida como los demás, se propuso corregir abusos de la antigua corrupción. No eran sus caprichos los de un ánimo débil; pero los leudos y los altos funcionarios, creyéndose perdidos, la perdieron. Por querer enmendar culpas ajenas, pagó las ajenas y las propias.
Lejos estamos de conocer todos los acontecimientos de un tiempo tan lejano; los forjadores de crónicas sabían de la historia de su tiempo, sobre poco más o menos, lo que de la nuestra saben hoy los aldeanos; así las tales crónicas son por lo general estériles. Sin embargo, tenemos una constitución de Clotario, dada en el Concilio de París para reformar abusos
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, la cual nos revela que aquel príncipe acabó con las quejas que habían motivado la revolución. Por una parte, confirma las donaciones que habían hecho los reyes sus predecesores, y por otra parte, ordena que se restituya a los leudos o fieles todo lo que se les había quitado.
No fue esta la sola concesión que hizo el rey en el Concilio citado; también mandó que se anularan las resoluciones dictadas contra los privilegios eclesiásticos
[10]
, Y moderó el influjo de la Corte en la elección de obispos. Reformó igualmente la administración fiscal, ordenando que se quitaran todos los censos nuevos y que no se cobrara ningún derecho de tránsito que se hubiera establecido después de la muerte de Gontrán, Sigeberto y Chilperico; quedó, pues, abolido cuanto se había hecho durante las regencias de Fredegunda y Brunequilda; y prohibió que sus rebaños pacieran en los montes pertenecientes a particulares. Ahora vamos a ver que la reforma fue aún más general, extendiéndose a los asuntos civiles.
Se había visto a la nación dando muestras de impaciencia y aun de ligereza en lo relativo a la elección y a la conducta de los gobernantes; se la había visto arreglar diferencias entre sus señores e imponerles paz; lo que nunca se había visto, fué, lo que al fin se hubo de hacer: concentrar sus miradas en la situación, examinar las leyes con serenidad, remediar sus deficiencias y contener la violencia del poder.
Las regencias enérgicas, osadas e insolentes de Fredegunda y de Brunequilda, no tanto espantaron a la nación como le sirvieron de saludable aviso. Fredegunda había defendido sus maldades con sus maldades mismas; había justificado el veneno y los asesinatos con el veneno y los asesinatos, portándose de tal modo, que sus atentados más eran particulares que públicos. Fredegunda causó más males; Brunequilda hizo temerlos mayores. En semejante crisis, la nación no se contentó con poner orden en el régimen feudal, sino que también quiso ordenar la gobernación civil, tan corrompida como el gobierno feudal, pero de corrupción más temible, más perjudicial que éste, no ya por ser más antigua, sino por depender más bien del abuso de las costumbres que del de las leyes.
La historia de Gregorio de Tours y los demás monumentos nos ponen de manifiesto, por un lado, una nación incivil, feroz, brutal; por otro lado, reyes tan bárbaros como la nación. Estos monarcas eran homicidas, injustos y crueles porque lo era toda la nación. Alguna vez pareció que los suavizaba el cristianismo, pero fue por los terrores que infunde a los culpables. De los reyes y de la nación se defendían las iglesias con los milagros, con los prodigios de sus santos, y con la amenaza del infierno. Los reyes no eran sacrílegos, porque temían las penas de los sacrilegios; pero a sangre fría o arrebatados por la cólera cometieron toda clase de crímenes e injusticias; porque estos crímenes e injusticias no les mostraban tan presente la mano de la Divinidad. Los Francos aguantaban reyes homicidas porque homicidas eran también ellos; no les llamaban la atención las injusticias y las rapiñas de los reyes porque ellos también eran injustos y rapaces. En verdad que no faltaban leyes, pero los reyes las hacían inútiles con sus praeceptiones
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, que las suspendían o las suprimían, siendo algo parecido a los rescriptos de los emperadores romanos, bien por imitación de los mismós hecha por los reyes, bien por sugerírselos su propia naturaleza. Léese en Gregorio de Tours que cometían asesinatos; que fríamente mandaban matar a los acusados sin oírlos siquiera; que expedían las tales precepciones para que se ejecutaran las cosas más ilegales: matrimonios ilícitos, privación de su derecho a los parientes, alteración del derecho de sucesión trasladándolo a quien no lo tenía, licencia para casarse con monjas. Cierto que no dictaban leyes a medida de su voluntad, pero suspendían la práctica de las vigentes.