Read El evangelio según Jesucristo Online
Authors: José Saramago
Van a entrar por la Puerta de la Leña, una de las trece por donde se llega al Templo y que, como todas las otras, tiene en proclama una lápida esculpida en griego y en latín, que así reza, A ningún gentil le está permitido cruzar este umbral y la barrera que rodea el Templo, aquel que se atreva a hacerlo lo pagará con su vida. José y María entran, entra Jesús llevado por ellos y a su tiempo saldrán a salvo, pero las tórtolas, ya lo sabíamos, van a morir, es lo que quiere la ley para reconocer y confirmar la purificación de María. A un espíritu volteriano, irónico e irrespetuoso, aunque nada original, no le escaparía la ocasión de observar que, vistas las cosas, parece que es condición para el mantenimiento de la pureza en el mundo que existan en él animales inocentes, sean tórtolas o corderos. Suben José y María los catorce peldaños por los que se accede, al fin, a la plataforma sobre la que está alzado el Templo. Aquí está el Patio de las Mujeres, a la izquierda está el almacén del aceite y del vino usados en las liturgias, a la derecha la cámara de los Nazireos, que son unos sacerdotes que no pertenecen a la tribu de Levi y a quienes se les prohíbe cortarse el pelo, beber vino o acercarse a un cadáver.
Enfrente, del otro lado ladeando la puerta frontera a ésta, y también a la izquierda y a la derecha, respectivamente, la cámara donde los leprosos que se creen curados esperan a que los sacerdotes vayan a observarlos y el almacén donde se guarda la leña, todos los días inspeccionada, porque al fuego del altar no pueden llevarse maderas podres o comidas de bichos. María ya no tiene muchos más pasos que dar. Subirá todavía los quince peldaños semicirculares que llevan a la Puerta de Nicanor, también llamada Preciosa, pero se detendrá allí, porque no les es permitido a las mujeres entrar en el Patio de los Israelitas, al que da la puerta. A la entrada están los levitas a la espera de los que llegan a ofrecer sacrificios, pero en este lugar la atmósfera será cualquier cosa menos piadosa, a no ser que la piedad fuera entonces entendida de otra manera, no es sólo el olor y el humo de las grasas quemadas, de la sangre fresca, del incienso, es también el vocerío de los hombres, los gritos, los balidos, los mugidos de los animales que esperan su turno en el matadero, el último y áspero graznido de un ave que antes supo cantar. María le dice al levita que los atendió que viene para purificarse y José entrega las tórtolas.
Durante un momento, María posa las manos en las avecillas, será el único gesto, y luego el levita y el marido se alejan y desaparecen detrás de la puerta. No se moverá María de allí hasta que José regrese, sólo se aparta a un lado para no obstruir el paso y, con el hijo en brazos, espera.
Dentro, aquello es un degolladero, un macelo, una carnicería. Sobre dos grandes mesas de piedra se preparan las víctimas de mayores dimensiones, los bueyes y los terneros sobre todo, pero también carneros y ovejas, cabras y bodes. Junto a las mesas hay unos altos pilares donde cuelgan, de ganchos emplomados en la piedra, las osamentas de las reses y se ve la frenética actividad del arsenal de los mataderos, los cuchillos, los ganchos, las hachas, los serruchos, la atmósfera está cargada de humos de leña y de los cueros quemados, de vapor de sangre y de sudor, un alma cualquiera, que ni santa tendría que ser, simplemente de las vulgares, tendrá dificultades para entender que Dios se sienta feliz en esta carnicería, siendo, como dicen que es, padre común de los hombres y de las bestias. José tiene que quedarse en la parte de fuera de la balaustrada que separa el Patio de los Israelitas del Patio de los Sacerdotes, pero puede ver a gusto, desde donde está, el Gran Altar, cuatro veces más que un hombre, y, allá al fondo, el Templo, por fin hablamos del auténtico, porque esto es como esas cajas abisales que en estos tiempos ya se fabrican en China, unas dentro de otras, miramos a lo lejos y decimos, el Templo, cuando entramos en el Atrio de los Gentiles volvemos a decir, el Templo, y ahora el carpintero José, apoyado en la balaustrada, mira y dice, el Templo, y es él quien tiene razón, allí está la ancha fachada con sus cuatro columnas adosadas al muro, con sus capiteles festoneados de acanto, a la moda griega, y el altísimo vano de la puerta, aunque sin puerta material para llegar adentro, donde Dios habita, Templo de los Templos, sería preciso contrariar todas las prohibiciones, pasar al Lugar Santo, llamado Hereal, y, al fin, entrar en el Debir, que es, final y última caja, el Santo de los Santos, esa terrible cámara de piedra, vacía como el universo, sin ventanas, donde la luz del día no ha entrado nunca ni entrará, salvo cuando suene la hora de la destrucción y de la ruina y todas las piedras se parezcan unas a otras. Dios es tanto más Dios cuanto más inaccesible resulte y José no pasa de ser padre de un niño judío entre los niños judíos, que va a ver morir a dos tórtolas inocentes, el padre, no el hijo, que ese, inocente también, se quedó en el regazo de la madre, imaginando si tanto puede, que el mundo será siempre así.
Junto al altar, hecho de grandes piedras toscas, que ninguna herramienta metálica tocó desde que fueron arrancadas de la cantera hasta ocupar su lugar en la gigantesca construcción, un sacerdote, descalzo, vestido con una túnica de lino, espera a que el levita le entregue las tórtolas. Recibe la primera, la lleva hasta una esquina del altar y allí, de un solo golpe, le separa la cabeza del tronco, brota la sangre. El sacerdote salpica con ella la parte inferior del altar y después coloca al ave degollada en un escurridero donde acabará de desangrarse y donde, terminado su turno de servicio, irá a buscarla, pues le pertenece. La otra tórtola gozará de la dignidad de sacrificio completo, lo que significa que será quemada. El sacerdote sube la rampa que lleva a lo alto del altar, donde arde el fuego sagrado y, sobre la cornisa, en la segunda esquina del mismo lado, sudeste ésta, sudoeste la primera, descabeza al ave, riega con la sangre el suelo de la plataforma, en cuyos cantos se yerguen ornamentos como cuernos de carnero, y le arranca las vísceras. Nadie presta atención a lo que pasa, es sólo una pequeña muerte.
José, con la cabeza levantada, querría percibir, identificar, entre el humo general y los olores generales, el humo y el olor de su sacrificio, cuando el sacerdote, después de salar la cabeza y el cuerpo del ave, los tira a la hoguera. No puede tener la seguridad de que aquélla sea la suya.
Ardiendo entre revueltas llamaradas, atizadas por la grasa de las víctimas, el cuerpecillo desventrado y fláccido de la tórtola no llena la carie de un diente de Dios. Y abajo, donde la rampa empieza, ya están tres sacerdotes a la espera. Un becerro cae fulminado por el hierro de la lanza, Dios mío, Dios mío, qué frágiles nos has hecho y qué fácil es morir.
José ya no tiene nada que hacer allí, tiene que retirarse, llevarse a su mujer y a su hijo. María está de nuevo limpia, de verdadera pureza no se habla, evidentemente, que a tanto no podrán aspirar los seres humanos en general y las mujeres en particular, fue el caso que con el tiempo y el recogimiento se le normalizaron los flujos y los humores, todo volvió a lo que era antes, la diferencia es que hay dos tórtolas menos en el mundo y un niño más que las hizo morir. Salieron del Templo por la puerta por la que entraron, José recogió el burro y mientras María, ayudándose en una piedra, se acomodaba sobre el animal, el padre sostuvo al hijo, ya algunas veces había ocurrido, pero ahora, quizá debido a la tórtola a la que le arrancaron las entrañas, tardó en devolverlo a la madre, como si pensase que no habría brazos que lo defendieran mejor que los suyos. Acompañó a la familia hasta la puerta de la ciudad y luego volvió al Templo, a su trabajo. Aún vendrá mañana para completar la semana, pero luego, alabado sea el poder de Dios por toda la eternidad, sin perder un instante más, volverá a Nazaret.
Aquella misma noche el profeta Miqueas dijo lo que hasta entonces había callado.
Cuando el rey Herodes, en sus agónicos pero ya resignados sueños, esperaba que la aparición se fuera de una vez, después de sus acostumbrados clamores, inocuos ya por la repetición, dejando en el último instante a flor de labios, una vez más, la amenaza suspensa, creció de súbito la masa formidable y se oyeron palabras nuevas. Pero tú, Belén, tan pequeña entre las familias de Judá, es de ti de quien ha salido ya aquél que gobernará Israel. En este preciso instante despertó el rey. Como el sonido de la cuerda más extensa del arpa, las palabras del profeta continuaban resonando en la sala. Herodes permaneció con los ojos abiertos intentando descubrir el sentido último de la revelación, si es que lo tenía, tan absorto en el pensamiento que apenas sentía las hormigas que lo roían bajo la piel y los gusanos que bababan sobre sus fibras íntimas y las iban pudriendo.
La profecía no era novedad. La conocía como cualquier judío, pero nunca perdió el tiempo con anuncios de profetas, a él le bastaban las conspiraciones de puertas adentro. Lo que lo perturbaba ahora era una inquietud indefinida, una sensación de extrañeza angustiadora, como si las palabras oídas fueran, al mismo tiempo, ellas mismas y otras, y escondieran en una breve sílaba, en una simple partícula, en un rápido son, cualquier urgente y temible amenaza. Intentó alejar la obsesión, volver a dormir, pero el cuerpo se negaba y se abría al dolor, herido hasta las entrañas, pensar era una protección. Con los ojos clavados en las vigas del techo, cuyos ornamentos parecían agitar la claridad de dos antorchas odoríferas amortecida por el guardafuegos, el rey Herodes buscaba respuesta y no la hallaba. Llamó entonces a gritos al jefe de los eunucos que velaba su sueño y su vigilia y ordenó que viniese a su presencia, Sin tardar, dijo, un sacerdote del Templo, y que trajese con él el libro de Miqueas.
Entre ir y volver, del palacio al Templo, del Templo al palacio, pasó casi una hora. Empezaba a clarear la mañana cuando entró el sacerdote en la cámara. Lee, dijo el rey, y él comenzó, Palabra del Señor, que fue dirigida a Miqueas de Morasti, en los días Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá.
Continuó leyendo hasta que Herodes dijo, Adelante, y el sacerdote, confundido, sin comprender por qué lo habían llamado, saltó a otro pasaje, Ay de los que en sus lechos maquinan la iniquidad, pero en este punto se interrumpió, aterrado con la involuntaria imprudencia y, atropellando las palabras, como si pretendiese hacer que olvidaran lo que había dicho, prosiguió, Al fin de los tiempos el monte de la casa del Señor se alzará a la cabeza de los montes, se elevará sobre los collados, y los pueblos correrán a él, Adelante, gritó Herodes con voz ronca, impaciente por la tardanza en llegar al pasaje que le interesaba, y el sacerdote, al fin, Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las familias de Judá, de ti saldrá quien señoreará en Israel. Herodes levantó la mano, repítelo, dijo, y el sacerdote obedeció, Otra vez, y el sacerdote volvió a leer, Basta, dijo el rey después de un largo silencio, retírate.
Todo se explicaba ahora, el libro anunciaba un nacimiento futuro, sólo eso, mientras que la aparición de Miqueas le decía que ese nacimiento había ocurrido ya, De ti salió, palabras muy claras como son todas las de los profetas, hasta cuando las interpretamos mal. Herodes pensó, volvió a pensar, se le fue cargando el semblante cada vez más, era aterrador, mandó llamar al comandante de la guardia y le dio una orden para que la ejecutase inmediatamente.
Cuando el comandante regresó, Misión cumplida, le dio otra orden, pero ésta para el día siguiente dentro de pocas horas. No será preciso, sin embargo, esperar mucho más tiempo para saber de qué se trata, siendo cierto que el sacerdote no llegó a vivir ni este poco, porque lo mataron unos brutos soldados antes de que llegase al Templo. Sobran razones para creer que haya sido esa, precisamente, la primera de las dos órdenes, tan próximas se encontraron la causa probable y el efecto necesario. En cuanto al Libro de Miqueas, desapareció, imagínense, qué pérdida si se tratase de un ejemplar único.
Carpintero entre carpinteros, José acababa de comer de su zurrón, todavía les quedaba tiempo, a él y a sus compañeros, antes de que el capataz diera la señal de reanudar el trabajo, podía continuar sentado, e incluso tumbarse, cerrar los ojos y entregarse a la complacida contemplación de pensamientos gratos, imaginar que iba camino adelante, por el interior profundo de los montes de Samaria, o mejor aún, ver desde un altozano su aldea de Nazaret, por la que tanto suspiraba. Sentía la alegría en el alma, y a sí mismo se decía que era llegado, al fin, el último día de la larga separación, que mañana, a primera hora, cuando se apagaran los últimos centelleos de los astros y quedara brillando sola en el cielo la estrella boreal, se echarían al camino cantando las alabanzas al Señor que nos guarda la casa y guía nuestros pasos. Abrió de pronto los ojos, sobresaltado, creyendo que se había quedado dormido y no oyó la señal, pero fue sólo una breve somnolencia, los compañeros estaban allí todos, unos conversando, dormitando los más, y el capataz tranquilo, como si hubiera decidido dar fiesta a sus obreros y no pensara en arrepentirse de su generosidad. El sol está en el cenit, un viento fuerte, de ráfagas cortas, empuja hacia el otro lado la humareda de los sacrificios, y a este lugar, un terraplén que da a las obras del hipódromo, ni siquiera llega el vocerío de los mercaderes del Templo, es como si la máquina del tiempo se hubiera parado y quedase, también ella, a la espera de las órdenes del gran capataz de las eras y los espacios universales. De pronto, José se sintió inquieto, él que tan feliz estaba unos momentos antes. Paseó los ojos a su alrededor y era la misma y conocida vista del tajo al que se fue habituando durante estas últimas semanas, las piedras y las maderas, la molienda blanca y áspera de las canterías, el serrín que ni al sol llegaba nunca a secarse por completo e, inmerso en la confusión de una repentina y opresiva angustia, queriendo encontrar una explicación para tan decaído estado de ánimo, pensó que podía tratarse del natural sentimiento de quien se verá obligado a dejar mediada la obra, aunque no sea suya y teniendo para partir tan buenos motivos. Se levantó, echando cuentas del tiempo de que podría disponer, el capataz ni siquiera volvió la cabeza hacia él, y decidió dar una vuelta rápida por la parte de la construcción en la que había trabajado, despidiéndose, por así decir, de los tablones que alisó, de las vigas que midió y cortó, si tal identificación era posible, cuál es la abeja que puede decir, Ésta miel la he hecho yo.
Al final del breve paseo, cuando estaba ya volviendo al tajo, se detuvo un momento a contemplar la ciudad que se alzaba en la ladera de enfrente, construida toda en escalones, con su color de piedra tostada que era como el color del pan, seguro que el capataz ha llamado ya, pero José ahora no tiene prisa, miraba la ciudad y esperaba no sabía qué. Pasó el tiempo y nada aconteció, José murmuró, en el tono de quien se dice algo, Bien, tengo que irme, y en ese momento oyó voces que venían de un camino que pasaba por debajo del lugar donde se hallaba e, inclinándose sobre el muro de piedra que lo separaba de él, vio que eran tres soldados. Seguro que vinieron andando por aquel camino, pero ahora estaban parados, dos de ellos, con el asta de la lanza apoyada en el suelo, escuchaban al tercero, que era más viejo y probablemente superior jerárquico de los otros, aunque no sea fácil notar la diferencia a quien no tenga información sobre el dibujo, número y disposición de las insignias, en su forma habitual de estrellas, barras y charreteras. Las palabras cuyo sonido llegó a oídos de José de manera confusa podían haber sido una pregunta, por ejemplo, Y a qué hora va a ser eso, y el otro decía, ahora muy claramente, en tono de quien responde, Al inicio de la hora tercia, cuando ya todo el mundo esté recogido, y uno de los dos preguntó, Cuántos vamos a ir, No lo sé todavía, pero seremos los suficientes para rodear la aldea, Y la orden es matarlos a todos, A todos, no, sólo a los que tengan menos de tres años, Entre dos y cuatro años va a ser difícil saber exactamente cuántos años tienen, Y cuántos van a ser, quiso saber el segundo soldado, Por el censo, dijo el jefe, serán unos veinticinco. José escuchaba con los ojos muy abiertos, como si la total comprensión de lo que oía pudiera entrarle por ellos más que por los oídos, el cuerpo se estremecía de horror, estaba claro que aquellos soldados hablaban de ir a matar a alguien, a personas, Personas, qué personas, se interrogaba José, desorientado, afligido, no, no eran personas, o sí, eran personas, pero niños, Los que tengan menos de tres años, había dicho el cabo, o quizá fuera sargento, o brigada, y dónde va a ser eso, José no podía asomarse al muro y preguntar, Dónde es la guerra, oíd, chicos, dónde es esa guerra, ahora está José bañado en sudor, le tiemblan las piernas, entonces volvió a oír la voz del cabo, o lo que fuera, y su tono era al mismo tiempo serio y aliviado, Tenemos suerte, nosotros y nuestros hijos, de no vivir en Belén. Y se sabe ya por qué nos mandan matar a todos los niños de Belén, preguntó un soldado, El jefe no me lo ha dicho, creo que ni él mismo lo sabe, es orden del rey, y basta. El otro soldado, haciendo una raya en el suelo con el hierro de la lanza, como el destino que parte y reparte, dijo, Mira que somos desgraciados los de nuestro oficio, como si no nos bastara con practicar lo malo que la naturaleza nos dio, tenemos encima que ser brazo de la maldad de otros y de su poder.