Como de todos modos una vez que dejemos la cinta el nido de amor desaparecerá, propongo que enviemos con las llaves a AV/ALANCHA I (el cabecilla de los muchachos que pintan en las paredes consignas contra los comunistas), quien goza de nuestra absoluta confianza. Podemos hacerlo en un momento en que GOGOL nos informe que el coche de Varjov está aparcado en la calle detrás de la Embajada rusa. Lo único que tiene que hacer AV/ALANCHA I es probar la llave. Funcione o no, debe marcharse de inmediato. Por lo menos sabremos si podemos abrir la puerta.
Excelente. Mi idea es desarrollada un viernes por la tarde, y nos enteramos de que la cerradura no ha sido cambiada. Después del fin de semana llevaremos a cabo la operación. Hemos descubierto que todos los lunes, invariablemente, Varjov tiene una cita en el apartamento de la calle Feliciano Rodríguez a la hora del almuerzo. (Por la cinta también nos hemos enterado de que ha pasado el fin de semana con su mujer y de que está absolutamente harto de ella.) Por lo tanto, decidimos dejar la cinta y un magnetófono donde pueda verlos, sobre la mesa del vestíbulo de entrada. Acompañaremos todo con una nota indicando el lugar y la hora del encuentro. Para hacernos saber que está de acuerdo, bastará con que deje una hoja de papel en blanco (también provista por nosotros) en lugar de la nota. Todo esto expresado, gracias a Hjalmar, en un ruso perfecto. Detrás de todo esto hay un concepto. Georgi siempre entra media hora antes que Zenia en «el nido de amor de la calle Feliciano Rodríguez», como llamamos, en una mezcla de turbación y sentimiento de superioridad, al teatro de operaciones. Para impedir que su chófer vea a Zenia, siempre despacha la limusina de regreso a la Embajada. Luego llega Zenia en un taxi, y se baja una manzana antes. Camina hasta la puerta. Debido a la media hora de ventaja, Georgi ya se ha quitado la ropa y está hambriento como un oso ruso. Pero ella lo retrasa. Algunas veces, hace que se vuelva a vestir. «Debemos empezar en igualdad de condiciones», dice. Fascinante, pero el hecho es que tenemos una media hora en que él está solo.
Por lo tanto, el lunes por la mañana el regalo de la Compañía es depositado en la mesa del vestíbulo, y Gatsby, que es el hombre con quien nuestros rusos están menos familiarizados, espera en un coche de observación a media manzana de distancia. Quince minutos más tarde, Georgi, justo a tiempo, llega al nido de amor. Diez minutos después, sale. Está sudando visiblemente. Empieza a caminar por la acera. Sus pasos se vuelven cada vez más largos, hasta que pasa junto a Gatsby, que está sentado en el taxi aparcado. Oh, Dios. Georgi reconoce a Jay. Se detiene, lo saluda, se mete un dedo en la nariz, agita el dedo, levanta un puño y como si fuese una maza lo deja caer sobre el capó del taxi, abollándolo; después, al ver a Zenia, camina a su encuentro. Juntos entran en la casa. Gatsby, sudando también, espera en el taxi y debe discutir con el conductor cuánto costará la reparación del capó. Al cabo de una media hora, Zenia, muy perturbada, sale con Georgi, y llaman un taxi. Gatsby los sigue a la distancia aprobada por el reglamento. En semáforo en rojo, Georgi hace que su vehículo retroceda cien metros, hasta donde está el taxi ocupado por Gatsby, se baja, hace una segunda abolladura en el otro lado del capó, y salta a su taxi. Dándose cuenta de que la discreción ya no tiene sentido, Varjov deja a Zenia sobre la Rambla, a un edificio de distancia del de ella, y continúa hasta la Embajada, donde paga al conductor y amenaza con el puño a Jay Gatsby cuando éste se aleja.
Siempre existe la posibilidad de que Varjov notifique a la Policía que han entrado extraños en su apartamento, pero eso lleva tiempo. Apenas llama Jay, se me ordena ir con Gogohon a verificar si la propiedad de don Bosco ha sufrido algún daño. Es una pesadilla. Georgi ha roto la llave en la cerradura, de modo que no podemos entrar. Afortunadamente, hay una puerta trasera de la que también poseemos llave, y que Varjov, en su furia, ha pasado por alto. Ha hecho un buen trabajo. La cama está destrozada, lo mismo que el magnetófono. Parte de la cinta, desenrollada, está en la taza del water, la otra parte sobre el suelo del cuarto de baño, como un nido de gusanos. Los sillones de la sala han sido acuchillados, y exhiben los muelles. Un par de paredes tienen el yeso saltado y mellado (por esos puños como mazas). Y no hay necesidad de seguir. Siento el fuego de su corazón ruso ardiendo a través del helado invierno de las estepas. Bromeo, pero en realidad no bromeo. Tengo un atisbo del terror que sienten los europeos por las pasiones bárbaras que acechan desde el este.
Por supuesto, se ha perdido toda esperanza de una defección. Hunt, respaldado por la división del Hemisferio Occidental, dice que una defección nunca fue factible. La alternativa es usar nuestro opdemo. Envía un cable a Washington: «Actuar con celeridad resulta esencial»; la respuesta es: «Proceda». Hay muy poco que perder. Se envían copias de la cinta a Masarov, tanto a la Embajada como al edificio de apartamentos donde vive (aquí es entregada al portero). En una recepción ofrecida en la Embajada sueca, se deja una tercera cinta en el bolsillo de su abrigo. Dado que el embajador Woodward ha dado orden expresa de que la presencia del Departamento de Estado en las funciones de la Embajada no se vea manchada, ninguno de nosotros ha sido invitado. Sin embargo, Porringer conoce a la muchacha uruguaya del guardarropa, empleada en la Embajada sueca, y gracias a un soborno equivalente a la mitad del salario de una semana, la induce a deslizar la cinta en el bolsillo del abrigo. Todo esto revela un nivel muy bajo de profesionalismo, pero eso ya no importa. La única manera de asegurarse de que Boris reciba la cinta es mediante una técnica de saturación. Por supuesto, no enviamos ninguna nota. Ya no es necesario. Que Masarov y Varjov libren su batalla.
Nos sentamos a esperar. Pasan los días. No hay resultados aparentes. Al cabo de un par de semanas los rusos nos notifican sobre una recepción en honor de Yevgueni Yevtuchenko, un joven poeta ruso que al parecer no tiene pelos en la lengua. Se incluye la información de que Yevtuchenko lee sus poemas en estadios de Moscú y Leningrado, ante multitudes de veinte mil personas. No es un cantante, pero su popularidad es comparable a la de Elvis Presley. La nota dice que todo el personal de la embajada estadounidense está especialmente invitado. De manera que Woodward se siente obligado a llevar a Hunt, Porringer, Kearns, Gatsby, Hubbard y Waterston, junto con su propia, sosa tripulación. Como estamos en pleno invierno, la fiesta tiene lugar en el interior de la Embajada, y es tan formal que recuerda las recepciones zaristas.
Varjov y Masarov encabezan la fila de recepción. Entre ellos están Zenia y la señora Varjov, una dama corpulenta. Todos están un Poco nerviosos; nosotros también. Varjov junta los talones ostensiblemente cuando Jay Gatsby y su mujer, Theodora, pasan junto a ellos. Podría jurar que Masarov me guiña un ojo, aunque tal vez se trate de un tic involuntario. Zenia, ruborizada, de aspecto muy vulnerable, como si estuviera a punto de echarse a reír o a llorar, se ve más hermosa que nunca. Kittredge, debes perdonar la crudeza de mi pensamiento, pero se me ocurrió que la vergüenza concede una luz opulenta a la carne femenina. Descubierta, se la ve extrañamente triunfante, a pesar de sí misma. Estés donde estés, Kittredge, no te enfades por esto.
En el momento culminante de la velada, se invita a Yevtuchenko a que lea algunos de sus poemas. De mi misma estatura, no es mal parecido. Tiene el físico musculoso de un instructor de esquí. Lee su poesía con voz de joven barítono. Su ruso parece lleno de efectos onomatopéyicos. Es una actuación exageradamente melodramática, pero los ojos de Zenia brillan como gemas. «Nuevo espíritu de pueblo ruso», me dice confidencialmente, como si yo no fuera uno de los agentes que han intentado perjudicarla. Más tarde, el embajador belga le comenta a Hunt que Zenia y Yevtuchenko tienen un lío.
Me pregunto si será verdad. Yevgueni Yevtuchenko es un personaje. Habla un inglés duro, pero lo practica asiduamente. Me lleva aparte y me pregunta qué distancia puedo nadar.
—Unos tres mil metros —le digo.
—Yo nado quince mil. En agua helada. —Tiene una mirada salvaje que se clava con fuerza perentoria en uno, como si quisiese doblarlo con su voluntad, una voluntad pura que sólo busca la amistad—. ¿Está interesado en costumbres de casamiento? —pregunta.
Me encojo de hombros.
—Costumbre de casamiento siberiana fascinante —dice—. Novio siberiano mea en vaso hasta que lleno de orina. Novia bebe orina. Bárbaro, ¿no?
—Suena un tanto
niet kulturni
.
Mi ruso no parece impresionarlo.
—Bárbaro, sí, pero sabiduría, sí. ¡Sí, también! Porque, ¿qué es el matrimonio para gente pobre? Bebés mojan pañales, caca. Mal olor. Bebé mal olor. Buena esposa debe vivir con eso. De allí, costumbre siberiana. Buen comienzo para matrimonio.
—Es injusto —digo—. El novio no bebe la orina.
—De acuerdo. Yo de acuerdo. Injusto con mujeres. Usted demuestra sentido de justicia para era de mañana. Deje estrechar la mano. Lo saludo.
Me dio la mano, y sus ojos se clavaron en los míos con esa mirada loca. Ignoraba si el amante de Zenia era un poeta de talento, un muchacho de la KGB, o, sobre todo, un demente. Tampoco cuánto sabía de lo que nosotros habíamos estado haciendo. Pero ese hijo de puta hizo que me sintiera despreciable, y ni siquiera sé por qué. Kittredge, te echo tanto de menos que podría ponerme a llorar sobre mi cerveza. Si al menos fuese un tipo demostrativo, como Yevgueni Yevtuchenko.
Recibe todo mi amor.
HARRY
Unas semanas después de enviar mi última carta mensual a Kittredge, correspondiente al primero de julio, llegó a mi hotel un sobre con sello de Arlington, Virginia, dirigido a mi nombre. No contenía ningún mensaje, sólo una llave envuelta en una servilleta. Al día siguiente otra carta, con sello de Georgetown, traía un papel con el membrete de un banco de Arlington en el que estaba escrito el número de una caja de seguridad. Un tercer sobre incluía un recibo por el primer pago de la caja, además de una nota que especificaba que, para mantenerla, había que hacer pagos trimestrales. Finalmente, unos pocos días más tarde me llegó por correo diplomático una carta completa de Kittredge, con el nombre de Polly Galen Smith en el remitente, como siempre.
26 de julio de 1958
Adorado Harry:
Estoy de regreso en Georgetown y en unos días partiré rumbo a Maine. Ahora que has recibido la llave y el número de la caja, permíteme informarte que cuando regreses a Washington y abras tu caja en Arlington, encontrarás en un sobre unas treinta películas de 35 mm; cada película contiene doce exposiciones. Las cartas que me has enviado están en esos microfilmes. Te invito a que hagas el mismo proceso fotográfico con mis cartas y después deposites los microfilmes en una caja de seguridad de un Banco de Montevideo hasta que estés en condiciones de depositarlos junto a los míos en Arlington. Entretanto, debes seguir pagando el costo del alquiler de la caja. Valdrá la pena. Algún día, cuando tú y yo seamos viejos, quizá sea interesante publicar las cartas. Es decir, los fragmentos impersonales.
Harry, nunca sabrás cuan cerca estuvo tu correspondencia de ser destruida. En el armario del pequeño dormitorio donde solías dormir algunas veces, hay una moldura en el zócalo que se puede quitar y volver a poner sin dificultad. Detrás de la tabla había un espacio adecuado, y durante el último año y medio, cuando se juntaban muchas cartas tuyas, sacaba mi martillo. Por supuesto, por períodos breves, era más sencillo guardar tus últimas cartas entre las páginas de algún libro o revista que Hugh nunca leería. Como
El ABC del crochet
. Cosas por el estilo. Por supuesto, cuando el último
Vogue
parecía embarazado, me aseguraba de juntar todas tus páginas y, después de aflojar el zócalo, guardaba tus cartas como una ardilla, y volvía a clavar la tabla.
Pero Hugh tiene antenas que llegan quién sabe hasta qué cubículos, de modo que de vez en cuando me da un sobresalto. Una vez levantó una
Mademoiselle
que contenía tu última carta, la enrolló, y empezó a pegarse en el muslo con este improvisado instrumento fálico hasta que, para mi alivio, dejó caer la revista sin abrirla y escogió otra del revistero. Buen susto. Pensé que estaba en una película de suspense. En otra ocasión, se pasó todo el fin de semana revisando los zócalos de la casa. Gracias a Dios, la semana anterior yo había reparado la pintura de mi zócalo, cubriendo los clavos. No sé si me anticipé a Hugh, o si lo suyo era una reacción ante cualquier cambio que pudiera sufrir la casa, por sutil o microscópico que fuera. Es aterrorizante vivir con un hombre que tiene el aparato sensorial de un gato. También es emocionante, y contribuye, por cierto, a recompensarme por el espantoso (aunque varonil) olor del aliento de Hugh después de su Courvoisier y sus Churchill. Fumar un cigarro es el insulto más íntimo que un hombre puede hacerle a una mujer. Si alguna vez te casas y quieres perder a tu mujer, ponte a fumar uno de esos cigarros en la cama. Cuan transparentes son los vicios de la gente.
Divago, pero esto se debe a que últimamente estoy muy distraída. Sólo hace dos semanas que he vuelto a casa, y dentro de diez días regresamos a la Custodia, donde tengo la intención de quedarme todo el verano, con Hugh o sin él. En este momento, necesito el aire de Maine más que a mi marido, porque en mi ausencia Christopher ha sufrido una terrible regresión. No ha hecho más que tener horrendas pesadillas, como reacción, creo yo, contra lo que tenía que soportar su madre a miles de kilómetros de distancia, y ahora mi niñito se ve muy pálido y enclenque, como un preocupado muchacho de diez años, y no como un niño de un año y medio. Su madre siente que ella misma ha envejecido muchísimo. El trabajo que hacía me ha enseñado una lección terrible: ¡Las cosas pueden salir mal! De modo que esconder tus cartas en el dominio de Hugh ya no me deparaba el placer perverso de otros tiempos. Las posibles consecuencias eran demasiado grandes para poder soportarlas más. Como resultado de mi experiencia en el Proyecto, me he acostumbrado a esperar lo peor. Y lo peor, he descubierto, destruye todo lo que es bueno. ¡Cuan ingenua he sido! ¡Descubrir todo esto ahora mismo! Pero durante todo ese tiempo, tus cartas, tus amadas cartas, me ofrecieron el calor más travieso y permitieron que mi matrimonio respirara. Desde el punto de vista de la carnalidad, siempre he tenido una pasión totalmente profana por Hugh. No conozco otros hombres, pero dudo de que exista alguno más fálico que él. (Es como los botones y pistones de la Máquina Todopoderosa.) Todo por el bien de un trozo de congelado acero de Nueva Inglaterra como yo. Claro que, por otra parte, están sus apestosos cigarros, y sus glaciales poderes de concentración sobre cualquier cosa que no sea yo (hasta que vuelvo a atraer su atención). En medio de todo esto, tus cartas, tierno y estimulante agente. Podría traicionar a Hugh sólo un poquito, y por ello sentirme leal a él.