El fantasma de Harlot (113 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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8

Como debía enviar al Cuartel del Ojo un informe cifrado de la reunión que Hunt y yo mantuvimos con el Frente, era necesario volver a Zenith. Una vez allí, sólo tenía que caminar hasta el final del corredor para iniciar la búsqueda del señor Flood.

En el I-J-K-L había una gran ordenador llamado PRECEPTOR al que se podía acceder desde cualquier ordenador de Zenith conectado con el Cuartel del Ojo. Se decía que PRECEPTOR contenía cincuenta millones de nombres en su banco de datos. Por lo tanto, no me sorprendí cuando me llegaron dieciséis listados referidos a Sam Flood por la impresora. Pero quince no parecían correctos: un mayor de las Fuerzas Aéreas destinado en Japón, un lampista de Lancashire, Inglaterra, un oficial de la Real Policía Montada de Edmonton, un operador del mercado negro en Beirut, también conocido como Aqmar Aqbal. ¿Para qué seguir? El dato de interés era: «Flood, Sam, reside en Chicago y Miami. Ver AVENTAR».

AVENTAR era un ordenador de nivel superior al de PRECEPTOR, y para ingresar en él se necesitaba un número de acceso codificado. Esta información estaba bajo llave en la caja de seguridad de Hunt. Como no quería esperar hasta la mañana, decidí llamar a Rosen, quien seguramente poseería cuarenta o cincuenta códigos de entrada que se suponía no debía poseer.

Para mi agradable sorpresa, Rosen no sólo estaba, sino que tenía invitados. Se hallaba obligado a reunirse con ellos.

—Aborrezco tener que dar un código sin enterarme del motivo —dijo, quejoso.

—Hunt necesita el pasado de un exiliado cubano que, según creemos, tiene antecedentes criminales.

—En ese caso, de acuerdo. Haces bien en confiar en mí. AVENTAR te dirigirá a VILLANOS. Probablemente necesites a ambos. Espera. Aquí está. Los códigos son XCG-15 y XCG-17A, A mayúscula.

—Gracias, Arnie.

—Ya hablaremos cuando no esté tan ocupado sirviendo copas a amigos borrachines —dijo a modo de despedida.

Rosen sabía muy bien dónde estaban las cosas. AVENTAR me dirigió a VILLANOS, y allí localicé al señor Flood. La impresora me ofreció la siguiente información:

SAM FLOOD
(uno de numerosos alias) de
MOMO
SALVATORE GIANGONO, nacido en Chicago el 24 de mayo de 1908. Más conocido como SAM GIANCANA.

Más de setenta arrestos por crímenes desde 1925.

Fichado por asalto a mano armada y lesiones, intento de asesinato, sospechoso de haber puesto una bomba, sospechoso de robo, juego ilegal, hurto, asesinato.

Actualmente, el personal de G. en Chicago se estima en mil «soldados». G. también mantiene posición de dominio sobre asociaciones de personal menor como ladrones, rateros, policías corruptos, extorsionadores, jueces amigos, políticos amigos, sindicalistas amigos y hombres de negocios, jugadores, secuestradores de aviones, asesinos a sueldo, prestamistas, traficantes de drogas, etcétera, en un número aproximado de cincuenta mil.

Entradas anuales estimadas en el condado de Cook: dos mil millones de dólares.

NOTA: los anteriores son datos de la Policía de Chicago y/o Miami, sin verificar.

Evaluación del FBI: Giancana es indudablemente el único jefe del sindicato de Chicago con intereses que se extienden desde Miami, La Habana (ahora extinta), Cleveland, Hot Springs, Kansas City, Las Vegas, Los Angeles, hasta Hawai.

Giancana es una de las tres figuras principales en el mundo criminal de los EE.UU. (estimación del FBI).

Me fui a acostar de un excelente humor. ¡Bastaba estar en la Agencia para conocer los palacios subterráneos del mundo! Pero me desperté a las cuatro de la mañana con una frase lívida en la mente: «¡Giancana es la encarnación del mal!». Las palabras me perforaron como el sonido agudo de un silbato. ¿A qué me estaba enfrentando? Pensé en la primera pared de roca a la que tuve que hacer frente hacía más de diez años. De hecho, también en esa ocasión pensé que no era necesario hacerlo. Cuando llegara el día, cogería el teléfono y le confesaría a Modene Murphy que había fracasado. Ella podría tomar el vuelo de las seis de la tarde y no verme más. Después le daría a Harlot un informe negativo y también terminaría con él. Continuar con lo que me había propuesto (¡pescar la sirena!) podía resultar catastrófico. Era evidente que a Modene le encantaba hablar. Lo que más me había gustado de ella unas horas antes —su indiscreción, que me permitía adelantar con mi trabajo— había dejado de parecerme tan atractivo. Si llegábamos a tener una relación y se lo contaba a Sam Flood, ¿cuál de sus cincuenta mil malhechores o mil soldados me quebraría las piernas? Sentí una punzada de terror. Necesitaba una copa. Traté de estimar el riesgo. Considerado fríamente, ¿qué podía suceder? Me parecía oír el comentario de Harlot: «Mi querido muchacho, no lloriquees. No eres miembro de la banda del señor Giancana, y no te hará ningún daño. Nunca olvides que perteneces al campamento de la Gran Gente Blanca; Sam, mal que le pese, nació en el rebaño de los rufianes. Puedes estar seguro de que se sienten honrados cuando condescendemos a mezclar nuestra carne con la de ellos».

Con una segunda copa me quedé dormido. Desperté a las siete de la mañana del día siguiente sintiéndome otro hombre. Estaba a la vez nervioso y lleno de expectativas. La excitación me acicateaba. Pensé otra vez en el montañismo, y en aquellos días en que cada mañana me despertaba pletórico de vida (porque, después de todo, ése bien podía ser mi último día en la Tierra.) Empezaba a recordar que sentirse amenazado y valioso no es la peor emoción que puede experimentarse.

También desperté deseando a Modene. Tenía una monumental erección. Llegué a la conclusión de que por grande que fuera mi amor por Kittredge, no podía subsistir sobre la base de cartas raras veces escritas y jamás enviadas. Aun así, me sentía visiblemente infiel a una parte de mí mismo.

9

—Lo sabía —dijo Modene—. Por supuesto que lo sabía. Sam no podía ser común y corriente. —Estaba leyendo por tercera vez mi resumen del mensaje de VILLANOS—. Parece tener sentido, pero no es así.

—¿Por qué no?

—Porque con Sam me siento segura.

Durante un minuto me pregunté si valdría la pena hablarle de las potencialidades paradójicas de Alfa y Omega, pero luego se me ocurrió que podía llegar a gustarme Fidel Castro si lo conociese. Además, había quienes decían que Stalin y Hitler podían resultar encantadores para algunas personas. ¿Quién podía impedirle a un verdadero monstruo que presentara un Alfa totalmente agradable?

—¿Sabes? —prosiguió Modene—, Sam es un verdadero caballero.

—Nadie podría suponerlo después de leer esto.

—Por supuesto, tuve la ventaja de no saber quién era. De modo que pude estudiar lo que veía. Es muy cauteloso con las mujeres.

—¿Crees que las teme?

—No, en absoluto. Conoce muy bien a las mujeres, por eso es tan cauteloso. Deberías verlo cuando me lleva de compras. Sabe exactamente qué quiero y hasta cuánto le permitiré que gaste en un regalo. Por ejemplo, ahora está sobrentendido que no aceptaré ningún regalo que supere los quinientos dólares.

—¿Por qué trazar la línea en esa suma?

—Porque el regalo sigue siendo lo suficientemente modesto para que no quede en deuda con él. Después de todo, no le estoy dando nada.

—¿Se debe a que estás comprometida con tus otros dos hombres?

—¿Estás siendo condescendiente conmigo?

—No —respondí—. En realidad, estoy furioso.

—Sí —dijo—, estás bebiendo un buen Pimm, y tan fresco como el pepino que ponen a la copa, y dices que estás furioso.

Llevaba unos zapatos y un vestido de seda tan verde como sus ojos. Ése era el único cambio visible con respecto al día anterior. Estábamos ante la misma mesa en el mismo bar casi vacío junto a la misma ventana que daba a la piscina y a la bien cuidada playa, y eran otra vez las seis de la tarde. Fuera, la tarde brutal de Miami se iba convirtiendo en crepúsculo, pero nosotros estábamos atrincherados en el confort atemporal del interior, bebiendo, y las cuatro de la madrugada habían quedado muy atrás. Me incliné y la besé. Ignoro si fue una recompensa por apresurarme a responder, o si simplemente había estado esperando veinticuatro horas para volver a besarme, pero la cuestión es que sentí que estaba ante una forma leve de peligro. Enamorarse de Modene Murphy no era totalmente descabellado. La precisión superficial con la que hablaba no era más que una prenda que uno podía quitarle; debajo, sin protección, estaría el deseo, tan tibio y dulce, tan caliente y desenfrenado como se suponía que debía de ser. Me di cuenta entonces de qué era lo que llamaba «terrenal».

—Basta ya —dijo—, es suficiente.

Se alejó unos centímetros y no supe si sentirme más impresionado por ella o por mí mismo. Nunca había causado ese efecto en una muchacha, ni siquiera en Sally. Mi única pregunta era dónde llevarla. ¿Me permitiría ir a su habitación?

No. Se quedó sentada a mi lado, y me dijo que debía respetar su regla. Me preguntó si tenía un bolígrafo. Sí. Dibujó un circulito en una servilleta, luego lo dividió con una línea vertical.

—Así es como llevo mi vida —dijo—. Tengo un hombre en cada parte del círculo, y eso es suficiente.

—¿Por qué?

—Porque fuera del círculo cunde el caos.

—¿Cómo lo sabes?

—No sé cómo lo sé, pero es claro para mí. ¿Crees que puedo ir por ahí besando a cualquier hombre que se me pone por delante?

—Espero que no. ¿Puedo volver a besarte?

—Aquí no. Nos miran.

Había tres parejas de turistas de mediana edad, cada una de ellas sentada ante su respectiva mesa, alejada del resto. Era verano en Miami Beach. Pobre Fontainebleau.

—Si no quieres dejar a tu hombre de Washington, ¿por qué no abandonas al de Palm Beach?

—Si pudiera decirte quién es, lo entenderías.

—¿Cómo lo conociste?

Era evidente que estaba orgullosa de sí misma. También que me lo quería contar, pero sacudió la cabeza.

—No creo en tu círculo —dije.

—Bien, no he vivido así toda la vida. Durante dos años el único hombre fue Walter.

—¿Walter de Washington?

—Por favor, no hables así de él. Ha sido bueno conmigo.

—Pero está casado.

—Eso no importa. Me amaba, y yo a él no, de modo que es equitativo. Y yo no quería a nadie más. Era virgen cuando lo conocí.

Volvió a regalarme su risita provocativa y franca, como si la parte más honesta de su ser necesitara expresarse de tanto en tanto.

—Pronto empecé a salir con otros hombres, pero la mayor parte del tiempo la segunda parte del círculo permanecía vacía. Entonces apareciste tú.

—Bésame una vez más.

—Aléjate.

—Después entró en escena Sinatra.

—¿Cómo lo sabes?

—Quizá me siento cerca de ti.

—Estás tramando algo —dijo—. Podrás desearme, pero hay algo más.

—Cuéntame acerca de Sinatra.

—No puedo, y no lo haré. Sólo diré que lo echó todo a perder.

—¿Me lo contarás algún día?

—Te he dicho que no puedo. He decidido que la vida de uno jamás debe extenderse más allá de la regla del círculo.

De pronto pensé que me estaba enamorando de otra mujer a quien nada le gusta más que hablar de sí misma en un argot que ella misma había creado.

—¿Por qué no renuncias a Walter y me permites ingresar en tu círculo?

—Él tiene mayor antigüedad.

—Entonces, tómate unas vacaciones del tío de Palm Beach. Nunca lo ves.

—¿Cómo te sentirías si él volviera, y yo te dijese adiós?

—Supongo que intentaría conservar el nuevo
statu quo
.

Se rió como si yo le gustara enormemente, pero me encontraba en una posición ridícula.

—¿Cuál es el primer nombre de nuestro hombre de Palm Beach? —pregunté—. No puedo seguir llamándolo Palm Beach.

—Te lo diré porque no te ayudará en nada. Es Jack.

—Walter y Jack.

—Sí.

—¿No Sam y Jack?

—Definitivamente no.

—¿Ni Frank y Jack?

—Tampoco.

—Pero ¿conociste a Jack a través de Sinatra?

—Has vuelto a acertar. Debes de ser excelente en tu profesión.

No lo dije en voz alta; Sinatra era la única opción que me quedaba.

—Ahora debes irte —dijo.

—No, no lo haré. Tengo la noche libre.

—Bien, pues yo tengo otra cita. Con Sam —dijo.

—Rómpela.

—No puedo. Cuando concierto una cita con alguien, lo considero un contrato. Férreo. Así soy. —Me dirigió un beso sin palabras a un metro de distancia, pero al apretar los labios y luego entreabrirlos, una brisa de ternura llegó hasta mí—. Salgo mañana a las ocho, y estaré de vuelta en una semana.

—¡Una semana!

—Te veré cuando regrese de Los Angeles.

—A menos que Jack esté contigo.

—No lo estará. Eso lo sé.

—¿Por qué vas a Los Angeles? —pregunté.

—Porque Jack me ha invitado. Arreglé todo para estar libre.

Regresé a Zenith. Cuando consulté a PRECEPTOR, en la impresora aparecieron cinco hojas de información acerca de SINATRA, FRANK. Bajo «Amigos y Conocidos» había una lista considerablemente larga, pero sólo un Jack: «Jack Entratter, Sands Hotel», y la nota: «Puede ser miembro del Clan. Ver AVENTAR».

No tenía que ir a VILLANOS. En AVENTAR, bajo «El Clan», estaban: Joey Bishop, Sammy Cahn, Sy Devore, Eddie Fisher, el senador John Fitzgerald Kennedy, Pat Lawford, Peter Lawford, Dean Martin, Mike Romanoff, Elizabeth Taylor y Jimmy van Heusen.

Envié un telegrama, sin firma, a Harlot en Georgetown:

YA QUE NUESTROS AMIGOS RESULTAN SER JUAN FIESTA KILLARNEY Y SONNY GARGANTÚA ¿NO ES HORA DE QUE ENVÍE LA MERCADERÍA A DESTINO?

No creía que el Jack de Palm Beach fuese John Fitzgerald Kennedy, quien se encontraba en Los Angeles para ser designado candidato a presidente por la Convención Demócrata, pero la Navaja de Ockham estaba allí para recordarme que la explicación más simple, si incluía todos los hechos, posiblemente fuera la correcta. No contaba con demasiados hechos, pero los pocos que tenía se adecuaban a Jack Kennedy. No tuve dificultad en dormir, porque ni siquiera lo intenté. Harlot me llamó al motel a las seis de la mañana, para gran disgusto de la dueña, quien me lanzó una mirada de furia cuando acudí al teléfono de la recepción.

—¿Es usted, Hugh?

—No envíes telegramas comerciales —fueron sus primeras palabras—. Veo que el éxito no te sienta bien.

No demoró en ir al grano. Debía viajar a Washington de inmediato.

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