El fantasma de Harlot (112 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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—Me alegro de que llamara —dijo.

—¿En serio? —pregunté, sin poder disimular mi incredulidad.

—Sí. Realmente quiero hablar con usted. Necesito un hombre sabio en quien confiar. —Se echó a reír—. Un experto.

Tenía una risita provocativa y directa que me pareció agradable, pues sugería que había en ella cierta carencia de pulimento capaz de ser mejorada.

Me explicó que la noche anterior se había acostado tarde y que saldría de compras todo el día. Había fijado una cita para esa noche.

—Pero tengo un espacio libre entre las cinco y las seis y media, y puedo ubicarlo allí —agregó.

Elegimos el bar del Fontainebleau. Sin embargo, antes de verla me llevé un buen susto. La reunión con miembros del Frente en un piso franco daba señales de prolongarse hasta la noche. Perdería mi cita con Modene.

Estábamos enzarzados en una discusión por dinero. Cuanto más consultaba yo el reloj, más odiaba al hombre que no paraba de hablar. Era el ex presidente del Senado cubano, Faustino
Toto
Bárbaro, quien había preparado un presupuesto para el Frente de setecientos cuarenta y cinco mil dólares al mes para «necesidades elementales». Nuestros contables, le replicó Hunt, estaban listos para asignar ciento quince mil dólares mensuales.

La reunión se convirtió en una disputa a gritos.

—Informe a sus ricos americanos que nos damos cuenta de sus subterfugios —bramó Toto Bárbaro—. No necesitamos limosnas. Somos capaces de conducir nuestro propio vehículo histórico. Me permito recordarle, señor Eduardo, que derrocamos a Batista sin ayuda de ustedes. Muy bien, dennos el dinero para las armas. Nosotros haremos el resto.

—Por Dios, Toto —dijo Hunt—, usted sabe que nuestra ley de neutralidad nos pone toda clase de trabas.

—Simples legalismos. Esgrimí el martillo en un Senado lleno de abogados, de abogados cubanos. Cuando nos convenía, usábamos el modo legal para paralizar ciertos asuntos, pero, señor Eduardo, cuando estábamos listos para la acción, suprimíamos esas restricciones. Usted se está burlando de nosotros.

—Habla tú con él —dijo Hunt, furioso, y salió de la habitación. Howard sabía cuándo usar un estallido de genio. Las cuentas del Frente debían pagarse, y el único estadounidense con poder para negociar se había ido. Con gran despliegue de mal humor, la oferta de ciento quince mil dólares fue aceptada
pro tem
, y conseguí que la reunión finalizase. Gracias a Bárbaro, también conseguí el nombre de una joven viuda cubana que, según me prometió, no sería demasiado cruel con mi viejo condiscípulo Sparker. Fue otra lección de política; gracias a este favor, Bárbaro me obligó a aceptar una invitación para cenar esa semana. Empezaba a descubrir que la política era una forma de hipotecar el futuro. Aun así, me esperaba una cita inmediata con Modene. A las cinco menos cuarto iba por la carretera hacia Miami Beach, y a las cinco en punto le entregaba el coche al portero del Fontainebleau para que lo aparcara.

7

Mi azafata no dejaba de mirarme a los ojos mientras bebíamos en el bar Mai Tai. Yo no podía articular palabra. Sally Porringer era el único modelo que tenía, pero con Sally nunca había habido problemas de conversación. Bastaba apretar un botón y el tema surgía de inmediato: cuánto amaba a sus hijos; cuánto aborrecía a su marido; cuánto había amado a su primer novio, el futbolista; cuánto me amaba a mí; cuan despreciable era yo; cuan irresponsable; cuan cerca estaba ella del suicidio. Sally tenía su cuota de heridas abiertas y furia sin cauterizar.

Pero Modene Murphy (si uno la creía) estaba lista para disfrutar de todo. Le gustaba la playa porque «la mantienen tan limpia». Le gustaba la piscina del Fontainebleau porque «el barman hace los mejores cócteles de Miami Beach», y el bar Mai Tai porque «me encanta emborracharme aquí». Le gustaba trabajar en Eastern porque «hago lo que quiero».

—Los primeros años en una aerolínea se sufre bastante. Te cambian de vuelo cuando les viene en gana, pero ahora tengo controlada la situación. No es que elija la ruta, por supuesto, pero sí los días en que trabajo.

—¿Cómo has conseguido tanta libertad?

—Hablemos de ti —dijo.

—No soy interesante —repuse—. O al menos la electrónica lo es.

Lo que aumentaba mi incomodidad era que tenía un magnetófono en el maletín (el juguete más nuevo que había llegado a Zenith procedente del Cuartel del Ojo), de modo que más tarde me vería obligado a escuchar mis propias palabras.

—Podrás ser un experto —dijo—, pero no en electrónica.

—¿Qué clase de experto soy, entonces?

—Eres capaz de descubrir cosas acerca de la gente que la gente no quiere que tú sepas.

—Bien, eso es verdad. Tienes razón. Soy un detective privado.

—Me gustas —dijo. Luego se rió—. Me gusta tu estilo. Eres tan... controlado.

—¿Controlado? ¡Si siento un espasmo cada vez que te miro!

Me dio un golpecito en la mano.

—De hecho —proseguí—, estoy loco por ti. —Al decir esto tartamudeé levemente, y me di cuenta de que era la única manera de decir algo como aquello. Me pareció que sonaba sincero — . Es decir, he conocido mujeres que han significado mucho para mí, y hay una de la que he estado enamorado durante muchos años, pero está casada.

—Sé lo que es eso —convino Modene sabiamente.

—Pero nunca he sentido el... impacto que sentí la primera vez que te vi.

—Estás tratando de cortejarme. ¡Cuidado! La primera vez que te vi fue en el avión, y tenías la cabeza gacha. Todo lo que noté es que no cuidas muy bien tu cuero cabelludo.

—¿Qué?

—Caspa —dijo solemnemente, y al ver mi expresión se echó a reír—. Quizás es sólo que no te enjuagas bien la cabeza cuando te bañas, pero está claro que no tienes una mujer que te cuide.

—¿De la forma que la mujer de Sparker lo cuida?

—¿Quién?

—Bradley Bone, el hombre de
Life
.

—Ah, él. No me interesa en absoluto.

—Pues a mí me pareció que sí.

—Necesito a alguien que me enseñe fotografía.

—¿Fue por eso que hiciste como si estuvieras interesada en él? —Voy directamente a lo que quiero y lo atrapo.

Soltó su risita franca y provocativa, como si no supiera lo horrible que sonaba.

—Me pareces increíble —dije—. El corazón me dio un vuelco. Nunca sentí nada igual. Ni con la mujer que amo.

La miré a los ojos y bebí un largo trago. Ya había decidido que antes de pasarle la cinta a Harlot, la corregiría.

—Quiero besarte — dijo. Lo hizo. Fue breve, pero sentí sus labios blandos—. Eres terrenal.

—Supongo que eso es algo bueno.

—Bien, según parece, los hombres terrenales me consideran muy atractiva.

Mis labios sentían el eco táctil de sus labios, y mi respiración era audible. ¿Terrenal? ¡Pues era algo nuevo!

—¿A qué otras personas definirías como terrenales?

Me señaló con el dedo.

—Eso no se dice.

—Me da igual.

—A mí no. Tengo una vida privada. Y la protejo.

—¿Ninguno de tus amigos sabe nada de ti?

—Hablemos de otra cosa —dijo — . Yo sé por qué quiero estar contigo, pero ¿por qué quieres tú estar conmigo?

—Porque me bastó verte una vez para que una especie de fuerza se apoderase de mí. Jamás sentí nada igual. Es la verdad.

¿Cuál sería la verdad? Hacía tanto tiempo que mentía a la gente que empezaba a sentirme mendaz conmigo mismo. ¿Era un monstruo, o sólo estaba en un embrollo?

—Supongo que al conocer a alguien que es igual a uno se siente esta clase de impacto —dije.

Pareció dudar. ¿Estaría pensando en el estado de mi cuero cabelludo?

—Sí —dijo, y me dio un segundo beso, como si inspeccionase mi boca en busca de rastros de oro.

—¿No podemos ir a alguna parte? —pregunté.

—No. Son las seis y diez y debo irme en veinte minutos. —Suspiró—. De todos modos, no puedo acostarme contigo.

—¿Por qué?

—Porque he completado mi cupo. —Me tocó la mano—. Creo en las relaciones serias. De modo que sólo me permito dos a la vez. Una por estabilidad, la otra por amor.

—¿Y ahora no hay lugar?

—En Washington tengo un hombre maravilloso que cuida de mí. Me protege.

—No me parece que necesites protección.

—Protección no es la palabra. Él... se encarga de mis necesidades en el trabajo. Es un ejecutivo de Eastern. Se ocupa de que consiga los horarios de vuelo que quiero.

Su ejecutivo sonaba más pequeño que los gigantes que Harlot me había prometido.

—¿Lo amas?

—No lo llamaría así. Pero es un hombre bueno, y absolutamente confiable. Estoy segura de que me hará feliz.

—No hablas como las chicas que he conocido.

—Bien, me gustaría pensar que soy única.

—Lo eres. Ciertamente única.

Dio un golpecito sobre la barra con un larga uña.

—En Miami Beach está el puerto que he elegido.

—Tienes unas uñas larguísimas —dije—. ¿Cómo haces para que no se te quiebren?

—Atención constante —respondió—. Aun así, alguna vez se me han roto. Es doloroso y caro. Gasto la mitad de mi sueldo en tablillas para uñas.

—También este hotel es caro.

—No tanto. Estamos en verano. Me hacen una tarifa especial.

—¿No queda demasiado alejado del aeropuerto?

—No me gusta hospedarme con las otras chicas y los pilotos. No me importa tener que viajar en el autocar del hotel.

—¿De modo que no te gusta estar con la tripulación?

—No —respondió — . No tiene sentido, a menos que una se quiera casar con un piloto, y todos son increíblemente tacaños. Si tres azafatas, el piloto y el copiloto comparten un viaje en taxi de un dólar con ochenta centavos, puedes estar seguro de que el piloto exigirá que cada uno pague sus treinta y seis centavos.

—Sí, eso es ser tacaño.

—Todavía no te he dicho lo que quiero que hagas para mí.

—No.

—¿Te gusta Frank Sinatra? —preguntó.

—No lo conozco personalmente.

—¿Te gusta como canta? —Creo que exageran.

—No sabes lo que estás diciendo.

—No deberías hacer una pregunta si no respetas la respuesta.

Asintió, como si mis réplicas le resultaran familiares.

—Conozco a Frank —dijo.

—¿Sí?

—Salí con él un tiempo.

—¿Cómo lo conociste?

—En un vuelo.

—¿Y te pidió tu número de teléfono?

—Intercambiamos números. Yo no daría algo tan privado como mi número de teléfono a menos que una celebridad estuviese dispuesta a ofrecérmelo primero.

—¿Y si resultara falso?

—Significaría el fin.

—Me parece que conociste bien a Sinatra.

—No creo que sea de tu incumbencia. Pero tal vez algún día te lo cuente.

Estábamos tomando la tercera copa. Se acercaban las seis y media. Me puse a estudiar las volutas en tonos pastel del bar Mai Tai, que recordaban las curvas de un templete hecho por un dibujante francés. A través de un ventanal se veía la enorme piscina, con forma de ameba. A un costado de esa laguna artificial había una caverna también artificial donde habían instalado otro bar en el que podían sentarse los bañistas. Cerca, al otro lado de un sendero, más allá de una amplia playa cuya arena parecía recibir tanta atención de rodillos como una pista de tenis, se veían las olas de un mar tibio.

Yo no sabía cómo seguir con el tema de Frank Sinatra. ¿Sería él uno de los dos caballeros prominentes a quienes se había referido Harlot?

—¿Qué le encuentras a Sinatra? —pregunté.

—Ese no es el sentido de nuestra conversación —respondió—. Frank ya no me interesa.

—Aunque una vez fue el puerto que elegiste.

—Por momentos eres desagradable —dijo—. Pero mejor así. Porque si volvemos a vernos descubrirás que puedo ser tan desagradable como tú.

—Nada podría ser más desagradable para mí que no volverte a ver. De modo que te diré que lo siento.

—Te aclararé algo. Sí, el puerto que he elegido está en Miami, o para ser más exacta en Palm Beach, cuando viene. Y estoy enamorada de él. —Reflexionó en lo que acababa de decir con aspecto solemne, como si se estuviera examinando el corazón—. Sí, lo amo, cuando estoy con él.

—Eso está muy bien —dije.

—Pero no estamos juntos muy a menudo. Es un hombre demasiado ocupado. En realidad, ahora está increíblemente ocupado.

—Bien, ¿qué puedo hacer por ti?

—Nada. De hecho, nunca sabrás de quién se trata.

Bebí lo que me quedaba en la copa. Eran casi las seis y veintiocho y decidí tomar una firme resolución, como me habían enseñado en St. Matthew's. Me iría exactamente a las seis y media.

—Entonces, supongo que no hay nada que pueda hacer por ti —dije.

—Debes quedarte un minuto —sugirió.

—No sé si podré.

—Por supuesto que podrás. —De pronto se me ocurrió que no era muy distinta a mi madre. Quizá por las noches las mujeres arrogantes intercambiaban sugerencias mediante invisibles filamentos de seda—. De hecho, puedo ver tan poco a este hombre estos días que estoy considerando un cambio. Hay otro hombre que me está prestando muchísima atención.

Di un brinco.

—¿Es amigo de Sinatra?

—Sí. —Me miró—. Eres bueno en tu trabajo, ¿verdad?

Me pregunté a mí mismo si no sería verdad.

—Sí —respondí—, pero no puedo hacer nada por ti si no me dices su nombre.

—Puedo darte su nombre, pero no es el verdadero. Al menos, eso es lo que creo.

—Sería algo por donde empezar.

—Sé que no es su verdadero nombre. Sam Flood. Se hace llamar así, pero nunca vi a nadie en los diarios con ese nombre, y es un hombre que todos respetan tanto que tiene que ser prominente.

—¿Cómo estás segura de que es tan importante como piensas?

—Porque Sinatra no suele respetar a nadie, pero respeta a Sam Flood.

—Te veré mañana por la noche —dije — . Aquí, a la misma hora. Para entonces, sabré quién es Sam Flood.

—Imposible. Mañana trabajo en el vuelo de las seis de la tarde.

—¿Por qué no haces que tu ejecutivo de Washington te deje aquí un día más? Creí que controlabas este tipo de cosas.

Volvió a medirme.

—Está bien —dijo—. Si tú puedes dejarme un mensaje antes de las dos de la tarde diciéndome que tienes la verdadera identidad de Sam Flood, me encargaré de cambiar mi turno.

Nos dimos la mano. Quería besarla de nuevo, pero un destello en su mirada me indicó que no lo hiciera.

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