Harvey había establecido mi nueva posición la mañana siguiente a mi conversación telefónica con Hugh Montague.
—Muchacho —me dijo—, estoy restringiendo tu acceso.
—Sí, señor.
—No sé cuánto durará. Espero que se resuelva pronto. Sin embargo, eres afortunado.
—¿Cómo, señor?
—Crane me llamó por teléfono esta mañana. Se ha pasado los dos últimos días discutiendo con el MI6. Al principio no le dijeron nada. Después le aseguraron que sobre el suelo no había derramada ni una sola gota de jugo de cebollas. Al cabo de seis horas, a las seis de la mañana, hora de Londres, lo despertaron con una llamada telefónica a su casa. «Manténgase a distancia —le advirtieron—. Es complicado. No podemos decir más.»
—Entonces SM/CEBOLLA está en MI6 —dije yo.
Por lo menos, Harlot había hecho una llamada telefónica crucial.
—Así parece, ¿verdad? —convino Harvey.
—Bien, señor, continuaré mientras usted lo ordene, pero, la verdad, no veo...
—Muchacho, no digas nada.
—Señor Harvey, si, como parece probable, no recibimos más informes del MI6, yo podría seguir restringido para siempre. Mejor sería que me quitara la restricción ahora.
—No me digas lo que puedo o no puedo determinar.
Tuve un rapto de inspiración.
—¿Puedo adivinar algo?
—Probablemente no recibas respuesta.
—Usted va a hacer que el MI5 se ocupe del MI6.
Por supuesto. Era lógico que conociera a mucha gente del MI5 de sus días en el FBI.
—Puedo hacer un par de lecturas —confesó.
Me sorprendió, dadas sus nuevas sospechas, que me dijera esto, pero sentí que lo comprendía. Yo le gustaba. Había sido un buen discípulo. Si siempre me pedía que me explayara, la verdad es que ahora era él quien lo hacía.
Esa tarde Harlot volvió a hacer otra jugada. Me llegó un cable de Washington con los nombres de tres personas que trabajaban en el Nido de Serpientes, con sus respectivos criptónimos. Descodificado, el mensaje decía CALIDAD IGUAL A SMITH, AGOTADO IGUAL A ROWNTREE, PASCUA IGUAL A O'NEILL. FIRMADO: KU/CORO.
KU/CORO era Ed Gordon, uno de los compañeros con quienes compartía piso en Washington. Quedé atónito ante el carácter abierto del mensaje de Harlot y la eficacia de la jugada. Si se le preguntaba a Ed Gordon, él negaría haber enviado el cable, pero, ¿quién le creería? Suponiendo que hubiera respondido a mi petición de que me enviara unos cuantos criptónimos de la Desviación, ¿admitiría que era verdad? Pobre Ed Gordon. Nunca me gustó demasiado. Era medio calvo a los veintiocho años, tenía una barba muy cerrada que le otorgaba una sombra azulada a su mentón, se afeitaba dos veces por día, y había pasado muchísimo tiempo en Villanova dudando en si unirse a la CIA o al FBI. Además, era pedante, y no soportaba perder en una discusión. Pobre Ed Gordon. En esta discusión perdería los testículos. Sí, yo me sentía tan endurecido como un combatiente veterano. Y bien. Tenía comida para alimentar al rey Bill antes de concluir el trabajo del día. Observó los tres criptónimos, y gruñó.
—¿Cómo te llegó esta información? —preguntó.
—Tal vez preferiría no saberlo, señor.
—Quizá no. —Me devolvió el papel—. ¿Puedes conseguir algo más? —preguntó.
—No de mi fuente primaria.
—Prueba con una secundaria. Mi gente en Washington puede investigar a un par de estos muchachos después de leer sus fichas. Pero como el verdadero actor parece estar en MI6, eso tendrá que esperar. Esta noche he de ver a un hombre en el sur de Alemania.
Yo tenía idea de que Bill Harvey iría a Pullach, al sur de Munich, donde el general Gehlen tenía el cuartel general del BND.
—No estará mucho tiempo en el aire —dije.
Meneó la cabeza.
—Iré en coche. De noche puedo hacer el viaje en menos de cinco horas, a pesar de los puestos de control, pero hay que mantenerse a ciento cincuenta o ciento sesenta kilómetros todo el camino. Los martinis ayudan. Dormiré un poco y al alba estaré listo para ver a mi hombre.
—Ojalá pudiera acompañarlo —dije bruscamente.
—Muchacho, no delires.
—¿Quién me remplazará? —Hay un relevo en quien confío.
—¿C. G.?
—Ella también viene. —Me dio un exagerado apretón de manos—. Te veré en un par de días. Ten algo listo para entonces.
—¿Señor Harvey?
—¿Sí, señor?
—Por favor, no le diga a C. G. que soy
persona non grata
.
—Muchacho, eres un maldito imbécil —dijo.
Lo dejé sentado ante su escritorio debajo de las bombas de termita, ahora tan familiares como la expresión de un pariente triste.
Sin embargo, a los pocos minutos de estar de regreso en mi apartamento, sonó el teléfono. Era Harvey.
—Prepara una maleta —dijo—. Te vienes conmigo.
Empecé a agradecerle, pero me interrumpió.
—Diablos, no —dijo—. No soy yo. Es el tío al que voy a visitar. Fue él quien me pidió que te llevara. Dice que te conoció en Washington.
—¿Sí?
Ahora no podía imaginarme de quién se trataba. ¿Sería Harlot? ¿Se habría dirigido directamente al cuartel general del BND? ¿Estaría revelando nuestra relación? Sin embargo, las siguientes palabras de Harvey disiparon mis sospechas.
—Cómo lo conociste es algo que no puedo imaginar —dijo—. Este alemán no suele ir a Washington.
No salimos hasta la medianoche. Al parecer, había dificultades para el reabastecimiento del combustible. Harvey no quería usar ninguna de las gasolineras del Ejército estadounidense porque —en especial por la noche— algunas eran atendidas por civiles alemanes; tampoco tenía intenciones de detenerse en alguna base militar donde se viera obligado a despertar a un sargento de abastecimiento para pedirle la llave del depósito de combustible.
—La última vez perdí una hora de esa manera —protestó—. La maldita llave estaba en los pantalones del sargento, que colgaban de un gancho en un burdel.
—Bill, ¿es necesario que hagas una historia de todo? —le preguntó C. G.
El problema era que no podía hacer entrar cinco bidones de veinte litros en el maletero del Cadillac, y no quería sujetar ninguno en la parte exterior del coche.
—Un francotirador podría hacer blanco con una bala explosiva.
—Bill, ¿por qué no vamos en avión? —le preguntó ella.
—Tenemos un par de mecánicos alemanes en la base aérea. Es demasiado fácil sabotear un avión. Lo sé muy bien.
Mantenimiento soldó en el maletero un depósito auxiliar a prueba de balas. Después de las dos horas que perdimos mientras lo hacían, y de otra mientras esperábamos unos papeles de último momento, partimos. El señor Harvey iba delante, con su fusil, y C. G. y yo en el asiento trasero.
Tal como Harvey había prometido, fue un viaje rápido. El puesto de control en Brandeburgo no puso ningún inconveniente a que entrásemos en Alemania Oriental, ni tampoco el segundo puesto, una hora después, cuando nuestra ruta nos llevó de regreso a Alemania Occidental. Avanzamos entre negros campos llanos mientras él bebía sus martinis y contaba una historia acerca de un agente soviético capturado que llevaba un microfilme oculto debajo de la funda de oro de una muela.
—Yo fui quien descubrió al hijo de puta —nos informó—. «Expóngalo a los rayos X», ordené, y, con seguridad, vimos una línea pequeña entre la funda y la base de la muela. «O el dentista no sirve —les dije a mis muchachos—, o hay un microfilme.» De modo que le sacamos la funda. Eureka: lo descubrimos. Los rusos siempre están inventando algo. (No han oído hablar de la pistola de ácido prúsico? Pulveriza. Estupenda. El agente avanza hacia uno en la calle, le dispara en la cara, y ¡
plop
! Uno se desploma, muerto. Si la autopsia se demora unas horas, no hay señales de veneno. Por eso yo no camino por las calles de Berlín. Quiero que mis amigos sepan que me liquidaron los soviéticos, y no que terminen preguntándose si se me reventó una arteria por beber demasiado.
Volvió a llenar su copa.
—El antídoto para esta clase de ataque, Hubbard —continuó—, si asumimos, claro está, que esperas cierta maniobra contra tu persona, es tragar un poco de tiosulfato de sodio antes de salir. Consulta la dosis en el estante de libros de medicina que hay en GIBRAL, Manual Reservado 273-AQ. Lo mejor, ya que sólo cuentas con diez o quince segundos antes de que el ácido te obnubile, es tener a mano unas cápsulas de nitrato amílico en el bolsillo de la chaqueta. Hay que tragarlas apenas producido el ataque. Yo siempre llevo algunas conmigo —dijo.
Abrió la guantera, sacó un frasco, se sirvió un puñado de cápsulas y nos pasó una docena a C. G. y a mí.
—Guardad éstas. ¡Eh, cuidado con esos carros, Sam! —le gritó al conductor sin interrumpirse—. Siempre hay que apartarse bien de los carros. —Sam viró a la izquierda a ciento sesenta kilómetros por hora para mantenerse alejado de un carro tirado por un caballo que avanzaba lentamente por el borde de la carretera—. No confío en estos campesinos que van por ahí a las dos de la madrugada con un carro —declaró, y volvió al tema de la pistola de veneno—. En cierta oportunidad presencié una demostración justamente en Pullach, que en caso de que no lo hayas adivinado, Hubbard, es adonde nos dirigimos.
—Lo adiviné.
—Los alemanes mataron un perro para nosotros. El hombre del BND que hizo la hazaña simplemente se dirigió al lugar, disparó, y cerró la puerta. El perro estiró la pata. Muerto en el lapso de un minuto. Todo detrás de vidrio.
—Me gustaría conocer a los que mataron al perro —dijo C. G.
—Un perro menos, muy bien —dijo Harvey—, pero una imagen se quedó grabada en nuestra retina para siempre. No hay extremo al que los soviéticos no estén preparados para llegar.
—El BND disfruta con ese tipo de cosas —insistió C. G.
—Ve con cuidado —dijo Bill Harvey—. Estás criticando a los amigos del señor Herrick Hubbard, que lo invitan a pasar el fin de semana a Pullach.
—Jefe, le aseguro que no sé de qué se trata —protesté.
—Toma, mira esto —me dijo, pasándome una ficha de doce por quince centímetros cubierta en ambas caras por palabras escritas a máquina, a un solo espacio—. Así es como debe presentarse un informe, en caso que alguna vez te dé una tarea semejante. Pasa por alto la historia aburrida. Concéntrate en lo esencial. Datos. Como un recuadro en la revista
Time
.
Encendí la luz interior del Cadillac, y leí:
REINHARD GEHLEN
En la actualidad presidente del BND, antiguamente conocido como el cuartel general de la Organización en Pullach, sobre las márgenes del Ysar, diez kilómetros al sur de Munich.
Originariamente un pequeño conjunto de casas, cobertizos y barracas. Construido en 1936 para alojar a Rudolf Hess y su personal. Más tarde convertido en residencia de Martin Bormann. Después de la Segunda Guerra Mundial la Inteligencia Militar de los Estados Unidos se lo apropió para Gehlen. El general estableció su oficina y residencia en la Casa Blanca, un edificio grande, de dos plantas, ubicado en el centro de la propiedad original. En el comedor de la Casa Blanca, situado en la planta baja, los murales son los mismos que en tiempos de Bormann-Hess. Damas alemanas de busto prominente trenzando guirnaldas con espigas de trigo. Esculturas de hombres jóvenes en poses gimnásticas rodean la fuente del jardín. Actualmente, Pullach ha añadido muchos edificios modernos. Tres mil personas, entre oficiales y empleados, trabajan allí hoy en día.
Gehlen mide 1,70 de estatura, y es casi calvo. En las fotos más antiguas aparece delgado. Ahora ha engordado. Con frecuencia usa gafas de sol. Tiene orejas muy grandes. Usa zapatos de suela de goma, que no hacen ruido. Está profundamente orientado hacia su familia.
Criptónimos: el único que conocemos es el de
Doctor Schneider
. Ignoramos su primer nombre. Suele usar pelucas diversas cuando viaja como el doctor Schneider.
¿Se trataba del hombre que yo había conocido en la casa del canal? ¿El doctor Schneider? ¿El hombrecito de grandes orejas que canturreaba mientras Harlot movía sus piezas en el tablero de ajedrez? Estaba intrigado.
—Los muchachos de Gehlen solían tener un cisne —dijo Harvey— adiestrado para nadar en dirección a una señal ultrasónica. Bajo las alas le habían cosido un par de bolsas plásticas impermeables. El cisne cruzaba el lago Glienicker, desde Potsdam hasta Berlín Oeste, llevando papeles en las bolsas, recogía nuevas instrucciones y regresaba, pasando debajo de un puente de Alemania Oriental, desde donde los centinelas rusos le arrojaban migas de pan. Eso es lo que yo llamo un verdadero mensajero.
—Me encanta esa historia —dijo C. G.
—Por otra parte —dijo su marido— en los viejos tiempos, cuando la organización de Gehlen se expandía mes a mes, los alemanes padecían de una carencia crónica de fondos. Gehlen solía derramar gruesas lágrimas. Nos decía que había renunciado al lucro militar estadounidense para firmar un contrato con la CIA, y que ahora nosotros no soltábamos la pasta con la celeridad que él necesitaba. Bien, en realidad, estábamos pagando una fortuna, pero no le bastaba. Un hijo de puta codicioso. No quiero decir que buscara enriquecerse personalmente, comprendedme, sino que quería fortalecer la Organización. Gehlen se comunicó con sus Agencias Generales.
—¿Qué son? —pregunté.
—El equivalente a nuestras Estaciones, sólo que están situadas en todas las ciudades importantes de Alemania. «Enriqueceos», ordenó Gehlen a las Agencias Generales. Luego se comunicaba por teléfono con sus viejos amigos del Ejército de los Estados Unidos. Si alguien quiere estudiar los orígenes de la corrupción en nuestro país, tendrá que remontarse al huevo y la gallina. ¿Cuál fue primero? ¿El Ejército de los Estados Unidos o la Mafia de los Estados Unidos? De todos modos, Gehlen y nuestros muchachos traman una maniobra fiduciaria. Las Agencias Generales entregan un par de agentes menores del SSD a la Policía Militar estadounidense, que de lo contrario no reconocería a un espía enemigo aunque confesara. Como retribución por unos informes acerca de un puñado de porteros pagados por los rusos, la Policía Militar paga a la Agencia General local con cargamentos de cigarrillos americanos. La Organización vende estos cigarrillos en el mercado negro para conseguir fondos y cada viernes estar en condiciones de pagar los sueldos. Cuando la Organización se ha hecho de efectivo por la venta de los cigarrillos, la Policía Militar confisca los cargamentos y devuelve los cigarrillos a la Organización, que vuelve a venderlos a otros operadores del mercado negro. Las mismas diez mil cajas de Camel se revenden cinco o seis veces. Eso, amigo mío, sucedió a finales de la década de los cuarenta, antes de que yo llegara aquí. Los buenos viejos tiempos.