—Horroroso —dijo Harvey—. Pavoroso. Pero lo descubriré. Hay un par de británicos en esta ciudad que me deben muchos favores.
—No lo veo —dije—. Si los británicos han colocado un topo en la Compañía, ¿por qué lo llamarían de vuelta al MI6?
—Oh, pueden volver a sacarlo. Para estar un paso más adelante que nosotros, como ahora. Supongo que se habrán asustado. Cuando yo empecé a seguir el rastro, decidieron llamarlo a MI6 por razones de seguridad.
—En este momento —dije—, ¿es ésa su principal hipótesis?
—En este momento. —Se detuvo para tomar un sorbo de su martini—. Pero ¿qué hacemos entonces?
—Eso es lo que no sé.
—Pues volvemos a las antiguas hipótesis. Las revisamos. Una por una. Desde la más simple hasta la más compleja. Sólo una hipótesis falsa deja de ser perfecta cuando se la examina por segunda vez.
—Vale.
—De modo que yo, Hubbard, vuelvo a la más sencilla. ¿La recuerdas?
—Sí, señor.
—Continúa.
—Todo es un fiasco desde el día uno.
—¿Y? —preguntó.
—Se trata de un pobre chico que tiene un rabino en un puesto alto.
Ahora me miró a los ojos. Era algo que yo esperaba desde hacía varias semanas. Era famoso por la manera en que miraba como si él ya estuviera muerto y uno a punto de estarlo. Su mirada no ofrecía luz, compasión ni humor. Nada, excepto el peso mortal de la sospecha.
Resistí su examen, pero cuando apartó la mirada, volví a sentir las consecuencias de la borrachera. La ginebra que acababa de agregar a mi sangre me estaba haciendo mal. No obstante, me serví otra copa.
—Sí —dije—, ésa era su primera hipótesis.
—Exacto. Te pedí que separaras a cualquier novato que conocieses que hubiese ido directamente de la Granja al Nido de Serpientes. Te dije que luego consiguieras sus criptónimos a través de la Desviación.
—Sí, señor.
—¿Lo has hecho?
—Debo de haberme descuidado.
—Está bien. Sé lo ocupado que has estado. Todos nos descuidamos. Mañana, sin embargo, te sientas junto al teléfono, hablas a Washington y me consigues los nombres.
—Vale.
—¿Has puesto alguna vez el pie en el Nido de Serpientes? ¿Era éste el punto crítico? Un instinto me ordenó que dijera «sí, señor».
—Sí —dijo él—. Me han dicho que fuiste visto allí.
—Bien, apenas pisé el lugar —dije—. Sin embargo, supongo que podemos empezar conmigo.
—¿Cuál era tu criptónimo el día que fuiste al Nido de Serpientes?
—¿No lo recuerda, señor? Le dije que no lo puedo revelar. Pertenecía a Servicios Técnicos.
—Aun así, entraste en el Nido de Serpientes con tu criptónimo.
—Sí, señor.
—¿Tendrán un registro de eso?
—Lo ignoro. Pero firmé el libro de entradas.
—Es posible que pueda conseguir tu criptónimo de allí. Pero ahorremos tiempo. Desembucha, ¿quieres?
Su mirada ahora era tan transparente como el cristal.
—Bien, señor, mientras esperaba la aprobación de Servicios Técnicos, se me ordenó que utilizara el empleo en el Nido de Serpientes como tapadera. Los compañeros con los que compartía piso en Washington creían que iba a trabajar allí todos los días. De hecho, para reforzar esa tapadera, se me extendió un pase para entrar en el Nido de Serpientes, y durante un par de mañanas simulé estar atareado. Sacaba una ficha del archivo, caminaba por el corredor, la volvía a guardar. Puede decirse que mi situación era análoga a mi supuesto trabajo en el Departamento de Defensa.
—Y en estas incursiones, ¿con quiénes de tus compañeros de la Granja te encontraste?
—Eso es lo que no puedo recordar. Me he estado devanando los sesos. No me acuerdo de nadie.
Eso, al menos, era verdad. De mi pelotón de adiestramiento, yo fui el único que enviaron allí.
—Pero, ¿no hacías ninguna tarea?
—No, señor. Nada.
—Está bien. Basta por esta noche.
—Sí, señor.
—Haz esas llamadas a Washington mañana por la mañana.
—Delo por hecho.
Me dispuse a salir. El levantó una mano.
—Hubbard, de momento me inclino por la hipótesis del MI6. Pero no dejaré de observar tu caso. Porque ésta es la primera vez que me dices que pasaste algún tiempo en el Nido de Serpientes.
—Lo siento, señor. Créame. Fueron tan pocos días que no pensé en ello.
—Bien, no te quedes allí mirando igual que Judas Iscariote. Has trabajado bien para mí,. Yo no me vuelvo contra mi gente por poca cosa. Sólo cuando no pasan la prueba del detector de mentiras.
—Sí, señor.
Salí de la habitación sin tocar el picaporte de la puerta. Mis ganas de ir a buscar a Ingrid habían desaparecido. Era a Harlot a quien necesitaba. No me quedaba otra opción que ir al Departamento de Defensa y procurarme un teléfono seguro. Por primera vez desde mi curso en la Granja, empleé una táctica evasiva. Cogí un taxi desde GIBRAL hasta Charlottenburg, me bajé y caminé ocho manzanas antes de retomar la ruta en otro taxi que me dejó a unas pocas calles de Defensa. Descubrí que era imposible saber si uno es seguido o no. Una calle vacía genera sombras; en un viaje en taxi se nota la reaparición de ciertos coches. Creí estar seguro en un ochenta por ciento de no haber sido seguido, aunque mi estado emocional se inclinaba por un cincuenta.
Tuve la suerte de que Harlot hubiese ido a comer a su casa, de modo que pude hablar con él sin demora. Oyó mi informe, prestando especial atención al episodio con Butler y Wolfgang, luego a mi conversación con Crane y a mi confesión a Bill Harvey sobre el Nido de Serpientes. Pensé en contarle también lo de Ingrid, ya que era improbable que ella ocasionalmente no tuviera alguna información para vender, pero preferí no hacerlo. Lo primero es lo primero.
—Muy bien —dijo cuando hube acabado—. Es obvio que Harvey está prestando atención a los hechos grandes y pequeños, al M16 y a ti, querido muchacho.
El «querido muchacho» produjo una nota metálica en el teléfono.
—Sí —dije—, yo también he llegado a la misma conclusión.
Mi voz debe de haber temblado como un chillido de gaviota.
—Voy a inclinar la balanza en favor del MI6 —dijo Harlot—. Tengo un amigo allí. Me ayudará. Durante los dos próximos días Harvey se ocupará de nuestros pares británicos.
—¿Qué ocurrirá cuando no descubra nada?
—Volverá a ti.
—Sí, señor.
—Entretanto, me dirigiré al Archivo-Puente —dijo Harlot— y conseguiré algunos criptónimos para que puedas decir que los obtuviste de la Desviación. Sólo unos pocos e inofensivos zánganos del Nido de Serpientes. Elegiremos tipos que puedan ser tus contemporáneos, para convencer a Harvey de que te estás ocupando de lo que te ha encargado. ¿Conoces por casualidad el criptónimo de alguien?
—Sí —respondí—, pero ¿es justo? Podría perjudicar alguna carrera.
—Nunca llegará a eso. Acabo de tomar una decisión. Tú estás metido en esto por mi culpa. Tengo pendiente un viaje a Berlín para tratar un asunto oficial nada menos que con el señor Harvey. No voy a demorarlo más.
Yo no sabía si tomar eso como una promesa de socorro o la garantía de que mi fortuna acababa de acercarse un poco más a la zona de peligro.
—Entretanto —dijo él—, haz que la señora Harvey te cuente acerca de la decisión de su marido de trasladarse del FBI a la CIA.
—No estaba casada con él entonces —le dije.
—Eso ya lo sé. Sólo quiero tener una idea de la historia que le contó Bill Harvey. Trata de que la dama te dé detalles. Conviértete en un fisgón.
—No sé si eso me parece justo —le dije—. Ella me ha tratado bien.
—Suenas como la hermanita que nunca tuve —dijo Harlot.
—Hugh, con todo respeto, y te respeto a ti...
—Harry, estás en un juego implacable. Desde este instante te ordeno que dejes de lloriquear. Tu conciencia te condujo a esta profesión. Ahora estás descubriendo que tu profesión obligará a tu conciencia a considerarse utilizada de la manera más deplorable, atroz, mefítica, cosa que sucederá con frecuencia.
—¿Mefítica?
—Pestilente. No me sorprendería en absoluto que el hierro, suponiendo que el hierro tenga sentimientos, se sintiera igual cuando se ve obligado a entregar su azufre al horno cuando se lo templa.
—Lo haré —dije.
No sabía si era cuestión de endurecer mi conciencia, o si íntimamente me sentía complacido. Algo nuevo parecía estar despertando.
—Obtén los detalles —me ordenó Harlot—. Cuantos más detalles, mejor.
—Es una mujer callada.
—Sí, pero ama a su marido. O al menos eso es lo que tú dices. Por lo tanto, debe de tener asentada en la memoria toda injusticia cometida contra él. Una vez que la mujer callada empiece a hablar, puedes encontrarte frente a una catarata. Recuerda que J. Edgar se comportó como suele hacerlo cuando le dijo a Bill Harvey que se fuera a la mierda; eso estimulará la indignación de la mujer.
—Por favor, saluda de mi parte a Kittredge —dije.
—Gracias.
—¿Hugh?
—¿Sí?
—¿Y si doy con Wolfgang? Siempre que el individuo del bar subterráneo fuera Wolfgang.
—Muy bien, Harry. Prepara el terreno. Tal vez quiera ocuparme personalmente de ese asunto.
—¿Cuándo llegarás?
—En una semana, a lo sumo.
Cuando colgamos, se me ocurrió que la situación podía explotar en mucho menos tiempo.
No importaba. Estaba demasiado excitado como para irme a dormir. Fui en busca de Ingrid, pero era su noche libre. El Die Hintertür estaba vacío. Me senté ante la barra y flirteé con María, quien, a su vez, se cachondeó de mí por lo de Ingrid. Era evidente que había recibido el informe.
—Está bien —le dije—. Preferiría estar contigo. Maria me dedicó su sonrisa misteriosa. No sé qué le causaba tanta gracia, pero dos días después descubrí que tenía gonorrea.
En el dispensario militar al que acudí para el tratamiento, vi a Dix Butler. Era la primera vez que lo encontraba desde nuestra noche en la ciudad, y me dio una rápida lección de protocolo sexual: no hizo referencia alguna al episodio del piso franco. Sencillamente, no había tenido lugar. En lugar de ello, hizo un chiste acerca de la enfermedad que compartíamos, y ciertamente me alivió el que lo tomase tan a la ligera. Yo no. Había dudado en acudir a un dispensario estadounidense ya que registrarían mi nombre. Por otra parte, nuestro reglamento nos amenazaba con serios castigos en el caso de que no denunciáramos una enfermedad venérea. Aparentemente, nada de eso iría a parar a mi 201, pero tenía mis dudas.
Si opté por el camino oficial, fue debido a la orientación médica dada a los oficiales jóvenes al llegar a Berlín. Se nos había dicho que era desaconsejable acudir a un médico de Berlín Oeste porque uno nunca podía estar seguro de que esa persona no fuese también un agente de Alemania Oriental. El SSD llevaba una lista actualizada del personal del Departamento de Estado y de la Agencia. Como los médicos locales debían denunciar todas las enfermedades venéreas a las autoridades sanitarias de Berlín Oeste, y como los registros podían considerarse abiertos a la Policía de Alemania Oriental, el caso de uno podía terminar en manos del SSD. Estaban en condiciones de chantajear a cualquiera que en primer lugar no hubiese denunciado la infección al dispensario de la Agencia. Resultó un argumento convincente.
Aun así, verme obligado a presentar mi miembro infectado ante la CIA, violaba mi sentido de la privacidad. Quería estar solo con mi vergüenza y mi orgullo (¡después de todo, era una enfermedad viril!) y no quería dar detalles de mi noche. En el dispensario, además, se me pidió que diera el nombre de la mujer que me había contagiado.
—No lo sé —respondí—. Ha habido varias.
—Enumérelas.
Di unos cuantos nombres imaginarios — Elli, Käthe, Carmen, Regina, Marlene— y las ubiqué en distintos bares.
—Es mejor que disminuya su vida sexual —me dijo el enfermero.
—Se es joven sólo una vez.
—Si vuelve a pillar una venérea, habrá que anotarlo en su 201. La segunda vez va a la ficha.
—Vale.
Ya estaba cansado de decir «vale». La presencia de Dix Butler me reconfortó. Él también había acudido al dispensario y, presumiblemente, sabía cómo comportarse en este tipo de situaciones.
—¿Le mencionaste alguna vez a Bill Harvey que estuve en el Nido de Serpientes? —le pregunté mientras aguardábamos en la sala de espera.
—Lo hice.
—¿Cuándo?
—Hace tres o cuatro días. El tío Bill me llamó por teléfono para preguntármelo.
—Yo estaba en el Nido de Serpientes. Como tapadera, ¿sabes?
—¿Es cierto? ¿Qué encubrías?
—¿No se lo dirás a nadie? —pregunté.
—No a menos que haya otra averiguación. Te diré, muchacho, yo recibo órdenes del tío Bill. Él fue quien me eligió para este puesto entre un montón de novatos.
—Bien, yo estaba en Servicios Técnicos.
—¿Con Rosen?
—Nunca vi a Rosen.
—Rosen no hace más que enviarme cartas. Largas como manuscritos. Me cuenta acerca de su trabajo. Demencial. Se pasaba el tiempo en San Francisco observando a una puta a través de uno de esos cristales por los que puedes ver sin que los que están del otro lado lo adviertan. Ella echaba drogas en la bebida de unos tíos para ver qué gotas les hacían hablar más.
—¿Me mostrarías las cartas de Rosen?
—Si es tan tonto como para escribir cualquier cosa, no veo por qué no debería mostrártelas.
Y presumiblemente, como yo había sido tan tonto de contarle a Dix acerca de mi trabajo en Servicios Técnicos, él no vería por qué no contárselo a Harvey. Sentía que acababa de realizar una pequeña y magistral maniobra.
Estaba notando vanos cambios en mí. Haber caído en desgracia con Harvey no me hacía sentir débil, sino el poseedor de una clase peculiar de fuerza. Ignoro si mi conciencia había empezado a templarse, transformándose de hierro en acero, pero no me sentía diferente a un soldado que se ha adiestrado durante un año, entra en combate y, para su sorpresa, descubre que se trata de una vida superior. Puede estar muerto al día siguiente, o al cabo de una hora, pero al menos las preocupaciones han desaparecido. Se siente vivo. Poco a poco las pequeñas relaciones iban adquiriendo significado. Quizá no volviese a ver a Ingrid nunca más, pero la necesidad de protegerla era instintiva. El combate, estaba descubriendo, me dejaba al borde de la risa y a la vez lleno de tristeza por la brevedad de mi vida (en este caso, mi carrera), aunque me sentía tranquilo.