En sus observaciones había una nota concluyente, como si ya hubiera decidido lo que le diría a las tropas. Howard nos dio a entender que le había advertido a Toto que si no cooperaba lo enviaría de regreso a Miami con camisa de fuerza, aunque esa historia no me pareció creíble, pues de suceder algo así, el Frente se desmembraría. Puedes negarlo si quieres, pero ahora creo saber por qué ni tú ni Howard reaccionaríais si yo descubriese la verdad acerca de la manipulación de la lotería por parte de Trafficante, y la conexión de Bárbaro con esto. ¡No tiene sentido jugar tu mejor carta si no puedes ganar la partida! Creo que he aprendido algo de gran valor.
El resto de la tarde resultó interesante. Pudimos comprobar la impresionante competencia de las tropas en el manejo de los fusiles automáticos, ametralladoras y morteros. Bárbaro parecía extrañamente divertido. Por ejemplo, tenía un aspecto de maniático excitado cuando lo invitaron a disparar una ametralladora de 50 mm. El arma se le trabó y él se echó a reír. Se probó un casco, se echó un fusil al hombro, arrojó un par de granadas desactivadas y luego una cargada. Al cabo de un rato, me di cuenta de que estaba actuando como un hombre que disfruta al retirarse. Entretanto, Howard asentía complacido y sacaba fotos de los oficiales, las tropas, el terreno, sonriendo todo el tiempo sin sacarse la pipa de la boca.
A la mañana siguiente, Anime y Bárbaro dirigieron una arenga a la Brigada. Artime tiene un estilo cósmicamente poético y cargado de nociones sentimentales, aunque debo admitir que para nuestro anglosajón resulta algo desconcertante. «Es por voluntad del cielo que estamos aquí reunidos, lejos del hogar... Es el deseo de Dios que sudemos y vivamos sumidos en el temor, y dominemos ese temor, y que nuestra hermandad prospere hasta que llevemos la bandera de la Brigada de regreso a Cuba, de regreso a La Habana, de regreso a un país en donde los cubanos podamos amarnos nuevamente los unos a los otros.» Predominaban los verbos como vencer, triunfar y prevalecer. «Venceremos, triunfaremos, prevaleceremos. No podemos fracasar en esta guerra contra los endurecidos corazones de los comunistas, pero aunque seamos masacrados en la cabeza de playa —en este momento surgió un sonido sorprendente de la Brigada, producido por la idea de morir; era un grito extático, emocionado, como si en el momento en que el cuerpo se desplomase herido, vislumbraría el cielo — , aunque perdamos la vida, no seremos derrotados. Porque los estadounidenses, ese pueblo orgulloso que nos apoya, jamás aceptarán la derrota, y nos seguirán, ola tras ola.»
Ola tras ola de apasionados aplausos acompañaban sus palabras. Artime es una extraña clase de líder. Cuando habla es el espíritu mismo del carisma; cuando termina de hablar, es simplemente un hombre de modales educados. Sin duda tiene dos personalidades, la más joven de las cuales no parece muy segura de sí misma. Surge a la superficie cuando se ve obligado a decir esas chorradas, o cuando presenta a Bárbaro con términos lisonjeros: «Un hombre sin el cual la historia cubana de los últimos veinte años no sería como es». Antes de que Toto abriese la boca, las tropas deben de haber presentido que había algún tipo de arreglo, porque aplaudieron y silbaron a la vez, y cuando Bárbaro empezó a decirles que regresaba a Miami llevando con él un altísimo concepto de la Brigada, opinión que haría que la comunidad de exiliados cubanos de Miami se sintiese orgullosa de sus héroes, recibió una mezcla de aprobación y escarnio. Parecía que todos los hombres que el día anterior lo habían aplaudido se hubieran vuelto en su contra, mientras que los que apoyaban a San Román y Tony Oliva ahora lo ovacionaban.
Toto concluyó con una celebración de la disciplina, el sacrificio y la esperanza del triunfo: «Los actos heroicos de la Brigada se convertirán en leyenda».
Me sentí nostálgico, ¿sabes? La oratoria es un consuelo magnífico si uno se deja apoderar por ella. Mañana nos iremos de TRAX con la impresión generalizada, compartida ahora por San Román, Anime, Alejos, e incluso el coronel Frank, de que nuestro viaje ha sido un éxito.
Al menos eso creo. He visitado las barracas y he hablado y escuchado a los soldados. Estoy seguro de que estos hombres se encuentran emocionalmente dispuestos a dar la vida. Su convicción es casi religiosa. Me resulta difícil comunicar la clase de emoción que se apodera de mí cuando los oigo decir que están listos para entregarlo «todo». Espero que esta carta te haya dado una idea de la situación en TRAX.
ROBERT CHARLES
El mensaje que realmente quería darle habría sido más extravagante. La última noche, hablando con los cubanos, me sentí abrumado por su disposición a morir. Sentado en medio de ellos, experimenté una exaltación sagrada, escalofriante, como si en esas montañas y valles se oyera el eco apagado de un estruendo de címbalos y voces, y me sentí cerca de Cal, porque sabía, aunque no sé decir por qué, que se trataba de los sonidos de los hombres entregados a la guerra. Esa noche, al quedarme dormido con el sonido de un fuerte chaparrón tropical, me pregunté si los cruzados y los conquistadores de Cortés también habrían oído ese eco lejano, bello y siniestro. Los australianos, cuando abandonaban las trincheras en Gallípoli, y el Ejército rojo, cuando marchaba a la batalla contra los blancos, ¿oiría la misma música? Los blancos, ¿oirían la misma sirena llamándolos desde la roca cuando peleaban contra los rojos? Mi padre, por cierto, había oído esas notas cuando se arrojaba en paracaídas sobre una tierra extraña.
Fue entonces cuando me di cuenta de que, si yo hubiera sido un miembro de la Brigada, habría estado dispuesto a entrar con ellos en cualquier clase de purgatorio. Comprendí el odio que sentían hacia Castro. Odiar a Castro ofrecía un estado de exaltación al que no se podía acceder de ninguna otra forma, y no pude por menos que conmoverme ante el futuro que le aguardaba a nuestra Brigada. La enormidad de atacar a Cuba con una fuerza tan pequeña me abrumó; quería ser capaz de odiar a Castro con intensidad suficiente para ayudar a que su empresa fuese posible.
No me había dolido perder a Modene, pero a fuerza de recibir golpes, el cuerpo ya no siente las heridas. Regresar de Guatemala resultó más difícil. No pasó mucho tiempo antes de que llamara al Fontainebleau. Estaba decidido a no hablar con ella, pero al menos podía enterarme de si seguía en Miami. El recepcionista me informó de que su base había sido trasladada a Washington. ¿Quería una dirección donde escribirle? No, gracias. Me costó decirlo, porque era como si me volviese a separar de ella.
A Hunt y a mí nos aguardaban nuevas dificultades con el Frente. La posible alianza entre el Frente y las fuerzas de Manuel Ray estaba dividiendo las filas. La mitad de los exiliados de Miami pensaba que Ray era un agente de Castro.
Por otra parte, Manuel Ray aseguraba poseer la red clandestina más grande de La Habana y, además, los presidentes Betancourt, de Venezuela, y Muñoz Marín, de Puerto Rico, parecían bien dispuestos hacia él. Se decía que Kennedy prestaba mucha atención a sus opiniones.
Hunt trabajaba tanto que acabé sintiendo lástima por él. Se había esforzado por ayudar en un programa político que en su fuero interno le resultaba aborrecible. La posibilidad de que se viese obligado a aceptar a un cubano a quien consideraba prácticamente un bolchevique parecía cada vez más cercana. «Fíjate en el programa de Ray —decía, con voz airada—. Conservar la nacionalización castrista de bancos y empresas públicas; mantener la medicina socializada; no devolver a sus legítimos dueños las propiedades confiscadas. Mantener estrechas relaciones con los países del bloque comunista. Manuel Ray es el castrismo sin Castro.»
Al día siguiente, Howard fue convocado a Washington. Volvió a Miami con la noticia de que, por decisión del Cuartel del Ojo, el doctor José Miró Cardona lideraría el Frente. Cardona había sido presidente de Cuba durante algunas semanas después de que Castro hiciera su entrada triunfal en La Habana, pero pronto renunció y se marchó a Argentina. La CIA lo había llevado a Miami. Hunt me dijo que era una figura prestigiosa, capaz de unir al Frente mucho mejor que Toto Bárbaro.
—Sólo hay una cosa mala —dijo Hunt — . Hasta ahora, cada vez que el Cuartel del Ojo le ha pedido a Ray que se una al Frente, Ray ha tenido la arrogancia de responder que sería más lógico pedirle al Frente que se una a él. Sin embargo, ahora que el doctor Miró Cardona sube a bordo, creo que Ray también lo hará.
—¿Dónde lo deja eso a usted?
—No lo he decidido.
La segunda semana de marzo, Hunt fue llamado otra vez a Washington, donde Bissell le informó que Manuel Ray se unía a las filas.
—Esto equivale a liquidar al Frente —dijo Hunt.
Mi padre, que había sido invitado a asistir a la reunión, le preguntó si no había modo de obligar a su gente a que aceptase a Ray.
—Sí —respondió Hunt—. Podría obligarlos, pero preferiría que no se me pidiera intentarlo.
—¿Por qué no?
Hunt dio una respuesta completa. Más tarde, Cal dijo que no la recordaba. «Hunt está siendo difícil. A mí tampoco me gusta Manuel Ray, pero es obvio que Hunt debía subirse o bajarse del tren. En lugar de eso, prefirió discutir», fueron sus palabras.
Cuando me lo contó, Hunt repitió su respuesta. Entonces supe por qué mi padre no lo había escuchado. Lo que dijo Hunt había sido ensayado con demasiado cuidado para el gusto de Cal.
—Hemos pisoteado el orgullo de hombres que, en su propio país, eran ciudadanos distinguidos y respetados —dijo Hunt—. Durante un período, estos hombres del Frente han terminado por darse cuenta de que en Miami no son más que títeres. A pesar de ello, siguen haciendo lo que les pido porque saben que no hay otro modo de liberar a su país. Dependen totalmente de nosotros. Sin embargo, no puedo ir con la propuesta de que acepten a Manuel Ray en pie de igualdad. Antes de transigir, prefiero retirarme.
—¿Cuál fue la reacción en el despacho de Bissell? —pregunté.
—Un silencio prolongado.
Comprendí el mensaje. Por lo tanto, les dije que prefería regresar a Washington. Podía trabajar con Phillips en los mensajes por radio para la invasión. Te aseguro que se sintieron aliviados.
—El viaje de regreso a Miami debe de haberle parecido largo —dije.
—Tuve tiempo suficiente para cambiar mi manera de pensar acerca de unas cuantas cosas.
Invité a Howard a comer, pero había arreglado con Bernard Barker para que lo acompañase a despedirse de unos cuantos cubanos. Por la mañana partiría rumbo al Cuartel del Ojo. Esa noche, mientras me dirigía a casa en el coche, pensé que Howard Hunt había perdido algo más que su trabajo. No pretendía llegar a entender a la Agencia, pero se me ocurrió que había tocado el techo de su carrera. Ningún trabajo era demasiado oneroso para no aceptarlo.
Aun así, a la mañana siguiente, durante el desayuno, acepté la propuesta de Hunt de trabajar con él en el Cuartel del Ojo. Si me quedaba en Zenith, también podía acabar sin futuro. Quienquiera que fuese el sucesor de Howard, no tendría predilección por su antiguo asistente. Por el contrario, según estimaba Hunt, como oficiales de propaganda participaríamos con el Frente de la invasión. Un flujo de adrenalina, tan puro como el temor de saltar a un abismo de agua helada, confirmó mi decisión. Después de todo, volvería a luchar contra los insensibles corazones de los comunistas.
De modo que se libró la solicitud, y una semana después llegó la orden. Subalquilé mi apartamento de Miami y me dispuse a compartir con Cal su vivienda de Washington.
Poco antes de que me uniera al Cuartel del Ojo, el Frente fue reorganizado, pasando a denominarse Consejo Revolucionario Cubano. El doctor José Miró Cardona fue designado su presidente, y se propuso el ingreso del grupo de Manuel Ray. En una reunión llevada a cabo en el hotel Miami Skyway, un par de oficiales de la Agencia que se hacían llamar Will y Jim y a los que nunca había visto, declararon ante un grupo de exiliados bastante díscolos que si no se aceptaba el cambio propuesto, no habría más ayuda. La sabiduría ejecutiva de la Agencia acababa de ponerse de manifiesto. Cuando se trataba de promulgar medidas severas, el remedio es enviar a un par de desconocidos.
Mi padre vivía pobremente. En la oficina de alquileres de la Compañía le habían ofrecido una casa franca decomisada y la había aceptado por ser económica. Creo que le resultaba placentero ahorrar de esa manera, puesto que así disponía de más dinero para comida y bebidas. Para celebrar mi llegada, me llevó a Sans Souci.
Era sábado por la noche, y comimos espléndidamente. El restaurante estaba tan lleno, y había una atmósfera tan festiva, que hablamos con total libertad. Debido al bullicio, ningún micrófono habría sido capaz de captar nuestra conversación, y yo, una semana después de haber cerrado el escritorio de Hunt y de haber actuado como enlace del equipo ejecutivo de Will y Jim, me sentía tan feliz como quien disfruta de su primer día de vacaciones.
—Tal vez te interese saber lo que ocurrió con la última remesa de píldoras —dijo Cal.
—¿Las que le entregaron a la muchacha? —pregunté.
Asintió. Se echó a reír.
—Bien, ¿qué pasó? —pregunté.
—Al parecer —dijo Cal—, la muchacha puso la píldora en su pote de crema para cutis a fin de pasar sin problemas la aduana cubana. Al cabo de un par de noches, acostada junto a Fidel Castro, que roncaba profundamente, se levantó para sacar la píldora y echarla en un vaso de agua que había en la mesa de noche del caudillo. Pero la píldora no estaba. O bien se había derretido en medio de la crema, o bien los guardias de Castro la habían encontrado.
—¿Me estás diciendo que la habían descubierto?
—Eso cree la muchacha. Al parecer, esa noche Castro fue un amante sensacional, una especie de Superman, algo al parecer poco común en él. Este hecho despertó las sospechas de la muchacha, para quien Castro es la clase de hombre que sentiría placer al enterarse de que su amante intenta matarlo, siempre que, por supuesto, no lo haga. De hecho, podría divertirlo hasta el punto de mostrarse generoso. Ella ha regresado a Miami y le ha dicho a su amigo, Florini, que Castro asegura que nadie podrá matarlo jamás porque los que practican la santería lo protegen día y noche con su magia. «A pesar de ser marxista, soy partidario de la magia», habrían sido las palabras de Castro.
—¿De todo esto te has enterado por Maheu?
—Diablos, no —respondió Cal—. Los detalles generales que me proporcionó hicieron que me apeteciera conversar personalmente con la muchacha.