El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (27 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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El canijo fue a la cocina, cogió la navaja del gigantón, que estaba sobre la mesa, y volvió. Desplegó la hoja, de unos siete centímetros de largo, se sacó el encendedor del bolsillo y pasó por el fuego la punta de la hoja. La navaja no parecía muy peligrosa, pero tampoco era una baratija de ferretería. La hoja medía lo suficiente para rajar a un hombre. A diferencia del oso, el cuerpo del hombre es blando como un melocotón, y una navaja de siete centímetros de hoja puede cumplir perfectamente su cometido.

Tras esterilizar la hoja en la llama, el canijo esperó pacientemente a que se enfriara. Luego, puso la mano izquierda sobre el elástico de la cintura de mis bóxers blancos y los bajó de un tirón hasta un punto en que mi pene quedó medio descubierto.

—Te va a doler un poco. Tú aguanta —dijo.

Sentí que una bola de aire del tamaño de una pelota de tenis subía desde mi estómago hasta la mitad de mi garganta. Noté cómo el sudor cubría la punta de mi nariz. Tenía miedo. Probablemente, temía que me lastimaran el pene. Y que mi pene lastimado no pudiera tener ya nunca más una erección.

Pero el hombre no me hirió en el pene. Efectuó un corte horizontal de unos seis centímetros en el vientre, unos cinco centímetros más abajo del ombligo. La hoja afilada de la navaja, aún caliente, mordió suavemente la carne de mi bajo vientre y se deslizó hacia la derecha como si trazara una línea con una regla. Intenté retirar el vientre hacia atrás, pero, inmovilizado por el gigantón, no pude. Además, el canijo, con la mano izquierda, me agarraba firmemente el pene. Un sudor frío emanaba de cada uno de mis poros. Un instante después me asaltó un dolor intenso. En cuanto el canijo, tras limpiar la sangre con un pañuelo de papel, plegó la hoja de la navaja, el gigantón me soltó. La sangre teñía de rojo mis calzoncillos blancos. El gigantón me trajo una toalla del baño y yo la presioné contra la herida.

—Eso se arregla con siete puntos —dijo el canijo—. Bueno, te quedará una pequeña cicatriz, pero ahí no se ve mucho. Lo siento, el mundo es así. Tómatelo con calma.

Aparté la toalla de la herida y me contemplé el corte. La herida no era muy profunda, pero, mezclada con la sangre, la carne tenía un color rosa pálido.

—Cuando nos vayamos, vendrán los del Sistema. Tú enséñales la herida. Diles que, como no nos decías dónde estaba el cráneo, te hemos amenazado con cortarte un poco más abajo. Pero tú no sabías nada y, por lo tanto, no has podido decirnos nada. Y, entonces, nosotros nos hemos largado. Esto es la tortura de la que hablábamos. Claro que, si fuésemos en serio, sería muchísimo peor. Pero por hoy es suficiente. En la próxima, si surge la ocasión, te enseñaremos con calma cosas mucho mejores.

Con la toalla apretada aún contra mi vientre, asentí. Soy incapaz de explicar por qué, pero me dio la impresión de que era mejor hacer lo que me decía.

—Por cierto, fuisteis vosotros quienes me enviasteis a aquel pobre empleado del gas, ¿verdad? —le pregunté—. Dabais por sentado que el hombre no lo conseguiría y lo único que buscabais era ponerme en guardia y que escondiera el cráneo y los datos en alguna parte. ¿Me equivoco?

—¡Qué listo es! —volvió a admirarse el canijo mirando al gigantón al rostro—. No se le escapa una. Un tipo tan inteligente puede sobrevivir. Con un poco de suerte, claro.

Luego, los dos se marcharon. No tuvieron necesidad de abrir la puerta, ni de cerrarla después. Mi puerta blindada, retorcida y fuera de sus goznes, estaba abierta al mundo entero.

Me quité los calzoncillos manchados de sangre, los arrojé al cubo de la basura y me limpié alrededor de los labios de la herida con una gasa suave empapada en agua. Cuando me movía hacia delante y hacia atrás, sentía un dolor punzante. La manga de mi sudadera también estaba manchada de sangre, así que también tiré a la basura la sudadera. Luego, de entre toda la ropa esparcida por el suelo, escogí una camiseta de un color en el que no resaltaran las manchas de sangre y un pequeño slip, y me los puse. Me costó lo suyo.

Fui a la cocina, bebí dos vasos de agua y, absorto en mis pensamientos, esperé a que aparecieran los del Sistema.

Unos treinta minutos más tarde llegaron tres tipos de la oficina central. Entre ellos estaba el joven presumido que era mi enlace con la organización y que siempre venía a mi casa a recoger los datos. Como de costumbre, llevaba traje oscuro y camisa blanca y una corbata que le confería aspecto de supervisor de créditos bancarios. Los otros dos calzaban zapatillas de tenis y vestían como empleados de alguna compañía de transportes. A pesar de ello, se veía que no trabajaban ni en un banco ni en una compañía de transportes; simplemente, se habían vestido de un modo que no llamara la atención. Pero sus ojos escudriñaban a su alrededor sin cesar y sus músculos estaban tensos y preparados para cualquier contingencia.

Ellos tampoco llamaron a la puerta, claro está, y entraron en mi apartamento sin descalzarse. Mientras los empleados de la empresa de transportes inspeccionaban el piso de punta a punta, mi enlace me tomó declaración. Se sacó una libretita negra del bolsillo interior de la americana y fue apuntando en ella, con un portaminas, los puntos esenciales. Le conté que habían venido dos tipos que andaban tras un cráneo y le mostré mi herida. Él la contempló unos instantes, pero no expresó su opinión.

—¿Y a qué cráneo se referían? —quiso saber.

—No lo sé —dije—. Eso es lo que iba a preguntarte yo.

—¿Seguro que a usted no le suena de nada? —preguntó mi enlace con una voz sin inflexiones—. Todo esto es muy importante, así que intente acordarse, por favor. Después será demasiado tarde para rectificar. Los semióticos no actúan porque sí. Si han venido a su apartamento en busca de un cráneo, es porque tenían fundadas razones para creer que el cráneo se encontraba aquí. Nada surge de la nada. Y si además se molestan en venir a buscarlo, es que ese cráneo tiene un gran valor. Es impensable que usted no tenga ninguna relación con él.

—Bueno, pues si tanto sabes y tan inteligente eres, explícame tú qué valor tiene ese cráneo —le dije.

Mi enlace permaneció unos instantes dando golpecitos con el portaminas en el canto de la libreta.

—Eso es precisamente lo que vamos a investigar —dijo—. A investigar de un modo exhaustivo. Y llegaremos al fondo de la cuestión. Y si resulta que usted oculta algo, tendrá serios problemas. ¿Es consciente de ello?

Le dije que sí. ¡Vete a saber lo que ocurriría en adelante! Nadie puede prever el futuro.

—Sospechábamos que los semióticos maquinaban algo. Habían empezado a moverse. Sin embargo, aún no sabemos qué buscan. Y quizá esté relacionado de algún modo con usted. Tampoco sé qué valor tiene el cráneo. Pero cuantos más indicios vayamos reuniendo, más nos iremos acercando al meollo del asunto. Esto es lo único que puedo asegurarle.

—¿Y qué debo hacer yo?

—Prestar atención. Tomarse un descanso manteniendo los ojos muy abiertos. De momento, le cancelaremos todos los compromisos de trabajo. Si sucede algo, llámenos enseguida. ¿Funciona el teléfono?

Levanté el auricular y lo comprobé. Funcionaba. Me dije que aquel par debían de haber dejado indemne el teléfono a propósito. Aunque ignoraba por qué.

—Funciona —le dije.

—¿Lo ha comprendido bien? Si ocurre algo, por insignificante que sea, llámenos. No pretenda solucionarlo por su cuenta. No intente ocultarnos nada. Esta gente es peligrosa. La próxima vez no se contentarán con hacerle un arañazo en el vientre.

—¿¡Un arañazo!? —solté sin pensar.

Los hombres con pinta de empleados de empresa de transportes, inspeccionado ya el piso, volvieron a la cocina.

—Lo han registrado todo a conciencia —concluyó el de mayor edad—. No se les ha escapado nada y han actuado con método. Un trabajo de profesionales. Esto es cosa de los semióticos.

Cuando mi enlace hizo un gesto de asentimiento, salieron de la habitación. Mi enlace y yo nos quedamos solos.

—Si buscaban un cráneo, ¿cómo es que han rajado incluso la ropa? —pregunté—. Entre la ropa era imposible esconder ningún cráneo, fuera del tamaño o de la clase que fuese.

—Estos tipos son profesionales. Y los profesionales contemplan todas las posibilidades. Usted podría haber metido el cráneo en una consigna automática y haber escondido la llave. Y una llave puede ocultarse en cualquier parte.

—¡Ah, claro! —dije. Claro.

—Por cierto, ¿los semióticos no le han hecho alguna propuesta?

—¿Propuesta?

—Sí. En concreto, la propuesta de unirse a la Factoría. Ofreciéndole dinero o algún cargo. O mediante amenazas.

—No me han dicho nada de eso —dije—. Sólo me han preguntado por el cráneo y me han rajado la tripa.

—Escúcheme con atención. Si le hacen alguna propuesta de este tipo, debe rehusar. Si nos traicionara, aunque tuviéramos que seguirle hasta el fin del mundo, lo encontraríamos y acabaríamos con usted. No le miento. Es una promesa. El Estado está con nosotros. Nada nos es imposible.

—Lo tendré en cuenta.

Cuando se hubieron ido, intenté recapitular los hechos. Pero ni el mejor de los resúmenes podía conducirme a ninguna parte. El quid de la cuestión estaba en qué diablos investigaba y hacía el profesor. Conjeturar sin saber eso representaba una pérdida de tiempo. Y yo desconocía qué ideas bullían en la mente del anciano profesor.

Sólo una cosa estaba clara: yo me había visto obligado a traicionar a los del Sistema. Y si éstos se enteraban —y seguro que se enterarían antes o después—, me vería en un gran aprieto, tal como me había vaticinado mi presuntuoso enlace. Aunque yo hubiera tenido que mentir bajo amenazas; porque, aunque los del Sistema llegaran a saber las circunstancias de mi traición, jamás me lo perdonarían.

Mientras estaba absorto en mis cavilaciones, la herida empezó a dolerme de nuevo, así que decidí buscar en la guía telefónica la empresa de taxis más cercana, pedir uno e ir al hospital a que me curasen la herida. Me apreté una toalla sobre el vientre, me puse unos pantalones holgados y me calcé. Al agacharme para ponerme los zapatos, sentí un dolor tan agudo como si me estuvieran partiendo por la mitad. ¡Y pensar que una herida en el abdomen de apenas dos o tres milímetros de profundidad es capaz de convertir la vida de un hombre en un infierno! Por no poder, ni siquiera podía ponerme bien los zapatos. Ni hablar de subir y bajar escaleras.

Bajé en ascensor, me senté en el macetero del vestíbulo y esperé a que viniera el taxi. El reloj marcaba la una y media de la tarde. Sólo habían pasado dos horas y media desde que aquel par de brutos me habían destrozado la puerta. Habían sido dos horas y media muy largas. Me daba la sensación de que, como mínimo, habían transcurrido diez.

Ante mis ojos fueron desfilando amas de casa que volvían de hacer la compra. Por las bolsas del supermercado asomaban cebolletas y nabos. Me dieron un poco de envidia. A ellas nadie les destrozaba la nevera ni les rajaba la tripa de un navajazo. Sólo tenían que preocuparse por las notas de sus hijos y de cómo cocinar las cebolletas y los nabos para que la vida fuera siguiendo tranquilamente su curso. No tenían necesidad de salir huyendo con un cráneo de unicornio en brazos ni de calentarse los cascos procesando códigos secretos incomprensibles. Ellas llevaban una vida normal y corriente.

Pensé en los langostinos, en el filete de ternera, en la mantequilla y en la salsa de tomate, que debían de estar descongelándose sobre el suelo de la cocina. Tendría que comérmelos antes del día siguiente. Pero no tenía ni pizca de apetito.

El cartero llegó montado en una motocicleta Super Cub de color rojo y fue distribuyendo hábilmente el correo dentro de los buzones alineados a un lado del vestíbulo. Mirándolo, me di cuenta de que había buzones que estaban llenos a rebosar de correo y otros que no recibían ni una triste carta. El mío, ni lo tocó. Ni siquiera le dirigió una mirada.

Al lado de los buzones había un ficus con la maceta llena de palos de polo y de colillas. El ficus parecía tan exhausto como yo. Todo el mundo le arrojaba tantas colillas como se le antojaba, le rompía las hojas. No recordaba desde cuándo estaba allí. A juzgar por la suciedad que acumulaba, debía de llevar mucho tiempo en el vestíbulo. Y yo, aunque pasaba a diario por delante, había ignorado la existencia de aquel ficus hasta el día en que me habían rajado la barriga y había tenido que esperar un taxi en el vestíbulo.

El médico, tras examinarme la herida, me preguntó cómo me la había hecho.

—En una pelea. Un asunto de faldas, ¿sabe? —dije. Es lo único que se me ocurrió. Aunque, a los ojos de cualquiera, era obvio que la herida había sido producida por una navaja.

—En estos casos, tenemos la obligación de denunciar el hecho a la policía —dijo el médico.

—No quisiera mezclar a la policía en este asunto. La verdad es que parte de la culpa fue mía. La herida no es muy profunda y preferiría que todo quedara en privado. Se lo ruego.

El médico refunfuñó un poco, pero al final se dejó convencer, me hizo acostar en la camilla, me desinfectó la zona, me puso varias inyecciones, tomó aguja e hilo y me cosió hábilmente la herida. Cuando el médico hubo terminado de darme los puntos, una enfermera me aplicó una compresa sobre la herida y me rodeó la cintura con una especie de cinturón de goma para fijarla bien. Todo el rato me estuvo mirando con desconfianza.

—No haga movimientos bruscos —dijo el médico—. No beba, no tenga relaciones sexuales ni se ría demasiado. Intente descansar, lea un poco. Y vuelva mañana.

Le di las gracias, pagué en la ventanilla, me hice con un medicamento para evitar que la herida supurara y regresé a casa. Al llegar, me tendí en la cama, tal como me había ordenado el doctor, y empecé a leer
Rudin,
de Turguéniev. De hecho, habría preferido
Aguas primaverales,
pero encontrar el libro entre las ruinas en las que se había convertido mi apartamento era una misión casi imposible y, pensándolo bien,
Aguas primaverales
no era mejor que
Rudin.

Tumbado en la cama, antes del anochecer, con un vendaje alrededor del vientre y leyendo una vieja novela de Turguéniev, sentí que todo me daba igual. Yo no había provocado ninguna de las cosas que me habían ocurrido a lo largo de los últimos tres días. Ni una sola. Todo me había venido impuesto desde fuera, yo sólo me había visto involucrado en ello.

Fui a la cocina y rebusqué con suma atención entre los cascos acumulados en el fregadero. Casi todas las botellas de alcohol se habían roto y los cristales se habían esparcido por todas partes, pero una botella de Chivas Regal, solamente una, conservaba intacta su parte inferior y, en el fondo de la botella, quedaba un resto de whisky. Lo vertí en un vaso y lo examiné a contraluz, pero no vi ningún fragmento de cristal. Volví a la cama con el vaso y seguí leyendo mientras me tomaba el whisky tibio, solo.

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