El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (26 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Cuando por fin logré atravesar el bosque y llegar a la orilla del río, densas tinieblas cubrían ya el paisaje. Sin estrellas ni luna, la ventisca y el helado rumor del agua lo dominaban todo y, a mis espaldas, se alzaba el oscuro bosque barrido por el viento.

No recuerdo cuánto tardé en llegar a la biblioteca. Lo único que recuerdo es haber andado eternamente por el camino que bordeaba el río. Las ramas de los sauces se balanceaban en la oscuridad, el viento ululaba sobre mi cabeza. Y por más que avanzase, el camino no tenía fin.

Ella me hizo sentar delante de la estufa y posó su mano en mi frente. Tenía la mano helada y la cabeza me dolió como si me hubiesen clavado un carámbano. En un gesto reflejo, traté de apartarla, pero no pude alzar la mano y el simple intento me provocó una náusea.

—Tienes mucha fiebre —constató ella—, ¿Qué has estado haciendo? ¿Y dónde?

Intenté contestar, pero no encontraba las palabras, como si las hubiera perdido. Ni siquiera comprendía del todo las palabras que ella pronunciaba.

Trajo mantas de no sé dónde, me envolvió en ellas y me hizo acostar delante de la estufa. Mientras me ayudaba a acostarme, su pelo rozó mi mejilla. Pensé que no quería perderla, pero era incapaz de discernir si ese pensamiento surgía de mi conciencia o si emergía de algún viejo recuerdo. Había perdido demasiadas cosas, me encontraba demasiado cansado. Sumido en la impotencia, sentía cómo mi conciencia se iba alejando poco a poco. Me asaltó una extraña sensación de disgregación, como si mi conciencia fuera elevándose mientras mi cuerpo intentaba detenerla con todas sus fuerzas. Y yo no sabía con cuál de los dos debía quedarme.

Entretanto, ella apretaba mi mano.

—Duerme —oí que decía. Y me pareció que sus palabras llegaban, después de mucho tiempo, desde lo más profundo de las tinieblas.

15
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Whisky. Tortura. Turguéniev

El gigantón rompió todas las botellas de whisky —todas, sin dejar ni una— dentro del fregadero. Yo conocía al dueño de la bodega del barrio y, cada vez que había rebajas de whisky de importación, me mandaba unas botellas a casa, con lo cual tenía atesorada una buena cantidad.

Primero, el tipo hizo añicos dos botellas de Wild Turkey, a continuación pasó al Cutty Sark, siguió con tres botellas de I.W. Harper y con dos de Jack Daniels, dio sepultura a un Four Roses, estrelló un Haig y, por último, se cargó de golpe media docena de botellas de Chivas Regal. Armaba un estrépito espantoso, pero el olor era todavía peor. Acababa de liquidar de una tacada la cantidad de whisky que yo me bebía en medio año y, evidentemente, el olor estaba en consonancia. Toda la habitación apestaba a whisky.

—¡Sólo con estar aquí acabas trompa! —se asombró el canijo.

Con la mejilla apoyada en la palma de la mano, yo miraba con resignación cómo las botellas hechas añicos se iban amontonando dentro del fregadero. Pero ya se sabe: todo lo que sube baja y todo lo que tiene forma la pierde. Mezclado con el estrépito del vidrio, se oía el desagradable silbido del gigantón. En realidad, más que silbar parecía que pasara el hilo dental por una fila de dientes separados por intersticios irregulares. A mí no me sonaba aquella musiquilla... En fin, que no existía. El hilo dental pasaba arriba y abajo, por en medio, volvía a pasar por abajo. Nada más. Sólo con escucharlo los nervios sufrían un desgaste considerable. Tras voltear la cabeza varias veces, bebí un trago de cerveza. Mi estómago estaba tan duro como la cartera de piel de un empleado de banco cuando sale a trabajar fuera de su oficina.

El hombre prosiguió su destrucción gratuita. Bueno, para ellos debía de tener algún sentido, pero yo no conseguía encontrárselo. El gigantón dio la vuelta a la cama, rajó el colchón con la navaja, arrojó la ropa fuera del armario, vació el contenido de los cajones en el suelo, arrancó el panel del aire acondicionado, dio la vuelta a la papelera, destrozó todo lo que encontró dentro del armario empotrado. Trabajaba con gran rapidez y eficacia.

Tras arrasar el dormitorio y la sala, la emprendió con la cocina. El canijo y yo nos trasladamos a la sala, devolvimos el sofá, que estaba patas arriba y con la parte posterior hecha trizas, a su posición original, nos sentamos y contemplamos cómo el gigantón destrozaba la cocina. Dentro de la desgracia, era una suerte que la parte delantera del sofá estuviese casi intacta. Era un sofá de muy buena calidad, comodísimo, que había comprado por cuatro chavos a un fotógrafo conocido mío. Era un fotógrafo publicitario muy bueno, pero tuvo problemas psicológicos y se retiró a lo más recóndito de las montañas de la prefectura de Nagano. Y me vendió barato el sofá que tenía en el estudio. Sentí mucho lo de sus problemas nerviosos, pero me consideré muy afortunado de poder hacerme con el sofá. De momento, parecía que al menos no tendría que comprarme uno nuevo.

Yo estaba sentado en el extremo derecho con la lata de cerveza entre las manos, y el canijo, en el izquierdo, con las piernas cruzadas y apoyado en el brazo del sofá. A pesar del estrépito, nadie se había asomado a ver qué ocurría. La mayoría de los vecinos de aquella planta eran personas solteras que, a no ser que surgiera algún imprevisto, entre semana estaban fuera durante todo el día. ¿Sabrían aquel par que podían hacer todo el ruido que les viniese en gana? Probablemente. Seguro que estaban al tanto de todo. Parecían un par de brutos, pero calculaban con cuidado cada uno de sus pasos.

El canijo echaba de vez en cuando una ojeada a su Rolex y controlaba la marcha del trabajo; el gigantón iba destrozando todos los objetos que encontraba, uno tras otro, sin un solo movimiento superfluo. Con una búsqueda tan exhaustiva no habría podido esconder ni un lápiz. Pero ellos —tal como había declarado el canijo— no buscaban nada. Sólo rompían.

¿Por qué?

Quizá quisieran hacer creer a una tercera persona que habían estado buscando algo.

Pero ¿quién era esta tercera persona?

Dejé de pensar, me tomé el último sorbo de cerveza y dejé la lata vacía sobre la mesa. El gigantón abrió la alacena, arrojó todos los vasos al suelo y siguió luego con los platos. La cafetera con filtro, la tetera, el salero, el azucarero y el bote de la harina quedaron destrozados. El arroz, esparcido por el suelo. Los alimentos del congelador corrieron idéntica suerte. Una docena de langostinos congelados, un filete de ternera, helados, mantequilla de primera calidad, unas huevas de pescado saladas de unos treinta centímetros de largo y un bote de salsa de tomate fueron estampándose, sucesivamente, en el suelo de linóleo con el estruendo que produciría un meteorito al estrellarse contra el asfalto de la carretera.

El gigantón levantó entonces la nevera con las dos manos, tiró de ella hacia delante y la arrojó contra el suelo; cayó con la puerta para abajo. Al parecer, se rompió un cable cerca del compresor, porque una lluvia de chispas se desparramó por el aire. Me entró dolor de cabeza al pensar qué explicación podría darle al electricista que viniera a arreglar la avería.

El destrozo concluyó tan súbitamente como había empezado. Sin ningún «pero», sin ningún «si», sin ningún «excepto», la destrucción cesó de pronto y un silencio sepulcral invadió la casa. Plantado en el quicio de la puerta de la cocina, sin silbar siquiera, el gigantón me contemplaba con mirada perdida. Yo no tenía la menor idea de cuánto habría tardado en efectuar aquel prodigioso desguace. ¿Quince, treinta minutos? Por ahí, por ahí. Más de quince, menos de treinta. Pero, a juzgar por el aire satisfecho con que el canijo miraba la esfera de su Rolex, sin duda se aproximaba al promedio de tiempo establecido para destrozar un piso de dos dormitorios con baño y cocina. Y es que el mundo está lleno de promedios de cosas muy variadas: desde el cronometraje de una carrera de maratón hasta la longitud de papel higiénico que se gasta cada vez que uno va al baño.

—Te va a llevar tiempo ordenarlo todo, ¿eh? —dijo el canijo.

—Efectivamente —dije—. Y, encima, me va a costar un dineral.

—El dinero es lo de menos. Esto es la guerra. Si vas contando lo que vale, no puedes ganar.

—Pero ésta no es mi guerra.

—No importa de quién sea. Tampoco quién la paga. La guerra es así. Y uno tiene que conformarse.

El canijo se sacó un pañuelo inmaculado del bolsillo, se lo puso ante la boca y tosió dos o tres veces. Tras examinar el pañuelo, volvió a guardárselo en el bolsillo. Ya sé que es un prejuicio, pero no me fío mucho de los hombres que llevan pañuelo. Yo estoy lleno de prejuicios como ése. Por eso no le caigo bien a la gente. Y, como no le caigo bien a la gente, cada vez tengo más prejuicios.

—Poco después de que nos vayamos, aparecerán los del Sistema. Tú les hablarás de nosotros. Les dirás que te hemos destrozado el piso porque buscábamos algo. Y que te hemos preguntado dónde estaba el cráneo. Pero que tú no sabes nada sobre ningún cráneo. ¿Me has entendido? Que, como no sabes nada, no has podido decirnos nada y que, como no tienes nada, tampoco has podido darnos nada. Aunque te hayamos torturado. Así que nosotros no hemos tenido más remedio que irnos con las manos vacías.

—¿¡Torturado!? —exclamé.

—No sospecharán de ti. No saben que fuiste al laboratorio del profesor. De momento, nosotros somos los únicos que lo sabemos. Así que no corres ningún peligro. Eres un calculador excelente, seguro que te creerán. Pensarán que somos de la Factoría. Y se pondrán en marcha. Todo está calculado al detalle.

—¿Torturado, decías? —dije—. ¿De qué tortura estás hablando?

—Eso ya te lo explicaré luego. Paciencia —dijo el canijo.

—Y si desembucho y se lo cuento todo a los del Sistema, ¿qué? —pregunté.

—Pues que te eliminarán —dijo el canijo—. No te miento. Tampoco es una amenaza. Es la pura verdad. Has ido a ver al profesor a espaldas del Sistema y has hecho un
shuffling
a pesar de que está terminantemente prohibido. Sólo con eso ya tendrías problemas, pero es que, encima, el profesor te está utilizando en sus experimentos. Y eso no lo pueden permitir. Te encuentras en una situación mucho más peligrosa de lo que te imaginas, ¿sabes? Hablando con franqueza, en estos momentos estás apoyado con una sola pierna sobre la barandilla de un puente. Te aconsejo que pienses bien de qué lado quieres caer. Porque, una vez te hayas roto la crisma, será demasiado tarde.

Desde un extremo y otro del sofá, nos medimos con la mirada.

—Me gustaría que me explicaras algo —dije—. ¿Qué voy a ganar yo colaborando con vosotros y mintiéndole al Sistema? Soy un calculador del Sistema y a vosotros apenas os conozco. ¿Por qué tendría que engañar yo a mi gente y aliarme con unos extraños?

—Es muy sencillo —dijo el canijo—. Nosotros conocemos más o menos la situación en la que te encuentras y dejamos que sigas vivo. Tu organización no sabe casi nada de la situación en la que estás. Y si se enteraran, probablemente se desharían de ti. Nosotros somos una apuesta más segura. Sencillo, ¿no crees?

—Pero el Sistema, antes o después, se enterará de todo. No acabo de comprender a qué situación te refieres, pero el Sistema es enorme y no son estúpidos.

—Quizá tengas razón —dijo él—. Pero aún tardarán cierto tiempo. Y con un poco de suerte, mientras tanto, nosotros podremos resolver nuestros problemas: nosotros y tú. Elegir es eso. Y uno tiene que elegir el bando que le ofrece mayores posibilidades, aunque la diferencia sea sólo de un miserable uno por ciento. Es como en el ajedrez. Te dan un jaque mate, pero tú escapas. Y, mientras te estás escabullendo, es posible que tu adversario meta la pata. Por más poderoso que sea un contrincante, no puede descartarse la posibilidad de que cometa algún error. Bueno...

Tras pronunciar estas palabras, el hombrecillo echó una ojeada al reloj, se volvió hacia el gigantón y chasqueó los dedos. Al oír el chasquido, el gigantón alzó la barbilla, igual que un robot al que acabaran de activar, y se acercó rápidamente al sofá. Se plantó ante mí como un biombo. ¿Biombo, he dicho? Más que un biombo, parecía una pantalla gigante como las de los autocines. Me bloqueó la vista por completo. Su corpachón interceptó la luz del techo y me quedé envuelto en pálidas sombras. Me vino a la mente el día en que, estando en primaria, presencié un eclipse de sol desde el patio de la escuela. Todos miramos el sol a través de un cristal encerado que usamos como filtro. Desde entonces, había transcurrido un cuarto de siglo. Y aquel cuarto de siglo me había conducido a aquella extraña situación.

—Bueno... —repitió el hombre—. Ahora vas a pasar un rato un poco desagradable. En fin, un poco... no. Un rato muy desagradable. Ten paciencia y piensa que es por tu bien. No creas que a nosotros nos gusta hacerte esto. No. Lo hacemos porque no nos queda más remedio. ¡Quítate los pantalones!

Resignado, me quité los pantalones. Tampoco habría conseguido nada negándome.

—Arrodíllate en el suelo.

Obedecí. Me levanté del sofá y me hinqué de rodillas en la alfombra. Era un poco raro estar arrodillado allí con sólo una sudadera y unos bóxer puestos, pero, antes de que pudiera avergonzarme de mi aspecto, el gigantón se colocó a mis espaldas, pasó sus brazos por debajo de mis axilas y me inmovilizó ambas muñecas a la altura de la cadera. Sus movimientos eran ágiles y precisos. La presión no era muy grande, pero, en cuanto intenté revolverme un poco, la nuca y los hombros me dolieron tanto como si me estuvieran desmembrando. Después me inmovilizó los tobillos entre sus piernas. De modo que acabé tan quieto como un pato en el estante de una barraca de tiro al blanco.

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