El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (51 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—¿Al palillo enciclopédico?

—El palillo enciclopédico es un juego teórico inventado por un científico de no sé dónde. Se basa en una teoría según la cual se puede grabar toda una enciclopedia en un mondadientes. ¿Sabe cómo?

—Pues no.

—Es muy sencillo. La información, es decir, el contenido de la enciclopedia, se pasa por entero a cifras. Se van pasando todas las letras a cifras de dos dígitos. La A se convierte en 01, la B en 02 y así sucesivamente. El 00 es un espacio en blanco; los puntos y las comas también se pasan a cifras. Delante de cada alineación se pone una coma decimal. De todo ello, resulta una ristra de decimales de una longitud exorbitante. Por ejemplo: 0,1732000631... A continuación se hace una marca en el punto del palillo que corresponde a esta cifra determinada. Por ejemplo, al 0,50000... le corresponderá un punto situado hacia la mitad del mondadientes; al 0,3333..., un punto situado a un tercio de la punta. ¿Lo entiende?

—Sí.

—De esta forma, cualquier información, por extensa que sea, queda reducida a una marca en un mondadientes. Esto, por supuesto, sólo funciona a nivel teórico, no se puede llevar a la práctica. Con la tecnología de la que disponemos hoy en día es imposible trazar marcas tan precisas. Pero ha captado la idea, ¿verdad? El tiempo es la longitud del mondadientes. La cantidad de información comprendida en él no guarda relación alguna con su longitud. Puede ser tan extensa como desee, incluso puede acercarse al infinito. Si son fracciones periódicas, pueden sucederse hasta el infinito. No acaban, ¿comprende? El problema está en el
software.
No tiene relación alguna con el
hardware.
Puede ser un mondadientes, un madero de doscientos metros de longitud o la línea del Ecuador: eso c arece de importancia. Aunque su cuerpo muera y su conciencia se extinga por completo, su pensamiento, captado en el instante anterior, seguirá fraccionándose eternamente. Recuerde la vieja paradoja de la flecha que vuela. Aquello de: «Una flecha que está en el aire está detenida», es decir, que una flecha lanzada al aire en realidad está en reposo. Pues bien, la muerte del cuerpo físico es la flecha en el aire. Vuela en línea recta apuntando a su cerebro. Nadie puede escapar a eso. Un día u otro, todas las personas mueren y su cuerpo desaparece. El tiempo hace avanzar la flecha hacia delante. Sin embargo, tal como he dicho, el pensamiento puede seguir fraccionando y fraccionando el tiempo hasta el infinito. La flecha jamás dará en el blanco.

—Es decir —dije—, que es posible alcanzar la inmortalidad.

—Exacto. En el pensamiento, el ser humano es inmortal. Para ser precisos, no llega a ser inmortal, pero está muy cerca de una inmortalidad ilimitada. La vida eterna.

—Ése era el auténtico objetivo de su investigación, ¿verdad?

—No, no es cierto —dijo el profesor—. Al principio, ni siquiera yo me había dado cuenta de eso. Sin embargo, en el curso de la investigación, me topé con ello y lo estudié, movido por la curiosidad. Y lo descubrí: el ser humano no llega a la inmortalidad a través de la expansión del tiempo, sólo puede alcanzarla fraccionándolo.

—¿Y entonces decidió arrastrarme a mí hacia el interior del mundo de la inmortalidad?

—Fue un accidente, no un acto premeditado. Créame, no le miento. No pretendía ponerlo en esta situación. Sin embargo, ahora no tenemos elección. Y sólo hay un modo de escapar al mundo de la inmortalidad.

—¿Y en qué consiste?

—En morir ahora mismo —dijo el profesor, expeditivo—. En morir antes de que se haga operativa la conexión A. Entonces, no quedaría nada.

Un profundo silencio se extendió por el interior de la caverna. El profesor carraspeó, la joven gorda suspiró, yo tomé un trago de whisky. Nadie pronunció una palabra.

—Y... ¿cómo sería ese mundo, ese mundo inmortal? —quise saber.

—Como le he dicho —contestó el profesor—, es un mundo lleno de paz. Usted lo ha construido, es su propio mundo. Y, en él, podrá ser finalmente usted mismo. Lo contiene y lo comprende todo y, al mismo tiempo, no tiene nada. ¿Se lo imagina?

—No.

—Sin embargo, lo ha construido su propio subconsciente. Y eso no todo el mundo puede hacerlo, se lo aseguro. Hay personas que tendrían que vagar eternamente por un mundo incoherente y caótico. Pero usted no, usted es la persona idónea para la inmortalidad.

—¿Y cuándo pasará a ese mundo? —preguntó la nieta.

El profesor consultó su reloj de pulsera. Yo hice lo mismo con el mío. Eran las seis y veinticinco de la mañana. Ya había amanecido. Ya habrían repartido la edición matinal de los periódicos.

—Dentro de veintinueve horas y treinta y cinco minutos —calculó el profesor—. Con un margen de error de unos cuarenta y cinco minutos. He programado que suceda a mediodía para que sea más fácil de comprender. Mañana a mediodía.

Sacudí la cabeza. ¿Había dicho «para que sea más fácil de comprender»? Tomé otro trago de whisky. Pero por más que bebiera, el alcohol no causaba efecto alguno en mi cuerpo. Ni siquiera notaba el sabor del whisky. Tenía la extraña impresión de que mi estómago se había vuelto de piedra.

—¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó la joven posando la mano sobre mi rodilla.

—No lo sé —dije—. Ante todo, salir a la superficie. Odio la idea de quedarme aquí esperando a que las cosas sigan su curso. Quiero salir, estar en ese mundo donde ya ha amanecido. Luego ya pensaré qué haré.

—¿Le basta con lo que le he explicado? —preguntó el profesor.

—Sí, gracias —contesté.

—¿Está usted enfadado?

—Un poco —dije—, Pero me enfade o no, las cosas no van a cambiar. Además, todo es tan estrambótico que no he tenido tiempo de digerirlo. Tal vez, más adelante, me enfade mucho más. Aunque para entonces ya habré muerto y no estaré en este mundo.

—La verdad es que no pretendía darle una explicación tan detallada —dijo el profesor—. Porque si usted no se hubiera enterado de todo esto, el asunto habría terminado sin que usted fuese consciente de ello. Psicológicamente hablando, hubiera sido lo más fácil. Sin embargo, usted no va a morir. Sólo que su conciencia desaparecerá para la eternidad.

—Lo que es lo mismo —repuse—. De todas formas, prefiero haberme enterado de la situación. Se trata de mi vida. No quiero que me apaguen el interruptor sin que me dé cuenta. En lo posible, quiero ser dueño de mis actos. Enséñeme la salida.

—¿La salida?

—El modo de salir a la superficie.

—Tardará en llegar y, además, tendrá que pasar junto a la guarida de los tinieblos. ¿No le importa?

—No. A estas alturas, ya no le temo a nada.

—De acuerdo —dijo el profesor—. Al bajar esta montaña, encontrará el agua; ahora está en calma y podrá nadar sin problemas. Usted tiene que dirigirse hacia el sud-sudoeste. Le indicaré el rumbo con la luz de la linterna. Nade en línea recta hacia allí y, más adelante, verá en la pared rocosa, por encima de la superficie del agua, una pequeña gruta. Introdúzcase en ella e irá a parar a las cloacas. Las cloacas conducen, en línea recta, a las vías del metro.

—¿Del metro?

—Sí, en efecto. Entre las estaciones Gaienmae y Aoyama Itchôme de la línea Ginza del metro.

—¿Cómo es posible eso?

—Porque los tinieblos querían controlar las vías. Durante el día quizá no, pero al llegar la noche campan por sus respetos por todo el trazado del metro. Las obras del ferrocarril metropolitano de Tokio han ampliado enormemente su campo de acción. Les ha proporcionado un acceso. A veces incluso capturan a algún trabajador de mantenimiento de las vías y lo devoran.

—¿Y cómo es que todo esto no sale a la luz?

—Si se hiciera público, las consecuencias serían terribles. Imagínese: ¿quién querría trabajar en el metro?, ¿quién se atrevería a subir a los vagones? Las autoridades están al corriente, por supuesto, y doblan el grosor de los muros, y tapan los agujeros, e iluminan los túneles y las vías del metro, y los vigilan, pero esto no basta para detener a los tinieblos. En una noche podrían abrirse paso a través de los muros o cortar los cables eléctricos a dentelladas.

—Si la salida se encuentra entre Gaienmae y Aoyama Itchôme, ¿dónde diablos estamos ahora?

—Pues yo diría que debajo de la avenida Omotesandó, hacia el Meiji-Jingû,
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no lo sé exactamente. A partir de ahí, sólo hay un camino. Se tarda bastante en llegar porque es un pasadizo muy estrecho y da muchas vueltas y rodeos, pero no tiene pérdida. Primero debe dirigirse hacia Sendagaya. Tenga en cuenta que la guarida de los tinieblos está un poco antes de llegar al Estadio Nacional. Allí el camino tuerce a la derecha. Vaya hacia el Estadio de Béisbol Jingû y, una vez pasado el Museo de Pintura, saldrá a la línea Ginza, en la avenida Aoyama. Se tarda unas dos horas en alcanzar la salida. ¿Ha entendido más o menos las indicaciones?

—Sí.

—La zona donde se encuentra la guarida de los tinieblos, crúcela lo más rápido que pueda. No se entretenga. Y tenga mucho cuidado con el metro. Hay cables de alta tensión y los trenes circulan ininterrumpidamente. Piense que será hora punta. Sería una pena recorrer todo el trayecto para acabar arrollado por el metro.

—Tendré cuidado —dije—. Por cierto, ¿qué va a hacer usted?

—Me he torcido un pie y, además, si saliera lo único que conseguiría sería tener al Sistema y a los semióticos detrás, pisándome los talones. De momento permaneceré escondido. Aquí no se acercará nadie. Por fortuna, usted me ha traído comida. Yo soy muy frugal y con esto tengo para tres o cuatro días —dijo, y añadió—: Salga usted primero. No se preocupe por mí.

—¿Y qué hacemos con los dispositivos para ahuyentar a los tinieblos? Para alcanzar la salida se necesitan dos aparatos y usted se quedaría sin ninguno a mano.

—Vaya con mi nieta —dijo el profesor—, Y ella, una vez lo haya dejado a usted allá, volverá a por mí.

—Buena idea —aprobó la nieta.

—Y si a ella le sucediera algo, si por ejemplo la atraparan, ¿qué sería de usted?

—No me atraparán —dijo ella.

—No se preocupe —dijo el profesor—. Pese a ser tan joven, sabe muy bien lo que hay que hacer. Puede confiar en ella. Por mi parte, cuento con algunos recursos. En caso de emergencia, con una pila seca, agua y unos minúsculos pedacitos de metal, puedo improvisar algo para ahuyentar a los tinieblos. El principio es muy simple y, aunque no es tan eficaz como el dispositivo, bastará para mantenerlos a raya. He ido sembrando todo el camino hasta aquí de trocitos de metal, ¿recuerda? Pues bien, los tinieblos los odian. Claro que el efecto sólo dura unos veinte minutos.

—¿Se refiere a los clips? —pregunté.

—Exacto. Los clips son ideales. Son baratos, abultan poco, se imantan enseguida y se pueden llevar al cuello, como un collar. Sí, los clips son estupendos.

Saqué un puñado de clips del bolsillo de mi anorak y se lo entregué al profesor.

—¿Le basta con éstos?

—¡Caramba, caramba! —se sorprendió—. Me serán de gran ayuda. Lo cierto es que he ido dejando caer demasiados clips por el camino y me temía que no me alcanzaran. Es usted una persona muy detallista, ¿sabe? Le estoy muy agradecido. Es muy poco frecuente encontrar a una persona tan inteligente.

—Abuelo, tenemos que irnos —dijo la nieta—. Disponemos de muy poco tiempo.

—Tened cuidado —dijo el profesor—. Los tinieblos son muy astutos.

—No te preocupes. Volveré sana y salva —dijo la nieta posando suavemente los labios en la frente de su abuelo.

—Y respecto a usted, a tenor de los resultados, debo reconocer que he procedido de un modo injustificable —dijo el profesor dirigiéndose a mí—. Si me fuera posible, me cambiaría por usted. Ya he disfrutado bastante de la vida y no tengo nada de lo que arrepentirme. Para usted, sin embargo, es un poco demasiado pronto. Además, ha sido todo tan repentino que ni siquiera ha tenido tiempo de prepararse psicológicamente. Seguro que todavía le quedan un montón de cosas por hacer en este mundo, ¿no es cierto?

Asentí en silencio.

—Sin embargo, no debe tener miedo —prosiguió el profesor—. No hay por qué temer nada, ¿comprende? No se trata de la muerte. Es la vida eterna. Y en ella usted podrá ser, finalmente, usted mismo. Comparado con aquél, este mundo no es más que un falso espejismo, no lo olvide.

—¡Venga, vamos! —dijo la joven cogiéndome del brazo.

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EL FIN DEL MUNDO
El instrumento musical

El joven encargado de la central eléctrica nos invitó a visitar su cabaña. Al entrar, comprobó el fuego, se dirigió a la cocina con una tetera de agua caliente y preparó una infusión. El frío del bosque nos había calado hasta el tuétano de los huesos y la taza de té caliente nos reconfortó. Mientras la saboreábamos, el aullido del viento no cesó un solo instante.

—Esta hierba se encuentra en el bosque —dijo el encargado—. Durante el verano la pongo a secar a la sombra. Así me alcanza para todo el invierno. Es nutritiva, caldea el cuerpo.

—Deliciosa —dijo ella.

Era aromática y su dulzor no empalagaba.

—¿Cómo se llama esa hierba? —pregunté yo.

—No sé tanto —repuso el joven—. Crece en el bosque, y huele tan bien que un día decidí probarla en infusión. Es una planta verde de poca altura que florece en julio. En esa época, cojo las hojas más pequeñas y las pongo a secar. A las bestias les encanta comerse las flores de la planta.

—¿Las bestias llegan hasta aquí? —me asombré.

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