El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (64 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Me saqué el cortaúñas del bolsillo de la chaqueta, lo desplegué, me corté la puntita de una uña para probarlo, lo devolví a su posición original y lo guardé dentro del estuche. Al cortar, producía una sensación agradable. Las ferreterías se parecen a acuarios desiertos.

Al aproximarse las seis, la hora de cierre de la biblioteca, salió mucha gente del vestíbulo, en su mayoría estudiantes de bachillerato que debían de haber estado estudiando en la sala de lectura. De la mano de casi todos ellos colgaba una bolsa de deporte de plástico igual que la mía. Pensándolo bien, los estudiantes de bachillerato tienen un no sé qué de artificial. A todos les sobra o les falta algo. Claro que es muy posible que ellos me encuentren mucho menos natural a mí. Así es el mundo. La gente le llama a esto conflicto generacional.

Mezclados con los estudiantes, salían algunos ancianos. Los ancianos suelen pasar la tarde del domingo en la sala de prensa leyendo revistas o cuatro periódicos distintos. Acumulan conocimientos como los elefantes y vuelven a sus casas, donde les aguarda la cena. Los ancianos no ofrecían una impresión tan artificial como los estudiantes.

Cuando se hubieron ido todos, sonó una sirena en algún lugar. Eran las seis de la tarde. Al oír la sirena, noté el estómago vacío por primera vez en días. Pensándolo bien, desde la mañana sólo había comido medio emparedado de huevos con jamón, un pastelillo y unas ostras, y la víspera apenas había comido nada. La sensación de hambre es como un enorme agujero. Como aquellos hondos y oscuros agujeros que había visto en el subterráneo, donde no se oía nada cuando arrojabas una piedra en su interior. Abatí el asiento y me quedé pensando en comida con los ojos clavados en el techo bajo del coche. Por mi imaginación fue desfilando todo tipo de platos. Incluso pensé en los tornillos depositados en los platitos blancos. Recubiertos con salsa bechamel y acompañados de berros, seguro que no estaban mal.

La chica de consultas salió de la biblioteca a las seis y cuarto.

—¿Es tuyo el coche? —preguntó.

—No, es alquilado —dije—, ¿No me va?

—No mucho. No sé, pero me da la impresión de que es para gente más joven.

—Es el único que quedaba en la agencia. No lo he cogido por gusto. La verdad es que me da igual uno que otro.

—Hum... —musitó, dando una vuelta alrededor del coche como si lo estuviera tasando. Subió por el lado opuesto y se sentó. Y examinó detenidamente el interior, abrió el cenicero, atisbo dentro de la guantera.

—Son los
Conciertos de Brandemburgo,
¿verdad?

—¿Te gustan?

—Muchísimo. Siempre los estoy escuchando. Creo que la mejor versión es la de Karl Richter. Esta grabación es bastante nueva, ¿verdad? ¿De quién es?

—De Trevor Pinnock.

—¿Te gusta Pinnock?

—No especialmente —dije—. He comprado el primero que he visto. Pero no está mal.

—¿Has oído la versión de los
Conciertos de Brandemburgo
dirigidos por Pau Casals?

—No.

—Pues tienes que escucharla. No es muy ortodoxa, pero es fabulosa.

—La escucharé —prometí, pero ignoraba si dispondría de tiempo. Sólo me quedaban dieciocho horas y, además, tenía que dormir un poco. Por más que mi vida se acabase, no podía pasarme toda la noche en vela.

—¿Qué te apetece comer? —le pregunté.

—¿Qué te parece comida italiana?

—Muy bien.

—Podríamos ir a un sitio que conozco —dijo—. Está bastante cerca y los ingredientes son fresquísimos.

—Tengo hambre. Tanta hambre —añadí— que me comería unos tornillos.

—Yo también. Oye, ¡qué camisa tan bonita!

—Gracias —dije.

El restaurante quedaba a quince minutos en coche. Tras avanzar lentamente por el tortuoso camino de una zona residencial esquivando personas y bicicletas, de pronto, a media cuesta, vi el restaurante italiano. Se trataba de una casa de madera blanca de tipo occidental convertida en restaurante, y el cartel era pequeño. A cualquiera se le pasaría por alto que allí había un restaurante. Alrededor había casas rodeadas de altas tapias, de las que sobresalían unos cipreses del Himalaya y unos pinos que perfilaban sus negras siluetas en el cielo del crepúsculo.

—Nunca habría adivinado que hubiese un restaurante por aquí —dije mientras entraba en el aparcamiento del restaurante.

No era muy grande: tenía sólo tres mesas y cuatro asientos en la barra. Un camarero con delantal nos condujo a la mesa del fondo. Desde la ventana que había junto a la mesa se veían las ramas de un ciruelo.

—¿Te parece bien tomar vino? —dijo ella.

—Elígelo tú —contesté. De vinos no entiendo tanto como de cerveza.

Mientras ella conferenciaba sobre vinos con el camarero, yo contemplé el ciruelo del jardín. Me producía una extraña sensación encontrar un ciruelo en el jardín de un restaurante italiano, pero, después de todo, tal vez no fuese tan extraño. Quizá en Italia también hubiese ciruelos. En Francia había nutrias. Tras decidir el vino, abrimos la carta y deliberamos sobre nuestra estrategia gastronómica. Tardamos bastante en elegir. Como entremeses, pedimos para picar ensalada de gambas con salsa de fresas, ostras vivas, mousse de hígado a la italiana, calamares en su tinta, berenjenas fritas al queso y
wakasagi
marinado; de pasta, yo elegí
tagliatelle
caseros, y ella, espaguetis con albahaca.

—Aparte de eso, ¿nos partimos los macarrones aliñados con salsa de pescado? —dijo ella.

—Muy bien —dije.

—¿Qué pescado nos recomiendas hoy? —le preguntó al camarero.

—Hay una lubina muy fresca —dijo el camarero—. ¿Qué les parecería cocida al vapor con almendras?

—Yo la probaré —dijo ella.

—Yo también —dije—. Y, además, ensalada de espinacas y
risotto
con champiñones.

—Y yo verdura y
risotto
con tomate —dijo ella.

—El
risotto
es muy abundante —dijo el camarero, preocupado.

—No se preocupe. Yo apenas he comido desde ayer por la mañana y ella tiene dilatación gástrica —dije.

—Parezco un agujero negro —agregó ella.

—Tomo nota del
risotto
—dijo el camarero.

—Y, de postre, un sorbete de uva, un
soufflé
de limón y, luego, un café
espresso
—dijo ella.

—Y yo, lo mismo —dije.

Cuando el camarero se fue, tras tomarse su tiempo para anotar aplicadamente el pedido, ella me miró sonriente.

—No habrás pedido tanta comida para acompañarme, ¿verdad?

—No. Estoy hambriento, de verdad —dije—. Hace tiempo que no tenía tanta hambre.

—Perfecto —dijo ella—. Yo no me fío de las personas que comen poco. Me da la impresión de que luego se llenan el estómago en otra parte. ¿Qué opinas?

—No lo sé —dije. No lo sabía.

—«No lo sé» es tu expresión favorita, ¿verdad?

—Quizá.

—Y «quizá» es otra de ellas.

Me había quedado sin palabras, de modo que asentí en silencio.

—¿Y por qué? ¿Por qué todas tus ideas son tan ambiguas?

«No lo sé», «quizá», murmuraba para mis adentros cuando el camarero se acercó, abrió la botella de vino y nos lo sirvió ceremoniosamente en las copas con ademanes que recordaban los de un médico, adjunto al Palacio Imperial, especialista en coaptación y en trance de tratar una luxación del príncipe heredero.

—«No es culpa mía» es la expresión favorita del protagonista de
El extranjero,
¿verdad? ¿Cómo se llamaba? A ver...

—Meursault —dije.

—Eso es. Meursault —repitió ella—. Leí la novela en el instituto. Pero los estudiantes de ahora ya no leen
El extranjero.
Hicimos una encuesta en la biblioteca. ¿Cómo se llamaba ese escritor que te gustaba?

—Turguéniev.

—Eso. Turguéniev no es un gran escritor. Además, está pasado de moda.

—Quizá —dije—. Pero a mí me gusta. También me gustan Flaubert y Thomas Hardy.

—¿No lees nunca a autores contemporáneos?

—Sí. Leo a Somerset Maugham de vez en cuando.

—No creo que haya mucha gente que considere a Somerset Maugham un novelista contemporáneo, pero en fin... —dijo ella inclinando la copa de vino—. Viene a ser lo mismo que no encontrar los discos de Benny Goodman en los
jukebox.

—Pero es un autor interesante. He leído
El filo de la navaja
tres veces. No es una gran novela, pero se puede leer. Mejor eso que lo contrario.

—Hum... —musitó ella—. Por cierto, esta camisa de color naranja te sienta muy bien.

—Muchas gracias —dije—. Tu vestido tampoco está mal.

—Gracias —dijo. Era un vestido de terciopelo azul marino con un pequeño cuello de encaje blanco. Alrededor del cuello llevaba dos finos collares de plata.

—Después de que me llamaras, fui a casa a cambiarme de ropa. Es muy práctico vivir cerca del lugar de trabajo.

—Ya veo —dije. Ya veía.

En algún momento, nos habían traído los entremeses, de modo que durante un rato comimos en silencio. Era una comida ligera, nada sofisticada, sin presunciones. Los ingredientes eran muy frescos. Las ostras estaban firmemente cerradas y olían mucho a mar, como si acabasen de salir de él.

—¿Ya has solucionado el asunto de los unicornios? —me preguntó mientras desprendía una ostra de su concha con el tenedor.

—Más o menos —dije, y me limpié con la servilleta la tinta de los calamares de la comisura de los labios—. De momento, ya está arreglado.

—¿Y dónde estaba el unicornio?

—Pues aquí —dije señalándome la frente con la punta del dedo—. El unicornio vive dentro de mi cabeza. De hecho, hay una manada entera.

—¿Lo dices en un sentido simbólico?

—No. De simbólico tiene muy poco. Viven dentro de mi cabeza de verdad. Hay una persona que lo ha descubierto.

—¡Qué interesante! Quiero escucharlo. ¡Cuéntamelo!

—No es tan interesante, no creas —dije, y le pasé el plato de berenjenas. Ella, a cambio, me pasó el de
wakasagi.

—Es igual. Tengo ganas de que me lo cuentes. Muchas ganas.

—En lo más profundo de la conciencia, todos tenemos una especie de núcleo, inaccesible para nosotros mismos. En mi caso, es una ciudad. La cruza un río y está rodeada por una alta muralla de ladrillo. Los habitantes de la ciudad no pueden vivir fuera. Sólo pueden salir los unicornios. Los unicornios absorben, como si fueran papel secante, los egos de los habitantes de la ciudad y los conducen al otro lado de la muralla. Por eso en la ciudad no hay egos. Y yo vivo en esa ciudad. Esto es todo. Yo no la he visto con mis propios ojos, así que no puedo contarte nada más.

—Es una historia muy original —dijo ella.

Después de explicárselo, caí en la cuenta de que el anciano no me había hablado de ningún río. Al parecer, aquel mundo iba atrayéndome poco a poco hacia sí.

—Pero yo no lo he inventado conscientemente —dije.

—Aunque sea de modo inconsciente, es obra tuya, ¿no?

—Eso parece —dije.

—Ese
wakasagi
no está mal, ¿verdad?

—No está mal, no.

—Pero eso que cuentas se parece a aquella historia de los unicornios de Rusia que te leí, ¿recuerdas? —dijo cortando una berenjena por la mitad con el cuchillo—. Los unicornios de Ucrania también vivían en un lugar parecido.

—Pues sí, se parece —dije.

—Quizá haya alguna relación.

—¡Ah, sí! —dije, metiéndome la mano en el bolsillo—. Te he traído un regalo.

—¡Me encantan los regalos! —exclamó ella.

Me saqué el cortaúñas del bolsillo y se lo di. Ella lo sacó del estuche y se lo quedó mirando con extrañeza.

—¿Qué es esto?

—Déjamelo —dije, y tomé el cortaúñas de sus manos—. Fíjate bien. ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

—¿Un cortaúñas?

—Exacto. Es muy práctico para ir de viaje. Si quieres dejarlo como estaba, tienes que hacer lo mismo pero al revés. Mira.

Volví a dejar el cortaúñas convertido en un trozo de acero y se lo devolví. Ella lo montó y volvió a dejarlo en su forma original.

—Es muy curioso. Muchas gracias —dijo—. ¿Tienes la costumbre de regalarles cortaúñas a las chicas?

—No, es la primera vez. Es que, hace un rato, he visto una ferretería y me han entrado ganas de comprar algo. Y un juego de escoplos era demasiado grande, la verdad.

—El cortaúñas es perfecto. Gracias. Y como los cortaúñas nunca sabes adonde han ido a parar, lo llevaré siempre dentro del bolsillo interior del bolso.

Metió el cortaúñas en el estuche y lo guardó en el bolso.

Nos retiraron los platitos de los entremeses y trajeron la pasta. Aquella violenta sensación de hambre aún no se había aplacado. Los seis platos de los entremeses habían desaparecido sin dejar rastro en el vacío que se abría en mi cuerpo. En un tiempo relativamente breve, me eché al estómago una cantidad considerable de
tagliatelle,
y luego me comí media ración de macarrones aliñados con salsa de pescado. Al acabar, me dio la sensación de que empezaba a vislumbrar una tenue luz en la oscuridad.

Después esperamos a que nos trajeran la lubina bebiendo vino.

—Dime una cosa. Para dejar tu casa en aquel estado, ¿utilizaron alguna máquina especial? —preguntó sin apartar los labios del borde de la copa. Su voz vibró en su interior adquiriendo un timbre sordo—. ¿O lo hicieron varias personas juntas?

—Nada de máquinas. Bastó una sola persona.

—Debía de ser muy fuerte.

—Como una roca.

—¿Un conocido tuyo?

—No, era la primera vez que lo veía.

—Pues el piso estaba hecho un desastre. Parecía que hubiesen jugado un partido de rugby.

—Ya, ya.

—¿Tenía algo que ver con el asunto del unicornio?

—Por lo visto, sí.

—¿Y ya está solucionado todo?

—No. Al menos en lo que respecta a ellos, no.

—¿Y para ti, sí?

—Pues sí y no —contesté—. Como no tengo elección, podría decirse que ya está resuelto, pero como no soy yo quien ha tomado las decisiones, podría decirse que no lo está. Sea como sea, en todo este asunto nadie ha tenido en cuenta mi opinión. Imagínate a un ser humano jugando un partido de waterpolo con un equipo de focas. Pues igual.

—¿Y por eso mañana te vas lejos?

—Más o menos.

—Seguro que estás metido en algún lío. ¿Verdad que sí?

—Es un lío tan grande que ni yo acabo de entenderlo. El mundo se ha ido complicando más y más: la energía nuclear, la división del socialismo, el avance de la informática, la inseminación artificial, los satélites espías, los órganos artificiales, las lobotomías... Incluso los salpicaderos de los coches han cambiado tanto que no hay quien los entienda. Lo que me sucede a mí, para decirlo brevemente, es que me he visto mezclado en la guerra de la información. Vamos, que soy un eslabón hasta que los ordenadores empiecen a tener su propio yo. Un recurso provisional.

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