El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (61 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Detrás del mostrador del fondo, la dueña parecía aburrida, así que le ofrecí un pastelillo. Ella eligió una tartaleta de pera, yo una mousse de queso. Mientras me comía mi mousse, contemplé la escena en la que Charles Bronson pelea con el hombretón calvo. La mayoría de los espectadores estaban convencidos de que ganaría el hombretón, pero yo había visto la película años atrás y estaba seguro de que iba a ganar Charles Bronson. Cuando me acabé el pastelillo de mousse de limón, encendí un cigarrillo, me fumé medio y, tras comprobar que Charles Bronson dejaba K.O. a su adversario, me levanté del sofá.

—Quédate un rato más —me pidió la dueña.

Le dije que me habría gustado quedarme, pero que tenía la ropa en la secadora de la lavandería. Al echar un vistazo a mi reloj, vi que era ya la una y veinte minutos. La secadora debía de haberse detenido hacía rato.

—¡Oh, no! —exclamé.

—No te preocupes. Seguro que alguien te ha sacado la ropa de la secadora y te la ha metido en la bolsa. A nadie le interesa robarte tu ropa interior.

—Es verdad —dije con voz desfallecida.

—La semana que viene llegan tres películas antiguas de Hitchcock.

Salí de la tienda de alquiler de vídeos y volví a la lavandería por el mismo camino. Por fortuna, el local estaba vacío y la ropa que había metido en la secadora yacía en el fondo del tambor esperando pacientemente mi regreso. De las cuatro secadoras, sólo una estaba en marcha. Embutí la ropa en la bolsa y volví a mi apartamento.

La joven gorda estaba durmiendo en la cama. Dormía tan profundamente que al principio pensé que estaba muerta, pero al acercar el oído percibí la ligera respiración del sueño. Saqué la ropa seca de la bolsa, la deposité sobre la almohada y dejé la caja de pastelillos en la mesilla, al lado de la lámpara. Me habría encantado deslizarme entre las sábanas, a su lado, y dormir, pero no podía.

Fui a la cocina, me bebí un vaso de agua, me acordé de pronto de orinar y oriné; luego me senté en una silla y eché un vistazo a mi alrededor. En la cocina se alineaban los grifos, el calentador de gas, el extractor de aire, el horno de gas, ollas y cazuelas de diversos tamaños, la tetera, el refrigerador, la tostadora, la alacena, el juego de cuchillos, una lata grande de té Brooke Bond, la olla eléctrica, la cafetera. Lo que, en una palabra, se denominaba «cocina» se componía, en realidad, de aparatos y objetos de diferentes tipos. Al contemplar de nuevo mi cocina con calma, percibí la quietud, compleja y extraña, propia del orden que conformaba el mundo.

Cuando me había mudado a aquel piso, mi esposa aún estaba conmigo. Ya habían transcurrido ocho años desde que me mudé, y yo solía sentarme en aquella mesa por las noches a leer. Como mi mujer tenía un sueño muy apacible, a veces me asustaba pensando que podía estar muerta. Yo, a mi manera, y por imperfecto que fuese como ser humano, la amaba.

Sí, pensé, ya hacía ocho años que vivía en aquel piso. Ocho años atrás, vivía allí con mi mujer y mi gato. La primera en marcharse fue mi esposa, luego se fue el gato. Y ahora me marcharía yo. Utilizando como cenicero una vieja taza de café que se había quedado sin plato, fumé un pitillo y volví a beber agua. ¿Por qué había permanecido ocho años en un lugar como aquél? A mí mismo me parecía extraño. No me gustaba especialmente vivir allí, el alquiler no era barato. El sol de la tarde le daba de lleno, el portero era antipático. Mi vida no había sido más feliz desde que me había mudado allí. El descenso de la población había sido demasiado drástico.

Pero, fuera como fuese, todas las cosas ya estaban anunciando el fin.

La vida eterna, pensé. La inmortalidad.

El profesor me había dicho que me encaminaba hacia el mundo de la inmortalidad. Que el fin del mundo no era la muerte, sino una transformación, que allí podría ser yo mismo, que podría recuperar todas las cosas que había perdido en el pasado, las que estaba perdiendo ahora.

Tal vez fuera así. No, seguro que sería así. Aquel anciano lo sabía todo. Y si él decía que aquel mundo era el mundo de la inmortalidad, podías apostar a que era el mundo de la inmortalidad. No obstante, ni una sola de las palabras del profesor lograban despertar eco alguno en mi corazón. Eran demasiado abstractas, demasiado ambiguas. Tenía la sensación de que, ya en aquellos instantes, yo era suficientemente yo mismo, y el modo en que un ser inmortal debía contemplar su propia inmortalidad trascendía ampliamente los estrechos límites de mi imaginación. Y a todo esto debían sumársele los unicornios y la muralla. Me daba la impresión de que
El mago de Oz
era más realista.

«¿Y qué he perdido yo?», me pregunté, rascándome la cabeza. Sin duda alguna, había perdido muchas cosas. Si las hubiera apuntado todas en una libreta, posiblemente habría llenado un cuaderno entero de la universidad. Había sufrido mucho la pérdida de alguna de ellas a pesar de que, en el momento en que las perdí, creí que no importaba demasiado, pero con otras me había sucedido lo contrario. Había ido perdiendo diversas cosas, diversas personas, diversos sentimientos. En el bolsillo de un abrigo que simbolizara mi existencia, se habría abierto un agujero fatal que ningún hilo ni aguja podrían coser. En este sentido, si alguien hubiera abierto la ventana de mi piso, se hubiese asomado dentro y me hubiese gritado: «¡Tu vida es un completo cero!», yo no habría tenido ningún argumento en contra que esgrimir.

Sin embargo, si hubiera podido volver atrás, me daba la sensación de que habría reproducido una vida idéntica a la que había llevado. Porque ésta —esta vida llena de pérdidas— era yo. Era el único camino que tenía yo de ser yo mismo. Por más personas que me hubiesen abandonado a mí, por más personas a las que hubiese abandonado yo, por más bellos sentimientos, magníficas cualidades y sueños que hubiese perdido, yo únicamente podía ser yo.

En el pasado, cuando era más joven, creía que podía llegar a ser algo distinto de mí mismo. Incluso creía que podía abrir un bar en Casablanca y conocer a Ingrid Bergman. O también, de manera más realista —y dejando de lado si realmente era más realista o no—, creía que podía llevar una vida provechosa más de acuerdo con mi propia personalidad. Para conseguirlo, incluso me había impuesto una disciplina. Había leído
The Greening of America,
había visto tres veces
Easy Rider.
Pero, a pesar de ello, siempre acababa volviendo al mismo sitio, como una barca con el timón curvado. Era
mi yo.
Mi yo no iba a ninguna parte. Mi yo estaba aquí, esperando a que yo volviera.

¿Tenía que llamar a esto desesperanza?

No lo sabía. Tal vez fuese desesperanza. Turguéniev quizá lo llamaría desencanto. Dostoievski, tal vez infierno. Somerset Maugham tal vez lo llamase realidad. Pero lo llamaran como lo llamasen, eso era yo.

No podía imaginar el mundo de la inmortalidad. Quizá allí podría recuperar las cosas que había perdido y crear un nuevo yo. Quizá habría quien me aplaudiera, quien me felicitase. Y quizá yo fuera feliz, y consiguiese una vida provechosa más acorde con mi personalidad. De todas formas, sería otro yo, un yo que no tendría nada que ver conmigo. Mi yo de ahora contenía mi propio ego. Era un hecho histórico, algo que nadie podía cambiar.

Tras reflexionar un rato sobre ello, llegué a la conclusión de que lo más razonable era pensar que
moriría
pasadas poco más de veintidós horas. La idea de que iba a trasladarme al mundo de la inmortalidad me recordaba
Las enseñanzas de don Juan,
y me inquietaba.

Yo iba a morir, concluí arbitrariamente. Pensar así casaba mejor con mi manera de ser. Esa idea me produjo cierto alivio.

Apagué el cigarrillo, me dirigí al dormitorio y, tras contemplar por unos instantes el rostro de la joven dormida, comprobé si llevaba todo lo necesario en el bolsillo de los pantalones. Claro que, pensándolo bien, pocas cosas necesitaba. ¿Qué me hacía falta, aparte de la cartera y de la tarjeta de crédito? La llave de mi piso ya no servía, la licencia de calculador tampoco. La agenda no iba a usarla nunca más y, como había abandonado mi coche, tampoco necesitaba las llaves. Ni la navaja. La calderilla de nada serviría. Vacié encima de la mesa todo el dinero suelto que llevaba en los bolsillos.

Primero me dirigí a Ginza en tren, me compré una camisa, una corbata y un blazer en Paul Stuart y pagué la cuenta con la American Express. Me planté ante el espejo con la ropa puesta: no ofrecía una mala imagen. Me preocupaba un poco que la raya de los pantalones chinos color verde oliva empezara a borrarse, pero no todo puede ser perfecto. La combinación del blazer de franela azul marino con la camisa de color naranja oscuro me daba un aire de joven y prometedor ejecutivo de una empresa de publicidad. Al menos nadie habría dicho que hacía un rato me arrastraba por un subterráneo y que dentro de veintidós horas desaparecería de este mundo.

Al mirar mi silueta erguida en el espejo, me di cuenta de que la manga izquierda del blazer era aproximadamente un centímetro y medio más corta que la derecha. Para ser precisos, no es que la manga fuese más corta, sino que mi brazo izquierdo era más largo. No entendía qué había pasado. Soy diestro y no recordaba haber sometido el brazo izquierdo a ningún esfuerzo en particular. El dependiente me dijo que podrían arreglarme la manga en un par de días, pero yo decliné su ofrecimiento.

—¿Juega usted al béisbol? —me preguntó devolviéndome el resguardo de la compra, efectuada con la tarjeta de crédito.

Le contesté que no.

—Es que la mayoría de los deportes deforman el cuerpo —añadió el dependiente—. Para que la ropa nos siente bien, hay que evitar excederse en el deporte y comer y beber con moderación.

Le di las gracias y salí de la tienda. El mundo estaba lleno de máximas. Descubría cosas nuevas, literalmente, a cada paso que daba.

Aún llovía, pero ya estaba harto de compras. Así pues, tras renunciar a buscar un impermeable, entré en una cervecería y pedí una cerveza a presión y ostras vivas. En la cervecería, por una razón u otra, sonaba una sinfonía de Bruckner. No sabía qué número era, pero lo cierto es que nadie sabe los números de las sinfonías de Bruckner. En todo caso, era la primera vez que escuchaba música de Bruckner en una cervecería.

Había dos mesas ocupadas, aparte de la mía. En una había una pareja joven; en la otra, un anciano de escasa estatura con sombrero. El anciano, sin descubrirse, se tomaba su cerveza a pequeños sorbos, y la pareja joven hablaba en voz baja sin tocar apenas la cerveza. El ambiente habitual de una cervecería una tarde lluviosa de domingo.

Mientras escuchaba la música de Bruckner, exprimí limón sobre las cinco ostras, me las fui comiendo en el sentido de las agujas del reloj y me acabé una jarra de tamaño mediano de cerveza. Las agujas del enorme reloj de la cervecería marcaban las tres menos cinco minutos. Bajo la esfera había dos leones, frente a frente, rodeando el muelle real del reloj con sus cuerpos retorcidos. Los dos eran machos y tenían la cola doblada como si fuera el gancho de una percha. Pronto acabó la larga sinfonía de Bruckner y la sustituyó el
Bolero
de Ravel. Una curiosa combinación.

Tras pedir una segunda cerveza, fui al lavabo y oriné otra vez. Por más tiempo que transcurría, el chorro de orina no cesaba. Ni yo mismo entendía por qué brotaba tanto líquido, pero como no tenía nada urgente que hacer, continué orinando con calma. Creo que la micción se prolongó alrededor de dos minutos. Mientras, a mis espaldas, sonaba el
Bolero
de Ravel. Lo de orinar escuchando el
Bolero
de Ravel fue algo chocante. Acabé teniendo la sensación de que el chorro de orina seguiría manando por toda la eternidad.

Al concluir aquella larga micción, me sentí un hombre nuevo. Me lavé las manos y, tras mirar mi rostro reflejado en un espejo deformado, volví a la mesa y tomé unos tragos de cerveza. Me apetecía fumar, pero caí en la cuenta de que me había olvidado la cajetilla de Lark en la cocina de casa, así que llamé al camarero, le pedí un paquete de Seven Star y una caja de cerillas.

Parecía que las horas se hubiesen detenido en aquella cervecería desierta, pero la verdad era que el tiempo proseguía lentamente su curso. Los leones habían recorrido cada uno ciento ochenta grados, las agujas habían avanzado hasta señalar las tres y diez. Con un codo hincado en la mesa, seguí bebiendo cerveza y me fumé un Seven Star con los ojos clavados en el reloj. Contemplar las agujas del reloj era la manera más absurda de pasar el tiempo, pero no se me ocurría nada mejor que hacer. La mayoría de las acciones humanas se basan en el presupuesto de que después vas a seguir viviendo, y si te quitan esta premisa, apenas te queda nada. Me saqué la cartera del bolsillo y examiné todo lo que llevaba en su interior. Cinco billetes de diez mil yenes, varios billetes de mil. En otro compartimento llevaba veinte billetes de diez mil sujetos con un clip. Aparte de dinero en efectivo, llevaba las tarjetas American Express y Visa. Y dos tarjetas para poder sacar dinero del banco. Partí estas dos últimas en cuatro trozos y los tiré en el cenicero. Ya no podría utilizarlas más. Idéntica suerte corrieron dos carnés, el de socio de la piscina cubierta y el de la tienda de alquiler de vídeos, y los puntos que me daban al comprar café en grano. Me guardé el permiso de conducir y tiré dos tarjetas de visita viejas. El cenicero quedó lleno de restos de mi vida. Al final, sólo conservé el dinero en efectivo, las tarjetas de crédito y el permiso de conducir.

Cuando las agujas del reloj alcanzaron las tres y media, me levanté del asiento, pagué la cuenta y salí. Mientras me acababa la cerveza, había cesado casi por completo de llover, de modo que dejé el paraguas en el paragüero. No era mal presagio. El tiempo mejoraba y yo sentía cómo mi cuerpo se aligeraba cada vez más.

Al dejar el paraguas atrás, me sentí renacer. De pronto me entraron ganas de trasladarme a otro sitio. Lo ideal sería un lugar lleno de gente. Tras permanecer un rato contemplando la hilera de pantallas de televisión del edificio de Sony junto a un grupo de turistas árabes, bajé a la estación de metro y compré un billete hasta Shinjuku, por la línea Marunouchi. Debí de quedarme dormido nada más sentarme, porque me desperté de golpe en Shinjuku.

Al pasar por la garita de revisión de billetes, me acordé de repente de que el cráneo y los datos del
shuffling
seguían en la consigna de la estación. Ya no los necesitaba, y tampoco llevaba el resguardo, pero como no tenía nada mejor que hacer, decidí ir a recogerlos. Subí la escalera, me dirigí a la ventanilla de la consigna y dije que había perdido el resguardo.

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