El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (63 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—Cuando cese de nevar, seguro que habrá más nieve acumulada de la que tú hayas visto jamás —dijo ella.

—Pero tal vez yo no pueda verla.

Ella alzó los ojos de su taza y me miró.

—¿Por qué? La nieve puede verla cualquiera.

—Hoy, en vez de leer viejos sueños, preferiría hablar —dije—. Tenemos que hablar de algo muy importante. Yo tengo muchas cosas que decirte y quiero que tú me digas otras. ¿Te importa?

Sin saber adónde quería ir yo a parar, ella cruzó los dedos sobre la mesa y me dirigió una mirada vaga.

—Mi sombra está a punto de morir —dije—. Como ya sabes, este invierno es muy crudo y no creo que aguante mucho más. Es cuestión de tiempo. Cuando mi sombra muera, yo perderé mi corazón para siempre. Así que ahora estoy en un momento crucial. Tengo que decidir muchas cosas. Sobre mí mismo, en relación a ti, sobre todas las cosas. Apenas tengo tiempo para pensar, pero aunque dispusiera de todo el tiempo del mundo, llegaría a la misma conclusión. De hecho, ya he llegado a una conclusión. —Mientras me bebía el café, en mi fuero interno traté de asegurarme de que no había sacado una conclusión errónea. No, no me había equivocado. Sin embargo, eligiera el camino que eligiese, perdería definitivamente muchas cosas—. Es posible que mañana por la tarde deje la ciudad —dije—. No sé por dónde me iré ni cómo. Mi sombra me dirá la manera de salir. Los dos saldremos juntos de la ciudad, volveremos al viejo mundo de donde procedemos y viviremos allí. Yo arrastraré mi sombra, como solía hacer antes, iré envejeciendo entre preocupaciones y sufrimientos y moriré. Creo que ese mundo es más adecuado para mí. Viviré dominado por mi corazón, arrastrado por él. Pero esto tú posiblemente no lo puedas entender.

Ella me miraba fijamente a la cara, pero, en realidad, más que observarme a mí, parecía que tuviera los ojos clavados en el espacio donde estaba mi rostro.

—¿No te gusta esta ciudad?

—Tú, al principio, me dijiste que si había venido en busca de paz, esta ciudad me gustaría. Y, realmente, aprecio su paz y su quietud. Y sé que si yo perdiera mi corazón, esta paz y esta quietud serían completas. En esta ciudad, no hay nada que haga sufrir a nadie. Quizá me arrepienta toda mi vida de haberla abandonado. A pesar de ello, no puedo quedarme aquí. Porque mi corazón no permite que me quede aquí si con ello he de sacrificar a mi sombra y a las bestias. Por más paz que pudiera alcanzar si me quedara aquí, a mi corazón no puedo mentirle, aunque fuera a extinguirse dentro de poco. Aún hay otro problema. Una vez que has perdido una cosa, aunque esa cosa deje de existir, la sigues perdiendo eternamente. ¿Lo entiendes?

Ella permaneció largo rato en silencio, observándose los dedos de las manos. El vapor que se alzaba de las tazas de café había desaparecido. Todo estaba inmóvil en la estancia.

—¿Y ya no volverás jamás a la ciudad?

Asentí.

—Cuando salga de aquí, ya nunca podré volver. Eso está muy claro. Aunque tratara de regresar, la puerta de la ciudad no se abriría.

—¿Y no te importa?

—Perderte a ti va a ser muy duro. Pero yo te amo y lo importante es la pureza de este sentimiento. No quiero tenerte a costa de transformar mi amor en algo antinatural. Sería mil veces peor que perderte conservando mi corazón.

El silencio volvió a adueñarse de la sala de tal manera que el carbón resonaba desmesuradamente al estallar. Al lado de la estufa estaban colgados mi abrigo, mi bufanda, mi gorra y mis guantes. Todo me lo había dado la ciudad. Eran prendas sencillas, pero ya me había habituado a ellas.

—También había pensado en dejar que mi sombra huyera sin mí y en quedarme aquí yo solo —le dije—, Pero si lo hiciera, me expulsarían al bosque y no podría verte más. Porque tú no puedes vivir en el bosque. Los únicos que pueden estar allí son las personas cuya sombra no ha sido eliminada por completo, las personas que todavía conservan un corazón dentro de sus cuerpos. Yo tengo corazón, tú no lo tienes. Por eso tú no puedes ni siquiera necesitarme.

Ella sacudió la cabeza con calma.

—Es verdad, yo no tengo corazón. Mi madre sí tenía, pero yo no. Y como ella conservó su corazón, fue expulsada al bosque. No te lo he contado, pero aún recuerdo cuando la echaron. A veces incluso lo pienso. Pienso que si yo tuviera corazón, habría vivido siempre junto a mi madre en el bosque. Si yo tuviera corazón, también podría necesitarte a ti.

—Pero eso representaría la expulsión al bosque. A pesar de ello, ¿piensas que te gustaría tener corazón?

Ella clavó la vista en sus dedos enlazados sobre la mesa y, luego, los abrió.

—Recuerdo que mi madre decía que, si tienes corazón, vayas a donde vayas, no puedes perder nada. ¿Es eso cierto?

—No lo sé —dije—. No sé si es verdad o no. Tu madre lo creía así. El asunto es si tú lo crees o no.

—Creo que sí puedo creerlo —dijo ella clavando sus ojos en los míos.

—¿¡Lo crees!? —pregunté sorprendido—. ¿¡Crees que puedes creerlo!?

—Quizá —dijo ella.

—Piénsalo bien. Es muy importante. Creer en algo, sea lo que sea, es un acto muy claro del corazón. ¿Entiendes? Imagina que crees en algo. Cabe la posibilidad de que te defrauden. Y si te defraudan, te sientes decepcionado. Y sentir decepción es parte de lo que el corazón es. ¿Tienes acaso corazón?

Ella sacudió la cabeza.

—No lo sé. Yo sólo me acordaba de mi madre. No iba más allá. Sólo he pensado que tal vez podía creer en lo que ella me dijo.

—Es posible que en tu interior quede algo vinculado al corazón, algo que conduzca a él. Pero está firmemente cerrado y no se manifiesta. Por eso a la muralla se le ha pasado por alto.

—Si en mi interior hubiera un corazón, ¿significaría entonces que me ha ocurrido como a mi madre y que mi sombra no ha sido eliminada por completo?

—No, no lo creo. Tu sombra murió aquí y fue enterrada en el manzanar. Está documentado. Pero creo que, gracias a los recuerdos de tu madre, han permanecido en tu interior reminiscencias o fragmentos de memoria y que son éstos los que te sacuden. Y seguro que, si vas repasándolos, te conducirán a alguna parte.

En la estancia reinaba una quietud antinatural. Parecía que todos los sonidos hubiesen sido absorbidos por la nieve que danzaba fuera. Sentí cómo la muralla nos escuchaba a hurtadillas, conteniendo el aliento. Todo estaba demasiado tranquilo.

—Hablemos de los viejos sueños —dije—, ¿Es cierto que las bestias absorben vuestros corazones, que nacen, día tras día, y que éstos se convierten en viejos sueños?

—Sí. Cuando la sombra muere, las bestias asumen nuestro corazón, lo absorben.

—Entonces, a través de los cráneos, yo podría ir descifrando tu corazón, ¿no es así?

—No, eso no es posible. Mi corazón no ha sido absorbido como un todo. Mi corazón, reducido a fragmentos, ha sido absorbido por diferentes bestias y esos fragmentos se han mezclado, de manera indisoluble, con los fragmentos del corazón de otras personas. Tú no podrías distinguir qué pensamiento o sentimiento es mío y cuál es de otra persona. Durante todo este tiempo te has dedicado a leer viejos sueños, pero no has podido discernir qué sueños eran míos, ¿verdad? Los viejos sueños son así. Nadie sabría distinguir a quién pertenecen. El caos desaparece en forma de caos.

Comprendí muy bien lo que me decía. Leía viejos sueños todos los días, pero jamás había sido capaz de comprender un solo fragmento de ellos. Ahora me quedaban sólo veintiuna horas. En esas veintiuna horas tenía que conseguir llegar a su corazón. Era extraño. Estaba en la ciudad de la inmortalidad y, sin embargo, todas mis elecciones quedaban limitadas a un tiempo de veintiuna horas. Cerré los ojos, respiré hondo varias veces seguidas. Tenía que concentrar todas mis fuerzas para dar con el hilo que desembrollara la situación.

—Vamos al almacén —dije.

—¿Al almacén?

—Vayamos al almacén y miremos los cráneos. Tal vez así se nos ocurra la manera.

La tomé de la mano, nos levantamos, pasamos al otro lado del mostrador y abrimos la puerta que conducía al almacén. Cuando ella le dio al interruptor, una luz mortecina iluminó los incontables cráneos alineados en los estantes. Cubiertos por una gruesa capa de polvo, su blancura descolorida destacaba en la penumbra. Abrían las bocas en el mismo ángulo, clavaban sus negras cuencas en el vacío, frente a ellos. El gélido silencio que se desprendía de los cráneos, convertido en una niebla transparente, colgaba sobre el almacén. Nos recostamos en la pared y nos quedamos contemplando las hileras de cráneos. El aire frío me penetraba la piel y me hacía tiritar.

—¿De verdad crees que podrás leer mi corazón? —preguntó ella mirándome.

—Creo que podré leer tu corazón —dije yo con calma.

—¿Y cómo?

—Todavía no lo sé —dije—. Pero lo lograré. Estoy convencido de ello. Seguro que hay un modo de conseguirlo. Y voy a descubrirlo.

—¿Eres capaz de separar una de las gotas de lluvia que caen en el río de otra?

—Escúchame bien. El corazón no es como una gota de lluvia. No es algo que caiga del cielo, no es una cosa que pueda confundirse con otra. Si eres capaz de creerme, créeme. Lo encontraré. Aquí está todo, nada está aquí. Y sé que puedo encontrar lo que busco.

—Encuentra mi corazón —dijo ella tras un corto silencio.

35
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Cortaúñas. Salsa de mantequilla. Jarrón de metal

Detuve el coche frente a la biblioteca a las cinco y veinte minutos. Como aún faltaba un rato para la hora de la cita, me apeé del coche y di una vuelta por las calles lavadas por la lluvia. Para matar el tiempo, entré en una cafetería y me tomé un café mientras veía un partido de golf, y jugué a un videojuego en un salón recreativo. El juego consistía en ir abatiendo a cañonazos una unidad de tanques que atravesaba un río para atacar mi posición. Al principio, yo llevaba ventaja, pero, a medida que el juego avanzaba, el número de tanques enemigos fue multiplicándose como una manada de
lemmings
hasta que, finalmente, arrasaron mi posición. En aquel instante, una luz blanca incandescente como una explosión atómica llenó la pantalla. Y aparecieron las letras GAME OVER - INSERT COIN. Siguiendo las instrucciones, introduje otra moneda de cien yenes en la ranura. Entonces sonó una musiquilla y mi posición reapareció, intacta, en la pantalla. Era un combate destinado a la derrota. Si yo no perdiera, el juego jamás acabaría, y un juego que no tiene fin carece de sentido. El salón recreativo tendría dificultades, y yo también. Poco después, mi posición fue arrasada de nuevo y la luz incandescente volvió a inundar la pantalla. Y aparecieron las letras GAME OVER - INSERT COIN.

Al lado del salón recreativo había una ferretería. En el escaparate, había expuestos diversos utensilios de forma muy vistosa. Junto a un juego de llaves inglesas y destornilladores, se veían un martillo y un destornillador eléctricos. También había un juego portátil de herramientas de fabricación alemana en un estuche de piel. El estuche era tan pequeño como un monedero, pero contenía, apretadamente dispuestos, desde un cúter pequeño hasta un martillo y un electroscopio. A su lado había un juego de treinta escoplos. Como jamás se me había pasado por la cabeza que pudiera existir tal variedad de cuchillas de escoplo, me quedé boquiabierto al ver aquel juego de treinta escoplos. Cada una de las treinta hojas era ligeramente distinta a las demás y, entre ellas, algunas tenían una forma tan extraña que no podía imaginar para qué servirían. En contraste con el bullicio del salón recreativo, la ferretería estaba silenciosa como la parte oculta de un iceberg. Tras el mostrador del sombrío fondo de la tienda, había sentado un hombre de mediana edad, de pelo ralo, con gafas, desmontando algo con un destornillador.

Obedeciendo a un impulso, entré en la tienda y empecé a buscar un cortaúñas. Descubrí los cortaúñas al lado de los artículos para afeitado, cuidadosamente alineados como un muestrario de insectos. Había uno de forma tan insólita que no logré adivinar cómo se utilizaba. Me decidí por éste y lo llevé al mostrador. Era un trozo plano de acero inoxidable de unos cinco centímetros de largo: no tenía ni idea de dónde tenía que apretar ni cómo manipularlo para cortarme las uñas.

Cuando llegué ante el mostrador, el dueño dejó el destornillador y la batidora que estaba desmontando y me mostró cómo funcionaba.

—Mire, fíjese bien. ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! Y ya tiene un cortaúñas.

—Ya veo —dije. Efectivamente, se había convertido en un cortaúñas magnífico. Lo devolvió a su forma original y me lo tendió. Imité sus gestos y lo convertí de nuevo en un cortaúñas.

—Es un artículo de primera calidad —dijo como si me revelara un secreto—. Es de la casa Henkel, le durará toda la vida. Es muy práctico para ir de viaje. No se oxida, la hoja es fuerte. Incluso podría cortarle las uñas al perro.

Me costó dos mil ochocientos yenes. Iba metido en un pequeño estuche negro de piel. Tras devolverme el cambio, el dueño siguió desmontando la batidora. Había un montón de tornillos, clasificados por tamaños, en unos pulcros platitos de color blanco. Allí colocados, los tornillos negros parecían realmente felices.

Tras comprar el cortaúñas, volví al coche y la esperé escuchando los
Conciertos de Brandemburgo.
Di vueltas a la idea de por qué los tornillos parecían tan felices dentro de los platitos. Quizá fuese porque habían dejado de formar parte de la batidora y habían recobrado su independencia como tornillos. O quizá fuese porque consideraban que, con aquellos platitos blancos, les había tocado en suerte un lugar magnífico. En todo caso, era muy agradable contemplar la felicidad ajena.

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