El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (52 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—Sí, hasta principios de otoño. En cuanto se aproxima el invierno dejan de acercarse al bosque. Pero cuando hace buen tiempo vienen en pequeños grupos y juegan conmigo. Y yo comparto mi comida con ellas. Pero en invierno, no. Aunque sepan que yo podría darles de comer, no se acercan al bosque. De modo que, en invierno, estoy completamente solo.

—Si le apetece, podemos comer los tres juntos —dijo ella—. Hemos traído emparedados y fruta de sobra. ¿Le gustaría compartirlos con nosotros?

—Se lo agradezco —dijo el encargado. Hace mucho tiempo que no como nada preparado por otros. Yo tengo un guiso de setas del bosque. ¿Les apetecería probarlo?

—Con mucho gusto —dije.

Los tres comimos los emparedados que había hecho ella, después dimos cuenta del guiso de setas, y de postre mordisqueamos la fruta. Durante el almuerzo, nadie habló apenas. El aullido del viento, que penetraba en la estancia como una corriente de agua transparente, llenaba el silencio. El tintineo de cuchillos, tenedores y platos se mezclaba con el ulular del viento creando una resonancia de timbres irreales.

—¿Usted no sale nunca del bosque? —inquirí.

—Nunca —dijo sacudiendo lentamente la cabeza—. Así está establecido. Debo cuidarme de la central eléctrica. Tal vez algún día venga alguien a sustituirme. No sé cuándo será, pero si ese día llega, entonces podré salir del bosque y volver a la ciudad. Hasta ese momento no me está permitido salir. No puedo alejarme ni un paso del bosque, porque tengo que esperar a que se alce el viento una vez cada tres días.

Asentí y me bebí el resto de la infusión. Posiblemente, el sonido del viento se prolongaría dos horas, tal vez dos horas y media más. Al escucharlo en silencio, te daba la sensación de que te iba atrayendo poco a poco hacia sí. Imaginé lo triste que debía de ser escuchar en soledad el aullido del viento en la desierta central eléctrica del bosque.

—Por cierto, ustedes no han venido únicamente a visitar la central eléctrica con fines educativos, ¿verdad? —preguntó el joven encarga— do—. Es que, tal como les he dicho antes, los habitantes de la ciudad rara vez aparecen por aquí.

—Estamos buscando un instrumento musical —dije—. Nos han dicho que aquí averiguaríamos dónde encontrar uno.

Él movió afirmativamente la cabeza varias veces y por unos instantes contempló su tenedor y su cuchillo, depositados el uno sobre el otro en el plato.

—Es cierto, aquí hay algunos instrumentos musicales. Son muy viejos, pero si encuentran alguno utilizable, se lo pueden llevar. Al fin y al cabo, yo no sé tocarlos. Me limito a ponerlos en fila y a contemplarlos. ¿Quieren verlos?

—Si nos lo permite... —dije.

Se levantó arrastrando la silla, y yo lo imité.

—Síganme. Los tengo de adorno en mi habitación —dijo.

—Yo me quedo aquí para recoger la mesa y preparar el café —dijo ella.

El encargado abrió la puerta que conducía al dormitorio, encendió la luz y me invitó a pasar.

—Ahí están —dijo.

Recostados contra la pared del dormitorio se— alineaban diversos instrumentos musicales. Eran todos tan viejos que podían calificarse de antigüedades y, en su mayor parte, eran instrumentos de cuerda. Mandolinas, guitarras, violonchelos, un arpa pequeña... La mayoría de las cuerdas estaban cubiertas de un óxido rojizo, rotas o del todo inexistentes. La verdad, en aquel lugar no parecía fácil encontrar otras para reemplazarlas.

Entre ellos había un instrumento musical que yo jamás había visto. Era de madera, de forma parecida a una tabla de la colada, con una hilera de protuberancias de metal que parecían uñas. Lo tomé en mis manos e intenté arrancarle algún sonido, sin conseguirlo. También había varios tambores pequeños, puestos en fila. Contaban con los palillos correspondientes, pero parecía imposible tocar algo con ellos. Había también un instrumento de viento grande que recordaba un fagot, pero tampoco parecía utilizable.

Sentado en una pequeña cama de madera, el encargado miraba cómo probaba un instrumento tras otro. Tanto la colcha como la almohada estaban muy limpias, la cama bien hecha.

—¿Hay alguno utilizable? —me preguntó.

—Pues no lo sé —respondí—. ¡Son todos tan viejos!

El se levantó de la cama, se dirigió hacia la puerta, la cerró y volvió a sentarse. Como el dormitorio no tenía ventanas, con la puerta cerrada el aullido del viento sonaba amortiguado.

—¿No le parece extraño que coleccione esos objetos? —me preguntó el encargado—. A ningún habitante de la ciudad le interesan las
cosas.
Todos poseen los utensilios necesarios para la vida diaria, por supuesto. Ollas, cuchillos, sábanas, ropa. Pero les basta con eso, con las cosas útiles; nadie desea más. Yo, en cambio, no soy así. Esas
cosas
me interesan mucho, ni yo sé por qué. Pero me fascinan las cosas con una forma complicada, las cosas bonitas. —Había apoyado una mano sobre la almohada y mantenía la otra en el bolsillo del pantalón—, Y, ¿sabe? —prosiguió—, si le soy sincero, también me gusta esta central eléctrica: el ventilador, los diferentes contadores y transformadores... Quizá yo siempre haya tenido esta tendencia, este gusto por las cosas, y por eso decidieron enviarme aquí. O quizá la he adquirido después de que me enviaran aquí, a fuerza de vivir solo. Llevo tanto tiempo en la central eléctrica que he olvidado por completo mi vida anterior. A veces me da la impresión de que jamás podré regresar a la ciudad. Porque mientras tenga esta inclinación, la ciudad no me aceptará.

Tomé en la mano un violín que sólo conservaba dos cuerdas y lo punteé con los dedos. Sonó un seco
staccato.

—¿Cómo ha logrado reunir todos estos instrumentos?

—Proceden de diversos lugares —me dijo—. Pedí a quien me suministra las provisiones que me los fuera trayendo. A veces aparecía algún viejo instrumento olvidado en el fondo de los armarios de las casas o en los graneros. Como no sirven para nada, la mayoría acababan convertidos en leña, pero aún quedaban algunos. Y cuando encontraba uno, él me lo traía. Todos los instrumentos tienen una forma muy bonita. Yo no sé tocarlos, ni se me ocurriría intentarlo, pero al contemplarlos puedo apreciar su belleza. Pese a ser complejos, no tienen un solo detalle superfluo. Suelo sentarme aquí y quedarme absorto mirándolos. Me basta con eso. ¿Le parece extraño?

—Los instrumentos musicales son muy hermosos —dije—. No, no me parece extraño.

Mis ojos se posaron en un acordeón que descansaba en el suelo, entre un violonchelo y un tambor, y lo cogí. Era un modelo muy antiguo y, en vez de teclado, tenía botones en las cajas. El fuelle estaba rígido, con algunas rajas, pero a simple vista se apreciaba que no había fugas de aire. Deslicé ambas manos bajo las correas y lo plegué y extendí varias veces. El fuelle tenía que accionarse con unos movimientos más amplios de lo que esperaba, pero si las teclas funcionaban, le arrancaría algún sonido. De hecho, mientras retenga el aire, el acordeón es un instrumento que no se estropea con facilidad y, aunque se produzca alguna fuga, es relativamente fácil de arreglar.

—¿Puedo tocar? —le pregunté.

—Por supuesto, ¡adelante! Está hecho para eso —me animó el joven.

Mientras plegaba y extendía el fuelle a derecha e izquierda, fui pulsando los botones por orden, desde abajo. Algunas teclas emitían un sonido muy débil, pero reproducían la escala musical. Volví a accionar las teclas, de arriba abajo.

—¡Qué sonido más peculiar! —exclamó el joven, profundamente interesado—. Es como si los sonidos cambiaran de color.

—Al pulsar estos botones, se producen notas, sonidos de distinta frecuencia —le dije—. Todos son diferentes. Y, según su frecuencia, los sonidos combinan, o no, unos con otros.

—No entiendo eso de combinar o no combinar. ¿Qué significa combinar? ¿Quiere decir necesitarse mutuamente?

—Más o menos —dije. Intenté tocar un acorde. No lo logré del todo, pero el resultado no fue disonante. No obstante, no lograba recordar ninguna canción. Sólo algunos acordes.

—¿Esos sonidos combinan?

Le dije que sí.

—Yo no lo sé —dijo—. A mí sólo me parecen resonancias extrañas. Es la primera vez que oigo esos sonidos. No sé qué decir. Son distintos del rumor del viento, y de los trinos de los pájaros. —Tras pronunciar estas palabras, posó ambas manos sobre las rodillas y contempló alternativamente mi rostro y el acordeón—. Sea como sea, le regalo ese instrumento. Quédeselo. Una cosa así es mejor que la conserve alguien que sepa utilizarla. No tiene sentido que la guarde yo —dijo y, acto seguido, aguzó el oído al aullido del viento—. Voy a mirar cómo están las máquinas. Tengo que inspeccionarlas cada treinta minutos, comprobar si el ventilador gira bien, si los transformadores funcionan sin problemas... ¿Le importaría esperarme en esa habitación?

Cuando el joven salió, volví a la estancia que hacía las veces de comedor y sala de estar, y me tomé el café que ella había preparado.

—¿Eso es un instrumento musical? —me preguntó.

—Sí —dije—. Pero los hay de muchas clases y cada uno produce un sonido diferente, ¿sabes?

—Parece un fuelle, ¿verdad?

—Bueno, el principio es el mismo.

—¿Puedo tocarlo?

—Claro que sí —dije y le tendí el acordeón.

Ella lo cogió cuidadosamente con ambas manos, como si se tratara de la frágil cría de algún animal, y lo contempló de hito en hito.

—¡Qué cosa tan extraña! —dijo sonriendo con desasosiego—. Pero ¡qué suerte! Has conseguido un instrumento musical. ¿Estás contento?

—Al menos ha merecido la pena llegar hasta aquí.

—Este hombre no ha podido desprenderse del todo de su sombra, ¿sabes? No le queda mucha, pero aún tiene un trocito —dijo ella en voz baja—. Por eso está en el bosque. No tiene valor suficiente para adentrarse en él, pero tampoco puede volver a la ciudad. ¡Pobre! Me da mucha pena.

—¿Crees que tu madre está en el interior del bosque?

—Tal vez sí, tal vez no —dijo ella—. No lo sé. Sólo se me ha ocurrido de pronto.

El joven regresó a la cabaña siete u ocho minutos después. Le di las gracias por el instrumento, abrí la maleta y deposité sobre la mesa los obsequios que le había traído. Un pequeño reloj despertador de viaje, un juego de ajedrez y un encendedor. Los había encontrado en las maletas del archivo.

—Acéptelo como muestra de agradecimiento por el instrumento musical, se lo ruego —dije.

Al principio, el joven los rehusó categóricamente, pero acabó por aceptarlos. Examinó el reloj despertador, examinó el encendedor y, luego, examinó una a una las piezas del ajedrez.

—¿Sabe jugar? —le pregunté.

—No se preocupe. No me hace falta —dijo—. Son lo suficientemente hermosas como para que me baste con mirarlas y, además, ya descubriré por mí mismo cómo se usan. Tiempo, a mí, me sobra.

Le dije que ya era hora de emprender el regreso.

—¿Ya se van? —dijo con tristeza.

—Tenemos que volver a la ciudad antes de que oscurezca, y me gustaría descabezar un sueño antes de ir a trabajar —dije.

—Claro, comprendo —dijo el joven—. Los acompaño hasta la puerta. Me gustaría acompañarlos hasta las lindes del bosque, pero debo trabajar y no puedo alejarme de aquí.

Los tres nos despedimos en el exterior de la cabaña.

—Vuelvan otro día. Y déjenme escuchar cómo suena el instrumento —pidió—. Siempre serán bienvenidos.

—Gracias —dije.

A medida que nos alejamos de la central eléctrica, el aullido del viento fue perdiendo intensidad, y, cuando nos aproximamos a los límites del bosque, ya se había extinguido por completo.

29
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Lago. Masaomi Kondô. Pantis

A fin de que no se mojara mientras nadábamos, la joven gorda y yo redujimos nuestro equipaje tanto como pudimos, lo envolvimos en una camisa de repuesto y nos lo enrollamos en lo alto de la cabeza. Sin duda ofrecíamos una pinta extremadamente ridícula, pero no nos sobraba tiempo ni para reír. Como habíamos dejado atrás las provisiones, el whisky y otros objetos superfluos, no abultaba demasiado. Yo sólo llevaba la linterna, un jersey, los zapatos, la cartera, la navaja y el dispositivo para ahuyentar a los tinieblos. Y ella, algo por el estilo.

—Tened cuidado —dijo el profesor. En la penumbra, se me antojó mucho más viejo que la primera vez que lo vi. Tenía la piel ajada, los cabellos resecos como un vegetal plantado en un lugar equivocado y el rostro salpicado de manchas marrones. Visto así, parecía sólo un viejo cansado. Realmente, el destino de todos los hombres, sean científicos eminentes o no, es envejecer y morir.

—Adiós —dije.

Bajé por la cuerda, a través de la oscuridad, hasta alcanzar la superficie del agua. Yo descendí primero y, cuando llegué abajo, le hice señales con la luz de la linterna y descendió ella. Meterse en el agua envuelto en aquella oscuridad era terrorífico y no me apetecía en absoluto, pero, evidentemente, no tenía elección. Aparte de estar fría como el hielo, el agua no parecía presentar ningún problema. Era agua normal y corriente. No ocultaba nada bajo su superficie y su peso específico era el acostumbrado. En los alrededores reinaba la calma y el silencio propios del fondo de un pozo. Ni en el aire, ni en el agua, ni en las sombras se movía nada. Sólo nuestro chapoteo, ampliado hasta la exageración, resonaba en medio de la oscuridad. Parecía el sonido producido por un gigantesco animal acuático devorando a su presa. Tras meterme en el agua, me di cuenta de que había olvidado por completo pedirle al profesor que me tratara el dolor de la herida.

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