El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (55 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Al llegar a este punto, como era de prever, aquello me pareció una sarta de estupideces y lo dejé correr. Esa trama nada tenía que ver con la realidad. Pero, en cuanto me preguntaba qué era la realidad, se apoderaba de mí una gran confusión. La realidad era tan pesada como una caja grande de cartón llena a rebosar de arena, y era incoherente. Hacía un montón de meses que yo ni siquiera contemplaba las estrellas.

—¡Ya no puedo soportarlo más! —dije.

—¿El qué? —preguntó ella.

—La oscuridad, la peste a moho, los tinieblos, todo. Los pantalones mojados, la herida del vientre, todo. Ni siquiera sé qué tiempo hace fuera. ¿En qué día de la semana estamos?

—Ya falta poco —dijo—. Se acabará enseguida.

—Me siento muy confuso —dije—. No logro recordar las cosas de fuera. Piense lo que piense, mis ideas toman siempre derroteros muy extraños.

—¿En qué estabas pensando?

—En Masaomi Kondô, Ryôko Nakano y Tsutomu Yamazaki.
[15]

—Déjalo estar —dijo ella—. No pienses en nada. Dentro de poco te sacaré de aquí.

Así pues, decidí no pensar en nada. Pero entonces empecé a obsesionarme con mis pantalones mojados que se me pegaban, gélidos, a las piernas. Por su culpa, tenía el cuerpo helado y el dolor sordo de la herida volvía a martirizarme. Sin embargo, a pesar del frío, sorprendentemente no tenía ganas de orinar. ¿Cuándo había orinado por última vez? Repasé todos mis recuerdos de manera ordenada, luego los puse patas arriba, pero fue inútil. No conseguí recordarlo.

No había orinado al menos desde que me hallaba en el subterráneo. ¿Y antes? Antes había conducido el coche. Había comido una hamburguesa, había visto a la pareja del Skyline. ¿Y antes? Antes había dormido. La joven gorda había irrumpido en mi casa y me había despertado. ¿Había orinado entonces? Diría que no. Ella me había sacado de la cama y me había arrastrado a la calle. Ni siquiera había tenido tiempo de orinar. ¿Y antes? Antes no recordaba bien qué había hecho. ¡Ah, sí! Había ido al médico. O eso creía. El médico me había cosido la herida. ¿Qué médico era? Ni idea. Pero era un médico, eso seguro. Un médico con bata blanca me había cosido un poco más arriba del vello púbico. ¿Había orinado antes o después de aquello?

Ni idea.

Me parecía que no. De haberlo hecho, recordaría el dolor de la herida en el momento de orinar. Que no me acordara significaba que no había orinado. No cabía duda. Por lo tanto, llevaba mucho tiempo sin orinar. ¿Cuántas horas?

Al pensar en el tiempo, mi mente cayó en un estado de confusión semejante al de un gallinero al alba. ¿Doce horas? ¿Veintiocho horas? ¿Treinta y dos horas? ¿Adónde diablos se había esfumado mi orina? Mientras, había bebido cerveza, había bebido un refresco de cola, había bebido whisky. ¿Adonde había ido a parar todo aquel líquido?

No. Quizá había sido anteayer cuando me habían rajado el vientre y había ido al hospital. En cambio, me daba la impresión de que la víspera había sido un día totalmente distinto. Pero al preguntarme qué tipo de día había sido la víspera, fui incapaz de responder. La víspera no era más que una confusa masa de tiempo. Tenía la forma de una enorme cebolla hinchada de agua. ¿Qué contenía? ¿Dónde debía pulsar para que saliera qué? En mi cabeza no había una sola cosa clara.

Diversos hechos se aproximaban y se alejaban como los caballitos de madera del tiovivo. ¿Cuándo diablos me habían rajado la barriga aquel par? ¿Había sido antes o después de haber estado sentado en la cafetería del supermercado al amanecer? ¿Cuándo había orinado yo? ¿Y por qué me preocupaba tanto la orina?

—¡Aquí están! —exclamó volviéndose hacia atrás. Me agarró el codo con fuerza—. Las cloacas. La salida.

Ahuyenté de mi mente el problema de la orina y contemplé el círculo que su linterna proyectaba en la pared. Iluminaba un agujero cuadrado, parecido a un colector de basuras, del tamaño justo para que un hombre pudiera introducirse en él.

—Pero eso no son las cloacas —dije.

—Las cloacas están al fondo. Éste es el túnel que conduce a ellas. Ya verás, huele a alcantarilla.

Acerqué la nariz al agujero y olisqueé. En efecto, se percibía el familiar olor a cloaca. Después de dar vueltas y más vueltas por aquel laberinto, ese olor me parecía íntimo y familiar. Noté que del interior del túnel surgía una corriente de aire. Instantes después, el suelo tembló y por el agujero nos llegó el ruido de un tren circulando por la vía. Tras prolongarse unos diez o quince segundos, el ruido disminuyó gradualmente, como un grifo del agua que fuera cerrándose despacio, hasta desvanecerse. Estaba claro. Aquello era la salida.

—¡Por fin hemos llegado! —dijo ella dándome un beso en la nuca—, ¿Cómo te sientes?

—No me preguntes eso —dije—. Estoy aturdido.

Ella se metió de cabeza en el agujero. Cuando su trasero blando hubo desaparecido, yo la seguí. El estrecho túnel se prolongaba en línea recta. Mi linterna alumbraba sólo su trasero y sus pantorrillas. Éstas me hacían pensar en una blanca y lisa verdura china. La falda, empapada, se le adhería a los muslos.

—¡Eh! ¿Estás ahí?

—¡Claro! —grité.

—Hay un zapato en el suelo.

—¿Qué tipo de zapato?

—Un zapato de hombre, de piel, de color negro. Sólo uno.

Lo vi enseguida. El zapato era viejo y tenía el tacón desgastado. En la punta tenía adherido un lodo blanco y duro.

—¿Cómo es que hay aquí un zapato?

—No lo sé. Quizá se le haya caído a un hombre capturado por los tinieblos.

—Podría ser —dije.

Como ya no había nada en particular que mirar, seguí hacia delante contemplando el dobladillo de su falda. De vez en cuando, la falda se le subía hasta la zona superior de los muslos mostrando una franja de piel blanca y suave, sin manchas de barro. Justo a la altura donde, antaño, iban las tiras que unían las medias al corsé o a la faja. Antes, entre la parte superior de las medias y la faja o el corsé, quedaba al descubierto una franja de piel. Pero desde la aparición de los pantis, eso era agua pasada.

Su piel blanca me trajo recuerdos del pasado. Jimi Hendrix, Cream, los Beatles, Otis Redding: toda aquella época. Silbé las primeras notas de
I Go to Pieces,
de Peter and Gordon. Una gran canción. Dulce y desgarradora. Mucho mejor que Duran Duran. «Aunque tal vez piense así porque me estoy haciendo viejo», reflexioné. «En realidad, han pasado ya veinte años desde que estaba de moda. Y hace veinte años, ¿quién podía imaginar que aparecerían los pantis?»

—¿Por qué silbas? —gritó ella.

—No lo sé. Porque tengo ganas —respondí.

—¿Y qué silbas?

Le dije el título.

—No conozco esa canción.

—Ya. Es que estaba de moda antes de que tú nacieras.

—¿De qué va?

—De cómo el cuerpo se disgrega en mil pedazos y desaparece.

—¿Y por qué silbas eso?

Tras reflexionar unos instantes, decidí que no había ningún motivo en especial. Me había venido a la cabeza de repente, nada más.

—No lo sé —contesté.

Mientras pensaba en otras canciones, llegamos finalmente al alcantarillado. De hecho, aunque hable de alcantarillado, sólo se trataba de un grueso tubo de cemento. De un metro y medio de diámetro, de unos dos centímetros de agua discurriendo por el fondo. En la línea del agua crecía un musgo viscoso. Desde más allá llegaba, una y otra vez, el ruido de los metros al pasar. Ahora era tan nítido que casi se podía calificar de estrépito, e incluso se vislumbraba una tenue luz amarillenta.

—¿Cómo es que las cloacas conducen al metro? —pregunté.

—Para ser exactos, no son las cloacas —dijo ella—. Este tubo sólo recoge el agua de un manantial subterráneo y la lleva a las cunetas del metro. Pero como resulta que se filtran aguas residuales, el agua está sucia. ¿Qué hora es?

—Las nueve y cincuenta y tres minutos —le dije.

Ella se sacó de la cinturilla de la falda el dispositivo para ahuyentar a los tinieblos, apretó el interruptor y lo sustituyó por el que habíamos estado utilizando hasta entonces.

—¡Venga, ánimo! Ya falta poco. Pero aún no podemos bajar la guardia, ¿eh? No olvides que los tinieblos dominan todo el recinto del metro. Ya has visto el zapato, ¿no?

—Sí, ya lo he visto.

—¿Se te han puesto los pelos de punta?

—Pues sí, la verdad.

Avanzamos por el tubo de cemento siguiendo el curso del agua. El chapoteo de las suelas de goma de nuestros zapatos resonaba en los alrededores como una lengua que chasqueara: un ruido sofocado por el estrépito de los trenes que se acercaban y pasaban de largo. Era la primera vez en mi vida que el estruendo del metro al pasar me producía tanta alegría. Era bullicioso y vivaz como la vida misma, repleto de brillante luz. Dentro, había diversos tipos de personas que se dirigían a lugares distintos mientras leían el periódico u hojeaban una revista. Recordé los carteles a todo color que colgaban en el interior de los vagones, el plano del metro sobre las puertas. En el plano, la línea Ginza siempre figura de color amarillo. No sé por qué, pero siempre es así. Por eso, cada vez que pienso en esta línea me viene a la mente el color amarillo.

No tardamos mucho en alcanzar la salida. La boca estaba cerrada con barrotes de hierro, pero había un boquete que permitía justo el paso de un hombre. Habían arrancado un gran trozo de cemento de la base, faltaba alguno de los barrotes. Allí se adivinaba la mano de los tinieblos, pero esta vez, para variar, les estaba agradecido. Porque si los barrotes hubiesen estado bien encajados, no habríamos podido acceder al mundo exterior a pesar de tenerlo ante nuestros ojos.

Al otro lado, se veían semáforos y una especie de cajas de madera cuadradas que servían para guardar zapatos. Ennegrecidas columnas de cemento se alzaban entre un raíl y otro, sucediéndose a intervalos regulares, como estacas. Las lámparas de las columnas difundían una luz mortecina que a mí me pareció cegadora. Al haber permanecido tanto tiempo en el subsuelo, faltos de luz, los ojos se habían habituado por completo a la oscuridad.

—Esperemos aquí un poco, hasta que los ojos se acostumbren a la claridad —dijo ella—. Bastarán diez o quince minutos. Luego seguiremos. Más allá, tendremos que esperar otra vez a que se acostumbren a una luz más potente. Si no, nos quedaríamos ciegos. Y con tantos trenes como circulan, tenemos que ver muy bien, ¿comprendes?

—Sí —dije.

Me cogió del brazo, me hizo sentar en un fragmento de cemento seco y tomó asiento a mi lado. Luego me asió el brazo derecho con ambas manos, un poco por encima del codo, y se apoyó en mí.

Oímos el estruendo de un metro que se acercaba, inclinamos la cabeza hacia el suelo y cerramos los ojos con fuerza. Más allá de nuestros párpados, una luz amarilla fulguró unos instantes y fue apagándose junto con el ruido del tren, un estrépito que taladraba los oídos. Cegados, mis ojos vertieron gruesos lagrimones. Me enjugué con la manga de la camisa los que me corrían por las mejillas.

—No pasa nada. Enseguida te acostumbrarás —dijo ella. De sus ojos habían brotado dos regueros de lágrimas que se deslizaban por sus mejillas—. Tres o cuatro trenes más y ya estará. Entonces ya se nos habrán acostumbrado los ojos y podremos acercarnos a la estación. Una vez allí, ya estaremos a salvo de los tinieblos, y podremos subir a la superficie.

—Recuerdo que me sucedió lo mismo en el pasado —dije.

—¿Que caminaste por los túneles del metro?

—No, mujer. Hablo de la luz. De haber vertido lágrimas por culpa de una luz demasiado brillante.

—Ya. Eso le ha pasado a todo el mundo.

—No, no es eso. Eran unos ojos especiales, y la luz también era especial. Hacía mucho frío. Mis ojos, igual que ahora, llevaban mucho tiempo acostumbrados a la penumbra y no soportaban la luz. Eran unos ojos muy singulares.

—¿Te acuerdas de algo más?

—No, sólo de eso. No recuerdo nada más.

—Seguro que tu memoria discurre ahora hacia atrás —dijo.

Con ella recostada en mí, yo percibía la redondez de su pecho en mi brazo. Aquélla era la única parte caliente de todo mi cuerpo, helado por culpa de los pantalones mojados.

—Ahora saldremos al exterior. ¿Has decidido ya adonde irás, qué harás, a quién verás...? En fin, todo eso —preguntó echando una ojeada a su reloj de pulsera—. Te quedan veinticinco horas y cincuenta minutos.

—Volveré a casa y me tomaré un baño. Me pondré ropa limpia. Luego es posible que vaya a la peluquería.

—Aún te sobrará tiempo.

—Lo que haga luego ya lo decidiré después —dije.

—¿Puedo ir contigo a tu casa? —me preguntó—. Yo también quiero bañarme y cambiarme de ropa.

—Claro.

Pasaron dos metros en dirección a Aoyama Itchôme, de modo que inclinamos la cabeza hacia el suelo y cerramos los ojos. La luz seguía cegándonos, pero ya no derramamos lágrimas.

—No te ha crecido tanto el pelo como para ir a la peluquería —me dijo ella iluminándome la cabeza—. Además, seguro que te sienta mejor largo.

—Ya estoy harto del pelo largo.

—De todos modos, no te ha crecido tanto como para ir a cortártelo. ¿Cuándo fuiste por última vez a la peluquería?

—No lo sé —dije. No tenía la menor idea. Ni siquiera recordaba cuándo había orinado por última vez. De modo que lo sucedido semanas atrás era como la prehistoria.

—¿Tienes en tu casa algo de mi talla?

—Pues no sé. Creo que no.

—Es igual. Ya me las apañaré —dijo—, ¿Utilizarás la cama?

—¿La cama?

—Quiero decir si llamarás a alguna chica para acostarte con ella.

—No, no había pensado en eso —dije—. No, no lo creo.

—Entonces, ¿podré dormir en ella? Antes de volver con mi abuelo me gustaría dormir un rato.

—No es que me importe. Pero no me sorprendería que por mi casa aparecieran los semióticos o los del Sistema. Como últimamente estoy tan solicitado, ya ni siquiera cierro la puerta con llave.

—Eso no me preocupa —dijo ella.

Pensé que tal vez, realmente, no le preocupara. A cada uno nos preocupan cosas distintas.

Se acercó el tercer metro procedente de Shibuya, que pasó delante mismo de nosotros. Cerré los ojos y, mentalmente, empecé a contar despacio. Cuando llegué al número catorce, acababa de pasar la cola del tren. Apenas me dolían ya los ojos. Habíamos superado la primera etapa para salir a la superficie. Ya no había peligro de que los tinieblos nos atrapasen y nos colgaran en el interior de un pozo, ni tampoco de que nos devorara aquel pez gigantesco.

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