El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (71 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—¿Cómo?

—Le he disparado al grandote un tiro a la oreja. Seguro que le he reventado un tímpano.

—Si has disparado dentro del piso, habrás montado una buena, ¿no?

—En absoluto —dijo—. Por un disparo no pasa nada: todo el mundo piensa que se ha reventado el neumático de un coche. Si fueran más tiros, entonces sí habría problema. Pero yo tengo muy buena puntería y con uno me basta.

—¡Vaya!

—Oye, cuando pierdas la conciencia, me gustaría congelarte. ¿Qué opinas?

—Haz lo que quieras. Tampoco me voy a enterar... —dije—. Ahora me voy al muelle de Harumi, así que tendrás que ir a recogerme allí. Estaré en un Carina 1800 GT Twin Cam Turbo de color blanco. Soy incapaz de explicarte cómo es el coche, pero dentro estará sonando una cinta de Bob Dylan.

—¿Bob Dylan?... No lo conozco. ¿Y cómo es?

—Su voz recuerda a un niño... —empecé a decir, pero me dio pereza proseguir y lo dejé correr—. Es un cantante que tiene la voz ronca.

—¿Sabes? Congelándote, si el abuelo descubre un nuevo método, quizá pueda dejarte como estabas. No te hagas demasiadas ilusiones, pero existe esta posibilidad.

—Si pierdo la conciencia, no podré hacerme ilusiones —puntualicé—. ¿Y vas a ser tú quien me congele?

—Tranquilo, no te preocupes. Soy buenísima congelando. He hecho experimentos con animales y he congelado ya un montón de gatos y perros vivos. A ti te congelaré muy bien y te esconderé en un lugar donde nadie podrá encontrarte —dijo—. Oye, si todo va bien, cuando recobres la conciencia, ¿te acostarás conmigo?

—Por supuesto —dije—. Si tú todavía tienes ganas de acostarte conmigo, claro.

—¿Seguro que lo harás?

—Siempre que la técnica lo permita —dije—. Porque no sé dentro de cuántos años va a ser eso.

—En todo caso, yo ya no tendré diecisiete años —añadió.

—Las personas van cumpliendo años. Incluso las congeladas.

—En fin... Que te vaya bien —dijo.

—Y a ti también —dije—. Después de hablar contigo, me siento un poco mejor.

—¿Por lo que te he dicho de que existe la posibilidad de que puedas volver a este mundo? Piensa que todavía no es seguro que...

—No, no es por eso. Me alegro de que exista esta posibilidad, por supuesto. Pero me refería a otra cosa. Quería decir que estoy contento de haber podido hablar contigo. De oír tu voz, de saber lo que estás haciendo ahora.

—¿Quieres que hable más?

—No, ya es suficiente. Es que tengo poco tiempo, ¿sabes?

—Oye —dijo la joven gorda—, no tengas miedo, ¿eh? Aunque te perdieras eternamente, piensa que yo me acordaré de ti mientras viva. De mi corazón no desaparecerás nunca. No lo olvides, ¿eh?

—No lo olvidaré —dije. Y colgué.

A las once, fui a orinar a un lavabo cercano y salí del parque. Puse en marcha el motor y conduje en dirección al puerto mientras le daba vueltas a la idea de la congelación. La avenida Ginza estaba llena de hombres con traje y corbata. Mientras esperaba ante el semáforo, miré bien por si descubría a la chica de la biblioteca haciendo sus compras por allí, pero, por desgracia, no la vi. Lo único que se reflejó en mis pupilas fue la imagen de gente desconocida.

Al llegar al puerto, detuve el coche junto a un almacén desierto y, mientras fumaba, puse la cinta de Bob Dylan y la programé para que, al acabar, se repitiera automáticamente. Abatí el asiento hacia atrás, puse las piernas sobre el volante y respiré con calma. Me apetecía tomarme otra cerveza, pero ya no me quedaban. Me las había bebido todas con ella en el parque. El sol penetraba por el parabrisas y me envolvía en su luz. Al cerrar los ojos, sentí cómo la luz me calentaba los párpados. La luz del sol, tras seguir un largo trayecto, había llegado a este humilde planeta y había dedicado una pequeña parte de su fuerza a calentar mis párpados. Al pensarlo, me sentí extrañamente conmovido. La providencia del universo no olvidaba mis párpados. En aquel instante entendí un poco los sentimientos de Aliosha Karamazov. Probablemente, a una vida limitada se le otorga una bendición limitada.

De pasada, bendije, a mi manera, al profesor, a su nieta y a la chica de la biblioteca. Ignoraba si tenía el poder de ir dispensando bendiciones al prójimo, pero como no tardaría en desaparecer, nadie podría exigirme responsabilidades. Añadí a mi lista de bendiciones al taxista al que le gustaba Police y el reggae. Nos había llevado en su taxi cuando estábamos cubiertos de barro de pies a cabeza. No había ningún motivo para dejarlo fuera. Probablemente en esos momentos llevara a alguna parte, mientras escuchaba música rock, a algunos pasajeros jóvenes.

Frente a mí se veía el mar. También se veía un viejo buque de carga con la línea de flotación por encima del agua tras desembarcar todas las mercancías. Las gaviotas descansaban, aquí y allá, como manchas blancas. Bob Dylan cantaba
Blowing in the Wind.
Mientras escuchaba la canción, pensé en los caracoles, en el cortaúñas, en la lubina en salsa de mantequilla, en la espuma de afeitar. El mundo te ofrece muchas enseñanzas bajo diferentes formas.

El sol de otoño brillaba sobre el mar fragmentado en mil destellos que se mecían al vaivén de las olas. Parecía que alguien hubiese hecho añicos un espejo gigantesco. Lo había roto en fragmentos tan minúsculos que nadie podría volver a recomponerlo jamás. Ni siquiera los ejércitos de ningún rey.

La canción de Bob Dylan me recordó a la chica de la agencia de coches de alquiler. Sí, también tenía que bendecirla a ella. Me había causado muy buena impresión. No había razón alguna para excluirla de la lista.

Evoqué su figura. Llevaba un blazer de un verde que recordaba el césped de un campo de béisbol a principios de la temporada, una blusa blanca y una corbata de lazo negra. Debía de ser el uniforme de la agencia. De no ser así, nadie se hubiera puesto un blazer de color verde y se hubiera anudado un lazo negro al cuello. Y ella escuchaba a Bob Dylan y pensaba en la lluvia.

Yo también pensé en la lluvia. La lluvia que me vino a la cabeza era tan fina que no se sabía si caía o no. Pero llovía. Mojaba los caracoles, mojaba las cercas, mojaba las vacas. Nadie podía detener la lluvia. Nadie podía escapar. La lluvia caía siempre de manera equitativa.

Pronto, esa lluvia se convirtió en una cortina opaca de colores indefinidos que cubrió mi conciencia.

Me fue invadiendo el sueño.

«Así podré recuperar todas las cosas que he perdido», pensé. Aunque las hubiera perdido una vez, no habían desaparecido en absoluto. Cerré los ojos y me abandoné a aquel sueño profundo. Bob Dylan seguía cantando
A Hard Rain's A-Gonna Fall.

40
EL FIN DEL MUNDO
Pájaro

Cuando, a duras penas, conseguimos llegar al lago situado al sur, la nieve caía con tanta intensidad que cortaba la respiración. Parecía que el cielo, quebrado en mil pedazos, se derrumbara sobre la tierra. La nieve se vertía sobre el lago y era absorbida, sin el menor ruido, por aquellas aguas de un azul tan profundo que resultaban siniestras. En la superficie de la tierra teñida uniformemente de blanco, sólo se abría, como una pupila gigantesca, el redondo agujero del lago.

Petrificados bajo la nieve, permanecimos largo tiempo en silencio con los ojos clavados en aquella escena. El terrorífico rugido del agua resonaba en los alrededores, igual que la vez anterior, pero la nieve lo amortiguaba hasta hacerlo parecer un lejano retumbo de la tierra. Alcé los ojos a un cielo demasiado bajo para ser calificado de tal y dirigí la mirada a la muralla, que flotaba vagamente, negra, al otro lado de la violenta nevada. La muralla ya no parecía estar hablándome a mí. El «fin del mundo» era un nombre que casaba a la perfección con aquel paisaje desolado y gélido.

La nieve se fue acumulando deprisa en mis hombros y en la visera de mi gorra. Las pisadas que habíamos dejado sobre la nieve ya debían de haberse borrado por completo. Dirigí una mirada a la sombra, que estaba de pie, un poco alejada de mí. La sombra miraba fijamente la superficie del lago con los ojos entornados mientras, con la mano, se sacudía de vez en cuando la nieve.

—Esta es la salida. Seguro —dijo—. La ciudad ya no podrá volver a aprisionarnos. Seremos libres como los pájaros. —La sombra levantó el rostro al cielo, cerró los ojos y dejó que la nieve cayera sobre él como una bendición—. Hace buen tiempo. El cielo está despejado, el aire es tibio —dijo y se echó a reír. La sombra parecía estar recobrando las fuerzas, como si la hubiesen liberado de sus cadenas. Cojeando ligeramente, se acercó por sí misma a donde me encontraba yo—. Puedo sentirlo —dijo—. Al otro lado del lago está el mundo exterior. Dime, ¿aún te da miedo arrojarte al agua?

Negué con la cabeza.

La sombra se puso en cuclillas y se desató los cordones de los zapatos.

—Si nos quedamos aquí de pie, nos vamos a congelar. Es mejor que nos zambullamos en el agua. Quitémonos los zapatos y atémonos con los cinturones. Si nos separamos y nos perdemos al salir, todo se irá al traste.

Me quité la gorra que me había prestado el coronel, sacudí la nieve que se había acumulado sobre ella y, manteniéndola en mis manos, la contemplé. Era una gorra de combate de tiempos pasados. La tela se veía rozada en algunas partes, descolorida y blanquecina. Probablemente el coronel la había llevado con cariño durante decenas de años. Volví a sacudir la nieve de la gorra con suavidad y me la puse.

—Yo me quedo aquí —dije.

La sombra me dirigió una mirada vaga, con los ojos desenfocados.

—Me lo he pensado bien —expliqué—. Perdóname, pero he reflexionado mucho sobre ello. Sé perfectamente lo que representa quedarme aquí solo. Sé que tienes razón y que, tal como dices, lo más lógico sería que volviésemos juntos al mundo del que venimos. Aquélla es mi auténtica realidad y soy consciente de que, huyendo de ella, hago una mala elección. Pero no puedo abandonar este lugar.

La sombra, con las manos metidas en los bolsillos, sacudió la cabeza varias veces, lentamente.

—¿Y por qué no? El otro día me prometiste que huiríamos de la ciudad. Por eso lo planeé todo, y por eso me has traído a cuestas hasta aquí, ¿no es cierto? ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? ¿La mujer?

—Ella también cuenta, claro —dije—. Pero no es sólo eso. Es que he hecho un descubrimiento. Y por eso he decidido quedarme.

La sombra suspiró. Una vez más, alzó el rostro al cielo.

—Has encontrado su corazón, ¿verdad? Has decidido vivir con ella en el bosque y pretendes alejarme a mí.

—Ya te lo he dicho antes. No es sólo eso —dije—. He descubierto qué es lo que creó esta ciudad. Por eso tengo la obligación de permanecer aquí, es mi responsabilidad. ¿Quieres saber qué es lo que creó esta ciudad?

—No, no quiero saberlo —dijo la sombra—. Porque ya lo sé. Lo he sabido desde el principio. Esta ciudad la has creado
tú.
Tú lo has creado todo. La muralla, el río, el bosque, la biblioteca, la puerta, el invierno. Todo, absolutamente todo. Este lago también, la nieve también. Lo sabía perfectamente.

—¿Y por qué no me lo dijiste antes?

—Porque si te lo hubiera dicho, habrías querido quedarte, como, efectivamente, pretendes hacer. Y yo quería sacarte de aquí, a toda costa. Porque el mundo en el que tú debes vivir está fuera. —Se sentó en la nieve y negó varias veces con la cabeza—. Y ahora que lo has descubierto, ya no querrás escucharme, ¿verdad?

—He contraído una responsabilidad —dije—. No puedo abandonar un mundo y a unas personas que yo mismo he creado a mi antojo. Lo siento por ti. Lo siento en el corazón y, además, va a ser muy duro separarme de ti. Pero tengo que asumir la responsabilidad de mis actos. Éste es mi mundo. La muralla es la muralla que me cerca a mí mismo, el río es el río que fluye por el interior de mi cuerpo, el humo es el humo que se alza cuando yo mismo ardo.

La sombra se puso en pie y clavó la mirada en la tranquila superficie del lago. Inmóvil en la nieve que caía sin cesar, la sombra daba la impresión de que iba perdiendo poco a poco profundidad, como si recuperara su forma plana habitual. Enmudecimos durante largo rato. El blanco aliento que exhalaban nuestras bocas flotaba en el aire y, luego, desaparecía.

—Ya me he dado cuenta de que no puedo detenerte —dijo la sombra—, Pero la vida en el bosque es mucho más dura de lo que imaginas. El bosque es completamente distinto de la ciudad. Para sobrevivir, se ha de trabajar duramente, el invierno es largo y crudo. Una vez que entres, ya no podrás salir. Tendrás que permanecer en él eternamente.

—Soy consciente de ello.

—Pero no vas a cambiar de parecer.

—No —dije—. Pero no te olvidaré. Dentro del bosque iré recordando poco a poco mi antiguo mundo. Supongo que hay montones de cosas que debo recordar. Muchas personas, muchos lugares, muchas luces, muchas canciones.

La sombra entrecruzó los dedos de las manos ante el pecho y se los frotó repetidas veces. La nieve que se posaba sobre su cuerpo creaba extraños claroscuros que se alargaban y contraían lentamente. Mientras se frotaba las manos, mantenía la cabeza ligeramente inclinada, como si aguzara el oído para escuchar el ruido que producía al frotárselas.

—Tengo que irme ya —dijo la sombra—. No me hago a la idea de que no volvamos a vernos jamás. Ahora debería despedirme, pero no sé qué decirte. Por más que las busco, no se me ocurren las palabras apropiadas.

Volví a quitarme la gorra, sacudí la nieve, me la puse de nuevo.

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